Capítulo XXXII

Aviñón, 1350

—¿Me habéis mandado llamar? —preguntó Rudé con un tono de humildad que sorprendió a Tayllerand.

El cardenal sintió por primera vez delante de su subordinado que estaba en una posición preminente. El abad benedictino estaba irreconocible. Su seguridad de antaño había desaparecido como por hechizo. El hombre que tenía respuesta para todo y que controlaba la cristiandad estaba indefenso. Pero, aun así, no se le podía menospreciar. Conociéndole, era muy improbable que aquella situación durase mucho tiempo. Tenía los suficientes resortes y habilidad como para rehacerse. El cardenal tenía que jugar sus cartas en una sola mano, que tenía por fuerza que ser ganadora.

Durante unos instantes, que a ambos les pareció una eternidad, permanecieron en silencio el uno frente al otro.

Rudé, a la defensiva, esperaba la reacción de Tayllerand. El cardenal, sentado, le miraba. Por fin le tendió su anillo obligando al abad a arrodillarse frente a él, algo que desde hacía tiempo no se producía.

—Vamos, Rudé. Alzaos, por favor. —Tayllerand se levantó ayudando a su vez al abad. Pero la acción no había sido inmediata. Estaba claro quién tenía la iniciativa en aquel momento y los dos lo sabían.

—Eminencia… —comenzó a hablar el abad, pero Tayllerand le interrumpió.

—Rudé, no tratéis de disculparos. No siempre todo puede salir bien. Y, si me permitís decíroslo, no está mal de vez en cuando tener un pequeño fracaso que nos recuerde lo imperfecto de nuestra condición.

El abad se sorprendió ante el tono conciliador del cardenal.

—Pero esta misión era muy importante. Para la Iglesia era fundamental.

—¿No habéis aprendido nada, Rudé? Somos representantes de la Iglesia, pero no podemos conocer cuál es el bien o el mal para ella en función de nuestros intereses particulares.

—¿Intereses particulares? ¿Os tendré que recordar, eminencia, que estábamos de acuerdo en todo lo que había que hacer?

La forma en que recalcó la palabra «eminencia» recordó a Tayllerand el Rudé de siempre. No debía bajar la guardia. El benedictino era un escorpión herido, pero su cola aún era capaz de matar.

—Muchas veces, Dios ha favorecido vuestros planes. Pero ahora ha decidido que esto no saliera como se había pensado.

—Dios no tiene nada que ver en esto —dijo el abad, nervioso.

—Bien, Rudé. ¿Queréis decir que estáis por encima de la voluntad de Dios?

El abad permaneció en silencio.

—Vamos, Simón —añadió Tayllerand, tratando de que su tono pareciera amable—. La Iglesia ha pasado por tiempos más duros y ha seguido adelante. Nada hace pensar que ahora no vaya a suceder lo mismo. Vivimos malos tiempos, es cierto, pero los planes de Dios son desconocidos y todo esto llevará a algún sitio.

El cardenal sabía que Rudé estaba esperando algo. Sus palabras conciliadoras no estaban más que alertándole.

—He estado hablando con el Santo Padre —continuó—, y creemos que ha llegado la hora de que descanséis de vuestras obligaciones.

—¿Me estáis echando de mi cargo, eminencia? —dijo Rudé con su frialdad acostumbrada.

Tayllerand lo observó. El tesorero necesitaba saber cuáles eran las intenciones del cardenal para poder manejar sus piezas.

—No, Simón. Simplemente, hemos pensado que sería bueno que reflexionarais sobre los últimos acontecimientos. Retirarse a orar durante un tiempo es bueno para el alma. Podéis hacer examen de conciencia y reintegraros después a vuestras labores con limpieza de espíritu.

—¿Y adonde pensáis que debo retirarme? —preguntó Rudé en un tono que anunciaba todo menos aceptación y obediencia.

—Cerca de aquí. En el mismo Aviñón. No creáis que os voy a mandar a la otra punta de la cristiandad —respondió el cardenal, mientras se dirigía a la puerta—. Seguidme y os lo mostraré, no tardaremos mucho.

Los dos hombres salieron. Fuera les esperaba un grupo de soldados que formó dos hileras, una a cada lado.

—¿Y estos soldados? —preguntó Rudé.

—Os veo nervioso, tesorero. Es una escolta; hemos de salir del palacio. Si habéis pensado por un momento que vuestro retiro iba a ser en una celda, y no precisamente de monasterio, estáis muy equivocado.

Llegaron a un patio. Un vehículo al cual estaban enganchando cuatro caballos y las monturas de la escolta les esperaban.

El carruaje con los escudos cardenalicios salió de la fortaleza. Tayllerand y Rudé, uno frente al otro, se movían como consecuencia del empedrado, aunque en ningún momento dejaron de mirarse.

—¿Adónde vamos? —preguntó por fin el abad.

—No os preocupéis por ello, Rudé —respondió Tayllerand.

Un silencio muy expresivo se apoderó de ambos. Rudé miraba por la ventana. Tayllerand le observaba. Notaba la intranquilidad del tesorero, como si sospechara que era la última vez que salía del palacio papal.

