Donde cuento mi llegada a Barcelona y cómo hallé un barco con destino a Génova.
La noción del tiempo había desaparecido de mi cabeza. Sabía que los días pasaban porque amanecía y anochecía, pero era incapaz de saber en qué momento de la semana me encontraba. Sólo recuerdo que vi salir y ponerse el sol muchas veces antes de alcanzar la costa.
Tuve que orientarme como pude, ya que no me fiaba de nadie. Evitaba gentes y poblados y avanzaba aprovechando, como las alimañas, la oscuridad de la noche. Me alimentaba de lo que encontraba en los campos, y en más de una ocasión tuve que hacerlo con cosas que hoy, al recordarlas, me revuelven las tripas.
Cualquiera que atisbaba me parecía un sicario de Rudé. Bien era cierto que desde que vi a los soldados navarros con aquel pobre desgraciado no había tenido otro encuentro. Incluso era posible que hubiesen desistido dándome por muerto o desaparecido. Pero lo poco que conocía de Rudé me predisponía a pensar siempre en lo peor y a no bajar la guardia en ningún momento. Si ya no me seguían, perfecto, y si no era así, no les daría la oportunidad de cogerme, al menos fácilmente.
Alcancé Barcelona, uno de los puertos de la Corona de Aragón, al despuntar el alba. Al alcanzar la cima de una de las montañas que la rodean vi el mar. Como florentino, nunca lo había extrañado, pero puedo aseguraros que aquel día una tremenda alegría inundó mi corazón. Aquella inmensa explanada azul era el camino de mi ciudad y la esperanza de acabar con la terrible epidemia.
Desde lo alto, la ciudad no me pareció diferente de las otras que había tenido la oportunidad de ver. Abierta hacia el mar y rodeada por una muralla, no parecía muy grande. Pensé en los barcos anclados: «Si uno de ellos se dirigiese hacia Génova o Roma, o a cualquier puerto cercano a Florencia…», dije para mí mientras comenzaba el descenso.
Al llegar, me di cuenta de que Barcelona también sufría el azote de la peste. Las ciudades costeras eran las más proclives a sufrir el mal y ésta no había sido una excepción.
De nuevo se presentaron ante mí las terribles imágenes que tantas veces había visto. Los cadáveres, las continuas idas y venidas de la gente, unos huyendo y otros buscando el amparo de las murallas, los sepultureros, los mendigos. Pero sobre todo recuerdo el olor. Los días que pasé en el campo me hicieron olvidar toda la amalgama de aromas que forman parte de la ciudad tanto como las piedras. Antes de llegar a las puertas de la muralla, el olfato comenzó a traer recuerdos a mi mente. Mientras vives en el burgo te acostumbras y no llegas a notarlos, pero basta ausentarse para darse cuenta del mundo de olores que nos rodea. Orines, humedades, excrementos y aceites eran la señal inequívoca de que estaba entrando en una urbe.
Recuerdo las calles estrechas en las que se amontonaban los diferentes gremios, la gente compartiendo su vida con la plaga, los niños jugando acostumbrados a ver la muerte todos los días. Anduve en dirección al mar, y cuando lo alcancé, la dicha se apoderó de mí. Había alcanzado mi objetivo. Sin embargo, la decepción pronto apareció: el puerto que yo había imaginado bullicioso, estaba prácticamente vacío. La potencia marítima de la Corona de Aragón se había esfumado. El antaño paso de comerciantes estaba vacío y desolado, y únicamente dos naves aparecían en los muelles. En una de ellas, el movimiento era inexistente, y en la otra, unos pocos hombres cargaban mercancías. Ese barco partiría pronto, pero ¿hacia dónde? Me senté y observé durante un rato las lentas maniobras de carga hasta que el cansancio me pudo y me dormí.
