Donde se explica lo que sucedió cuando regresé a Florencia y doy fin a mi relato.
Llegué a Florencia un atardecer de principios de 1350, sin más equipaje que el saco con la planta y el odre con el agua. Durante todo el camino había conseguido mantenerla viva renovando la tierra del trapo que recubría sus raíces. La regaba con asiduidad y la exponía al sol. Pero esa situación artificial no podía durar y, cuanto más me acercaba a mi ciudad, más aceleraba el paso para poder tratar la planta convenientemente.
La alegría me poseyó cuando las primeras casas aparecieron ante mis ojos. El sol se ponía en el horizonte y el brillo de las hogueras, antes sólo reconocibles por el humo, se apoderaba del cielo renovando la imagen apocalíptica e infernal que cada noche recordaba la desgracia que se había adueñado de ella.
Sucio y andrajoso, avancé por las calles en dirección a mi hogar. Todo lo que hacía poco tiempo me espantaba, pareció desaparecer: las cruces en las puertas, los sacerdotes salmodiando, los carros de cadáveres, transeúntes esquivos. Mi única idea era llegar, empujar la puerta y gritar el nombre de mi mujer. Quería encontrar todo como lo dejé. Ni siquiera pensaba en que algo podía haber sucedido durante mi ausencia. Mi entrada causaría un alboroto, llegaría al patio y ella bajaría la escalera radiante y feliz como antes de que todo empezara.
Por fin enfilé la calle de mi casa, y entonces toda la fantasía se desvaneció y se convirtió en duda y angustia. El calculado ímpetu se transformó en inseguridad. Mientras mi mano temblorosa se apoyaba en la madera, cien ideas cruzaron mi mente. Fue entonces cuando reparé en que la puerta no tenía ningún tipo de señal: la peste no había entrado en ella. Respiré aliviado y empujé, pero estaba cerrada. La golpeé con fuerza, pero nadie contestó: estaba vacía. En un año podían haber pasado muchas cosas, ya que la peste no era el único peligro al que la humanidad se enfrentaba.
No me había dado por vencido cuando una mano se apoyó en mi hombro. Me giré y me vi ante un grupo de soldados. Ni siquiera me había dado cuenta de que se acercaban.
—Acompañadnos —dijo el que parecía el jefe.
—Esta es mi casa —respondí creyendo que me habían tomado por un ladrón.
—Lo sabemos —concluyó tajante.
—Y ¿adónde he de acompañaros?
—A la Señoría.
¿A la Señoría?, pensé para mí. ¿Cómo era posible? Estaba totalmente aturdido. Mientras recorríamos las calles, no hacían más que asaltarme dudas y más dudas. ¿Estaban al corriente de mi llegada? ¿Para qué me llamaban a esas horas? Después de tanto tiempo, lo esperable sería que se hubieran olvidado de mí. Es más, no me necesitaban para nada, ya que sin duda debían haber recibido las noticias de Aviñón.
Era noche cerrada cuando reconocí el edificio. El que mandaba ordenó a los demás que se quedaran en la puerta y me acompañó al interior. Recorrimos escaleras y pasillos hasta que, llegados a una estancia, me dejó y cerró la puerta tras de sí. Desde el fondo de la habitación una figura me observaba. Una figura que enseguida reconocí.
—Bienvenido a Florencia, Doménico Tornaquinci.
—Gracias, Tomaso Pazzi —respondí.
—Por vuestro aspecto, parece que no lo habéis pasado muy bien.
—Vuestras prisas por verme han sido las que me han impedido asearme como la situación requería.
—Tan mordaz como siempre —comentó jovial—. Vamos, vamos, no estéis tenso. Sentémonos junto al fuego, ya sabéis que en esta época refresca por las noches.
Me senté y acomodé el odre y la bolsa junto a mí.
—¿Está ahí la planta? —preguntó sin la menor alteración.
Tuve que superar la sorpresa inicial. Mi obligación era facilitársela para que fuera aplicada. Era ni más ni menos lo que pensaba hacer al día siguiente. Sin embargo, me puse a la defensiva: él no tenía que saber nada sobre ella.
—¿Qué planta? —pregunté al fin.
—Doménico, no seáis esquivo y hablemos claro. Conozco toda la historia y sé que ahí tenéis el remedio que puede salvarnos.
—¿Y quién os lo ha contado? —repliqué.
—Alguien que vos y yo conocemos —respondió.
—¿Es esto hablar claro?
—Bien, Doménico, estamos perdiendo el tiempo. Entregádmela y yo sabré hacer buen uso de ella.
En ese momento creí verlo todo claro.
—No pensáis utilizarla para sanar a la gente, ¿verdad? Sólo la queréis para vos y los que son como vos. Curaréis a los que vosotros queráis y la usaréis para vuestros oscuros intereses.