—No estéis nervioso. Rudé —intentó tranquilizarle—. Una de mis labores consiste en asegurarme de que los sacerdotes no se alejen de sus deberes por mucho tiempo, y vos habéis viajado demasiado. Así que no encuentro de más que volváis a ejercer vuestro magisterio durante una temporada.

—¿Y en qué lugar, si puede saberse? —preguntó Rudé sin mirarle—. ¿Acaso no me habíais dicho que se trataba de un retiro?

—Lo es, Simón. Veréis como tenéis tiempo para todo. Los cruzados de Cristo han de combatir en cualquier lugar donde sean requeridos. Donde ellos están, allí está la Iglesia… Y os vuelvo a repetir, no os preocupéis, ni vuestro cargo ni vuestra presencia en Aviñón peligran. Tenéis mi palabra de príncipe de la Iglesia.

—No os entiendo, cardenal —confesó abiertamente Rudé—. Me castigáis por mi fracaso y, sin embargo, no me suprimís como tesorero. Yo no hubiera dudado.

Tayllerand lo miró.

—Vos no hubieseis dudado si hubierais estado en mi posición: me habríais retirado definitivamente. Rudé, no hay ningún castigo. Ni estáis en mi lugar ni yo soy como vos. La desaparición de la planta fue la voluntad de Dios. Y todos, incluido vos, aunque no lo creáis, estamos sujetos a ella. Por tanto, si os castigara estaría contradiciendo la voluntad de Nuestro Señor. Estaba escrito que esa planta no debía ser para nadie, y así ha sido.

El recorrido continuó en silencio. Por las ventanillas del carruaje veían las calles y sus habitantes. Parecía como si nada sucediera. La gente se había acostumbrado a vivir con la epidemia. Su única preocupación diaria era sobrevivir. Unos pensando en controlar el futuro y otros preocupados por el presente. Rudé no pudo dejar de pensar que él podría haber sido uno de aquellos desgraciados que veía arrastrarse por las calles.

Por fin, la comitiva se detuvo. Un soldado abrió la puerta y los ocupantes descendieron.

—Esto no es ningún monasterio —dijo Rudé.

—Por supuesto, tesorero —contestó el cardenal mientras se dirigía a la puerta de una destartalada casa.

Simón Rudé le siguió. Al atravesar el umbral se volvió y atisbo cómo dos soldados se apostaban en la puerta. Tayllerand le esperaba junto a la entrada de una habitación.

—Vamos, Rudé. Asomaos. Aquí tenéis vuestra nueva labor. Cuando hayáis terminado podréis volver a palacio.

Rudé se acercó a la puerta y miró al interior. Inmediatamente dio un paso atrás, espantado. Tenía el rostro desencajado.

—¡Apestados!

—Toda la familia está contagiada, y vuestro deber como cristiano y sacerdote es cuidarlos y aliviarlos en los últimos momentos. Aquí está vuestro puesto.

—Pero puedo contagiarme…

—La voluntad de Dios, Rudé, la voluntad de Dios. Rezad y no os preocupéis de más.

El cardenal se encaminó a la salida. El tesorero hizo intención de seguirle, pero los soldados se lo impidieron.

—Tapiad puertas y ventanas —ordenó Tayllerand.

Los soldados comenzaron a clavar tablas. El ruido de los golpes se mezclaba con los gritos del tesorero.

El cardenal Tayllerand subió a la carroza. Esperó a que sus hombres hubieran sellado totalmente la casa y ordenó el regreso. Los gritos de Rudé se confundieron entonces con el ruido de los cascos de los caballos, para desaparecer por completo en la distancia.

Tayllerand cerró los ojos y comenzó a susurrar una oración. Podía haber ordenado la marcha antes, pero había permanecido frente a la casa hasta el último momento oyendo suplicar a Rudé. Una extraña manera de penitencia…, o de placer inconfesable.

Cuando terminó, alzó la mirada. Frente a él había un hombre sentado. Un fraile benedictino que había retirado la capucha, dejando ver su rostro, y que había acompañado al cardenal en el rezo.

Tayllerand le tendió la mano con el anillo y el hombre lo besó.

—Bien, Etienne de Aviñón, abad de Saint Sernin. El cargo de tesorero va a quedar vacante y creo que sois la persona idónea para ocuparlo. ¿Qué me decís?

—Soy un humilde siervo de Dios y de la Iglesia. Hágase su voluntad.

El carruaje entró en el patio del palacio papal.

—Dentro de una hora nos recibirá el Santo Padre para ratificaros en vuestro nuevo cargo. A estas horas ya le habrán anunciado que Rudé ha decidido dedicarse a la vida contemplativa —dijo Tayllerand antes de abrir la portezuela—. Por cierto, Etienne, ¿la planta?

—Parece que arraiga, pero todos los intentos de que se reproduzca han fracasado. Nuestros botánicos no conocen su naturaleza. Mas no os preocupéis, eminencia, con ella hay suficiente como para evitar que el mal se extienda en el palacio.

—Dos años ya, Etienne, dos años. ¿Cuánto más durará este apocalipsis?