Cuando por fin desperté, el sol se estaba ocultando. Tenía la boca pastosa y me dolía la cabeza. La espalda, por la mala posición adquirida, se asemejaba a una pesada carga. Tras incorporarme como pude, me dirigí al navío que había visto cargar. Nunca había subido a un barco y, a medida que avanzaba, cada vez me parecía más enorme. Después me enteré de que a aquel tipo de embarcación lo llamaban carraca en el Mediterráneo y nao en Portugal. Su casco, ventrudo por la mañana, había casi desaparecido a esas horas en el agua, lo que significaba que estaba cargado y, seguramente, presto para partir. Los tres grandes mástiles semejaban árboles que compitiesen por ser el más alto. Tales palos eran apropiados para aguantar telas de gran magnitud. Me imaginé las velas desplegadas, hinchadas por el viento en dirección a la península itálica, el agua golpeando contra el casco. Estaba soñando despierto y, para que todo eso fuera así, debía subir a bordo. Me acerqué a la pasarela y comencé a cruzarla con precaución. Una voz me detuvo. Alcé la vista y vi a un hombre apoyado en la balaustrada de cubierta. La pasarela se movía y mi inseguridad se acrecentaba por momentos. Aquel individuo parecía advertirlo y no volvió a pronunciar palabra hasta segundos después, como esperando que cayera al agua para dar rienda suelta a su risa. Pero como aquello no se producía, me preguntó adónde iba. Una sensación especial recorrió mi cuerpo: le había entendido. Aquel marinero hablaba el dialecto de Génova. Si él era genovés, quizá la nave también. La esperanza de que su rumbo fuera hacia el este creció rápidamente. Yo no dominaba totalmente aquella lengua, pero sí lo suficiente como para hacerme entender. Tras hacer algunos equilibrios, pude explicarme.
—Tengo que ver al capitán —grité.
El hombre se me quedó mirando.
—¿Para qué? —preguntó al fin.
—¿Puedo subir al barco? Esta pasarela no es nada segura —dije tratando de aliviar mi situación.
Tras unos momentos de incertidumbre, me hizo una seña para que subiera. Después de dar tres o cuatro zancadas, pude llegar a la cubierta.
—¿Para qué quieres ver al capitán? —volvió a preguntarme.
—He de hablar con él personalmente…
—Tú no eres genovés, pero conoces mi lengua —me interrumpió—. ¿De dónde eres?
—Soy de Florencia.
Quizá debiera haber ocultado mi origen. El poder florentino era considerado como arrogante por las demás repúblicas y Génova no era una excepción. El marinero se me quedó mirando. Por un momento pensé que todo se iba a estropear y que, como mal menor, acabaría siendo arrojado por la borda.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó un individuo barbudo que se nos había acercado y cuya presencia no advertí hasta que oí su voz.
—Es un florentino que desea veros —respondió mi interlocutor.
—Os he dicho que no dejarais subir a nadie. ¿Y si tiene la peste? —reprendió duramente al marinero—. Además, no ves los andrajos que lleva. Es un mendigo de los puertos.
Viendo que de nuevo podía ser expulsado, tomé la iniciativa.
—No soy un mendigo, soy un médico de Florencia. —Estaba hablando demasiado, pero tenía la seguridad de que era la última ocasión de poder volver a casa y no estaba dispuesto a desperdiciarla aunque tuviera que contarle todo a aquellos dos individuos—. He de llegar a mi ciudad cuanto antes —continué.
—Un médico —dijo el capitán—. Camino de Florencia. No es problema mío saber por qué estáis aquí, pero sí saber si os podéis costear el viaje.
Si hubiera estado en tierra se me habría tragado en aquel instante. Todo mi dinero había quedado en Navarra.
—En este momento no tengo nada, pero al llegar os puedo pagar —contesté al fin.
—¿Cómo? ¿Dejando que vayáis a Florencia para que volvieseis con el dinero? Olvidadlo y abandonad la nave.
Mi respuesta era una gran estupidez. Tenía que idear otra rápidamente.