Todo empezaba a encajar. Nos habían utilizado para hallar un remedio que se iba a convertir en el privilegio de unos pocos. El secretismo no era prevención contra un posible fracaso, sino la protección de un conocimiento que les podía dejar a salvo.
—Os recuerdo, Doménico, que vos también sois como yo —dijo Pazzi.
—No. Yo no soy como vos o los vuestros. Y si alguna vez lo fui, me alegro de haber dejado de serlo. Yo soy un ser humano.
—Es muy loable vuestra preocupación, pero inútil. Esa hierba nos pertenece, porque sólo nosotros podemos enderezar lo que está torcido. Imaginad lo que podemos hacer con un poder semejante en nuestras manos.
Sólo recuerdo que dejé de oírle. Le veía mover los labios, pero mi mente se había quedado en blanco. Quería salir de allí, escapar, pero ¿cómo? Fuera debían de estar los soldados y me detendrían si intentaba huir. En ese momento reparé en la ventana que estaba frente a mí. Miré de nuevo a Pazzi, que continuaba con su discurso.
—Entonces ¿creéis que podemos sacar provecho de todo esto? —le interrumpí.
—Por supuesto —respondió abriendo los ojos y cambiando de tono—. Doménico, pertenecéis a una de las grandes familias de Florencia, ¿por qué renunciar a ello? Os estoy ofreciendo el poder y, desde él, podréis hacer todo el bien que queráis.
—Tal vez me haya excedido en mis comentarios —dije apesadumbrado.
—Estáis cansado y habéis pasado mucho —replicó Pazzi con tono comprensivo—. Y ahora, mostrádmela, quiero verla.
Puse la bolsa entre los dos y la abrí. Deslicé la tela hacia abajo y le mostré la planta.
Su ansiedad se transformó en sorpresa y luego en desesperación.
—Pero, ¡esta planta está seca!, ¡está muerta!
—Sí, muerta —confirmé—. Lleva así desde ayer. Y ahora, después de oír lo que pensabais hacer, no puedo decir que no me alegre.
—¿Estáis loco? ¡El remedio ha desaparecido!
—Veo que habéis perdido vuestra seguridad. De todos modos, no os preocupéis. Estamos igual que al principio, y a vos no os ha ido mal.
Pazzi seguía mirando la planta.
—Quizás aún sirva —dijo tratando de arrebatármela.
—De todos o de ninguno —respondí, y alzando el saco, lo lancé a las llamas de la chimenea.
Pazzi intentó levantarse, pero me interpuse. Lo tiré y golpeé su cabeza contra el suelo hasta que perdió el sentido o murió. No me detuve a comprobarlo. Durante unos instantes permanecí inmóvil, me parecía imposible que no nos hubiesen oído. Fui hacia la ventana, no sin antes echar una última mirada al fuego. Esperaba ver la calle bullendo de soldados alertados por la pelea: no había nadie. Estaba en un primer piso y no fue difícil descolgarme. En cuanto puse los pies en el suelo, miré a un lado y a otro y me perdí en las sombras.
Anduve sin rumbo durante un tiempo pensando sólo en alejarme de la Señoría. Pero a algún sitio tenía que ir. Mi mujer, desaparecida; mis criados, también; no podía fiarme de mis antiguas amistades. El único era Villani, él no me traicionaría. Me orienté y fui hacia su casa. Puede que estuviese al corriente de lo que pasaba. Llegué ante su puerta y sólo pude echarme a llorar. La señal de que en la casa había entrado la peste era bien visible. Giovanni, muerto; Francesca, posiblemente también. ¿Para qué había vuelto a Florencia? Continué andando por las calles desiertas y me encaminé hacia el convento en el que vivía Paolo. Tenía pocas esperanzas de que continuara vivo, ya que él había estado en contacto directo con los enfermos, pero era la única posibilidad que me quedaba.
Salté el muro del convento como un ladrón. Atravesé la puerta de la iglesia y desde allí conseguí introducirme en las estancias del cenobio. Me deslicé en silencio hacia la celda de mi amigo. Abrí la puerta y respiré aliviado, estaba durmiendo en su camastro. Me acerqué hasta su lado y tapé su boca. El franciscano abrió los ojos asustado. Pero su sorpresa fue mucho mayor cuando me reconoció.
—¡Doménico! —exclamó cuando hube retirado mi mano y avisado de que no hablara muy alto—. Nos habían dicho que habías muerto.
Yo no entendía nada.
—¿Quién lo dijo? —pregunté.
—Llegó una carta de Aviñón, firmada por el cardenal Tayllerand, en la que decía que la peste había acabado contigo —respondió Paolo.
¡Tayllerand! Todo iba encajando. Teníamos que ir a buscar la planta. Rudé nos seguiría y, cuando nos hubiésemos hecho con ella, nos eliminarían para que su existencia sólo fuese conocida por ellos. Pero les había salido mal. El cardenal se había precipitado al enviar el mensaje.