—Puedo trabajar —propuse mientras el capitán hacía ademán de alejarse.
Se detuvo y se volvió.
—¿Acaso sabéis algo de navegación?, ¿un florentino? Esta nave necesita cincuenta hombres para servirla en condiciones y únicamente cuento con treinta. La peste y las deserciones han diezmado la tripulación. Pero lo que no puedo hacer es perder uno más en enseñaros a navegar de aquí a Génova.
¡Génova! Luego estaba en lo cierto, volvían a su puerto de origen.
—Puedo ayudar a limpiar, a cocinar, lo que sea —dije casi desesperadamente. De pronto reparé en una de las manos del capitán. Estaba envuelta en un trapo mugriento y apenas la movía.
—¿Qué os ha sucedido? —inquirí cambiando el tono de mi voz y tratando de adoptar el que tiempo atrás había utilizado con mis pacientes.
El capitán se sorprendió ante la repentina pregunta.
—Un accidente. La mano quedó presa entre dos sogas al izar una de las velas.
—¿Me permitís verla? —pregunté sin dejarle continuar.
—No es necesario. Ya está bien —respondió.
Sin darle tiempo a nada, alargué mi mano y cogí la suya. Al contacto emitió un quejido.
—Tranquilizaos y dejad que la examine.
Con ayuda del marinero, lo sentamos sobre un cubo y puse su mano sobre un tonel. Con gran cuidado, fui retirando la tela mugrienta.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —pregunté al ver el miembro.
—Cinco o seis días —respondió el capitán.
—Más de una semana —rectificó el marinero.
—Sois un hombre de gran fortaleza. Más de una semana con dos dedos dislocados. Pero lo que más me preocupa es la herida de la palma y este color azulado.
—¿Y qué vais a hacer? —se interesó el capitán.
—Llamad a algún compañero y traed un trozo de cuero —ordené al marinero.
Casi al instante retornó.
—Sujetadle —volví a ordenar—. Esto os va a doler.
El capitán abrió la boca para protestar, pero el trozo de cuero que introduje en ella le impidió pronunciar palabra.
—Morded fuerte.
Cogí uno de los dedos dislocados y de un fuerte tirón lo recoloqué. El alarido quedó ahogado en su boca. Sin dejarle tiempo ni para respirar, proseguí con el otro. De nuevo, el grito y el espasmo doloroso.
—Ya está. Podéis escupir el cuero.
El hombre jadeaba.
—¿De verdad sois médico o sois un carnicero? —preguntó el capitán cuando recuperó el aliento.
No contesté y continué examinando la herida.
—Ha cerrado en falso. Hay que abrir y limpiar la sangre corrompida.
—¿Me vais a rajar la mano?
—¿Preferís eso, o que os tenga que amputar medio brazo? Este color indica que os estáis pudriendo en vida. Vos decidís.
El capitán era un hombre inteligente y comprendió.
—Haced lo que tengáis que hacer.
Mandé traer brasas en un recipiente y allí coloqué un cuchillo. El problema no era abrir la herida. Sabía por experiencia que no era suficiente para salvar el brazo e, incluso, la vida. Tenía la hierba y el agua, pero no quería hacer pública su existencia. Pero, ¿cómo podía detener la corrupción? Miré a mi alrededor y vi algo que me hizo recordar un remedio que utilizaban los montañeses y al que nunca había hecho caso. Un joven marinero llevaba en las manos un cesto de naranjas atacadas por el moho que, sin duda, se disponía a lanzar por la borda.
—¡Espera un momento! —le grité—. ¡No las tires!
El muchacho se detuvo.
—¡Tráelas aquí! —volví a gritarle.
Ni el muchacho ni los demás marineros que se habían acercado entendían qué podía hacer con aquello. Y puedo asegurar que yo casi tampoco.
—¿Vais a abrir o vais a poneros a comer naranjas? —dijo el capitán irónicamente.
Traté de dar una imagen de seguridad.
—Yo soy el médico, y vos, el paciente. No os pongáis nervioso.
En un pequeño recipiente rasqué todo el moho que pude y añadí un poco de agua para preparar una pasta que extendí sobre un trapo limpio.
—Llegó el momento. Sujetadle.
Cogí el cuchillo, que estaba casi al rojo vivo, y comencé a hacer la incisión. A mi memoria acudió la imagen del desgraciado al cual sajé la buba en Florencia. Pero debía concentrarme. Una gran cantidad de pus manó antes de que asomara la primera sangre. Lavé y limpié la herida, y cuando creí que la tarea estaba concluida, apliqué la pasta sobre ella tapándola a continuación.
El capitán estaba blanco por el dolor, pero no había proferido un solo grito.
No sabía si aquel remedio iba a funcionar. En todo caso, siempre quedaba el recurso de la hierba, pero para ello era preciso que continuara a bordo, y eso aún no estaba claro.
—Creo que ya está; no obstante, para comprobar su evolución, debo vigilaros personalmente —aseguré con toda tranquilidad.
El capitán miró la mano y luego a mí.
—Sois astuto, galeno. Habéis encontrado la manera de quedaros a bordo y, teniendo presente que zarpamos mañana al despuntar el alba, sólo os puedo desembarcar en Génova.
—Podéis optar por dejarme aquí, y si vuestra mano empeora, que uno de vuestros hombres trate de ayudaros.
Partimos al amanecer. Enseguida me di cuenta de que navegar no era tan sencillo, pues si bien ya era difícil mantener el equilibrio, más difícil era sobreponerse al mareo que me acompañó hasta desembarcar en Génova. El capitán, cuya mano mejoraba, encontraba muy divertida la situación.
—¡Tomaos algo, galeno! —gritaba desde el puente cada vez que me veía—. ¡Para evitar el mareo, lo mejor es comer!
La sola imagen del alimento me producía nuevas náuseas y los cortos paseos que daba se reducían cada vez más hasta que caía extenuado sobre el camastro. En aquel viaje juré que nunca más pisaría un barco, y os aseguro que lo he cumplido hasta el día de hoy.
Una mañana me despertaron. Me vestí y subí a cubierta como pude.
—Ahí tenéis Génova —anunció socarronamente el capitán señalando con el dedo—. Dentro de poco volveréis a pisar tierra firme y os abandonará ese color verdoso.
—La sola visión de la costa me hace sentir mejor —dije—. Resulta divertido.
—¿El qué?
—Que haya venido en este barco para cuidaros y haya terminado siendo el enfermo.
—En estos tiempos que corren, y como médico lo sabréis mejor que yo, no es difícil enfermar, y el que hoy está sano, mañana no lo está. Lo que hay que procurar es que el mal sea lo más leve posible y, sobre todo, curable… Y a fe que el vuestro tiene una sencilla cura. A bordo no tenemos galeno y muchas veces he tenido que ejercer como tal; puedo recetaros algo.
—¿Y cuál es ese remedio? —pregunté inocentemente.
—En cuanto lleguemos a Génova, os acompañaré a una taberna que conozco donde podréis degustar la comida local hasta hartaros.
De nuevo la visión del alimento se me hizo poco soportable.
—¿Acaso disfrutáis mencionándome ese tema? Cada vez que oigo hablar de comida, mi estómago parece ponerse del revés.
—Vamos, galeno —dijo el capitán—, recordad que vos me pusisteis blanco de dolor. Podéis pensar que soy un hombre vengativo, pero también agradecido, y sé que fue para salvar mi brazo. Por ese motivo, además del viaje, os invitaré en tierra.
—Curiosa gratitud, la vuestra.
—Gratitud genovesa, florentino.
Aquella noche, y una vez recuperado mi equilibrio, cenamos brindando por su mano y mis tripas. Y puedo asegurar que el remedio del capitán resultó de gran alivio.