—¿Estás bien? —preguntó Paolo sacándome de mis pensamientos.
—¿Y Francesca? —pregunté.
—Piensa, como todos, que has muerto. Pero está bien, no te preocupes. Quiere profesar en el convento de las franciscanas. Mañana mismo iremos a verla, aunque no sé si debiera prepararla antes de verte.
—No, Paolo —le interrumpí—. No debe saber que estoy vivo.
—¿Qué dices? —se alarmó Paolo sin dar crédito a lo que oía.
—Es doloroso lo que estoy diciendo, pero así estará protegida.
—¿Protegida? ¿De quién? ¿Qué ha sucedido, Doménico?
—Creo que acabo de matar a Tomaso Pazzi.
—Pero… —empezó espantado Paolo.
—Había un remedio —le interrumpí—. Una planta que curaba la peste. La tuve en mis manos, era el final de la plaga, la esperanza de la humanidad. Pero mucha gente quería hacerse con ella para sus intereses: Tayllerand, Rudé, Pazzi.
—¿Rudé, el tesorero?
—Es una larga historia, y cuanto menos sepas de ella mejor será para ti y para Francesca. Soy el único que conoce todo esto, y cuando se enteren de que estoy vivo querrán matarme a mí y a los que me rodean.
—Doménico, estás hablando de la Iglesia, de la Señoría.
—No, Paolo, estoy hablando de hombres. De hombres ambiciosos que han visto en el mal de sus semejantes un beneficio.
—¿Y el remedio? —preguntó el franciscano.
—La planta se secó poco antes de llegar aquí, y en la pelea con Pazzi la arrojé al fuego. Quizá debí dársela, a lo mejor hubiéramos podido recuperarla —dije desesperadamente—. Sólo queda este odre de agua que manaba cerca de donde crecían las hierbas. Quédatela y dásela a tus enfermos. Seguro que mejorarán.
—Y tú, ¿qué harás? ¿Y Francesca? ¿Acaso no piensas en ella? Has de decirle que estás vivo, no puedes ocultárselo…
—Paolo —le atajé de nuevo—, tranquilízate y piensa un poco. No puedo arrastrarla por los caminos, huyendo siempre y poniendo en peligro su vida. Mis enemigos, los bandidos, la plaga. No lo soportaría. Tayllerand ha decidido mi muerte, ahí ha ganado. Me iré de Florencia y no volveré jamás.
—¿Adonde irás?
—No lo sé, pero no puedo permanecer aquí por más tiempo —respondí mientras me levantaba para irme.
—Espera —dijo Paolo agarrándome de un brazo—, ego te absolvo pecatis tuis —salmodió haciendo la señal de la cruz—. Todo lo que me has dicho queda bajo secreto de confesión. Y ahora quédate aquí y descansa; mañana al anochecer te sacaremos de Florencia y te ocultaremos en algún monasterio entre los monjes, así no tendrás que huir toda tu vida. Buscaremos algún recóndito lugar en el que nadie sepa de tu existencia.
—Paolo… —dije tratando de protestar para evitarle problemas.
—Es lo mejor, Doménico. El último sitio en el que te buscarán será en el propio seno de la Iglesia, y ella, la verdadera, y te aseguro que existe, te protegerá.
La noche siguiente, Paolo me dio un mensaje para el anterior abad del monasterio que me ha servido de refugio durante todos estos años. Nos despedimos sabiendo que era la última vez que nos veíamos. De esta forma llegué a este santo lugar, del que no pienso desvelar el nombre para que no sufra las consecuencias de mi presencia, si es que todavía hay alguien que se acuerda de mí, viejo presuntuoso.
Y así finaliza mi relato. Doy gracias a Dios por ello, y a vosotros por vuestra paciencia. Podría volver a leerlo para reparar las lagunas que sin duda mi anciana mente ha producido. Pero no quiero. No deseo rememorar aquella terrible época, ni creo que me quede tiempo. Lo he escrito para saldar mi deuda con aquellos que trataron de evitar la desgracia y el sufrimiento, y cuyo nombre se habrá perdido en la historia. He permanecido callado durante mucho tiempo, hasta que he comprendido que los hombres que vendrán han de conocer los desmanes y errores del pasado para que no vuelvan a cometerse ni a caer en ellos. Titánico esfuerzo para alguien tan pequeño como yo.
No sé si obré bien, vosotros lo juzgaréis, pero sí debo decir que ha sido una penitencia dolorosa recordar partes de esta historia.
¿Qué habrá sido de tanta gente como conocí? Ahmed, Moisés, Tayllerand, Etienne, Rudé, Chauliac… Habrán muerto o serán tan ancianos como yo. Mi buen Paolo… ¿Y Francesca? Mi pobre Francesca.