Donde se explica cómo Ahmed, Moisés y yo nos separamos y lo que me sucedió en un bosque de Navarra.
Al día siguiente de salir de Peciña, aprovechando un alto en el camino, Ahmed se dirigió a nosotros.
—Bueno, señores, ha llegado el momento de las despedidas.
—¿Qué despedidas? —preguntó Moisés.
—¿Acaso pretendes que regrese a Aviñón para tener que desandar luego el camino? Además, creo que allí no tienen las cosas muy claras sobre lo que hemos venido a hacer.
—¿Te vuelves a Al-Andalus? —le pregunté sabiendo la respuesta.
—Todos tenemos agua y hierbas. No creo que tengamos que ir los tres. Es más, si queréis un consejo, no volváis allí. Id directamente a vuestras casas y utilizad el remedio. Ya habéis visto que no nos podemos fiar de nadie, y volver a la corte papal sería como meterse en una ratonera… Hacedme caso y no vayáis.
—Rudé pudo haber intervenido sin saberlo nadie —le dije, aunque yo tampoco estaba muy convencido de ello.
—Hemos visto demasiadas cosas como para pensar que aquí alguien ha actuado por su cuenta. ¿O acaso aún pensáis que Etienne estaba con nosotros para algo que no fuera espiarnos?
—No sabemos dónde está —replicó Moisés.
—Desapareció en cuanto llegaron los soldados. ¿No pensaréis que logró despistarles y escapó? Ha sido el enlace con ellos durante todo el viaje y ha tenido la habilidad de que no nos enteráramos. A estas horas se encontrará en algún lugar con ese Rudé. Muy probablemente esperándonos para caer sobre nosotros en cualquier recodo del camino. Así que, mis buenos amigos, lo mejor que podemos hacer es evitar hacer el mismo recorrido, separarnos y volver a casa.
Ahmed tenía las ideas muy claras y lejos de mí estaba el tratar de disuadirle. Para él habíamos sido un instrumento en manos de la Iglesia. A su desconfianza como musulmán en tierra de cristianos se había unido la creencia de todo islamita de que, para la Iglesia, no son más que carne de cruzada. Los hechos así se lo indicaban.
—Os recuerdo que aquel individuo no tuvo tiempo de decirnos lo que pretendía hacer con nosotros —volvió a arremeter—, pero estoy por decir que nada agradable.
Los tres nos quedamos mirando.
—La gente está muriendo y nuestro deber es evitarlo. Llevamos en las monturas el remedio, así que no hablemos más. ¡Que Alá os acompañe! Y cuando haya terminado todo esto, venid a Almería y os mostraré la hospitalidad andalusí.
—¡Que Dios te guarde!
—¡Y Yavé también!
Ahmed nos sonrió. Sacudió levemente las riendas de su caballo y se dirigió hacia el sur. Le seguimos con la mirada durante unos momentos y reanudamos la marcha.
No sé si Moisés volvió a verlo. Yo, no.
Nos detuvimos a descansar cuando el sol estaba en lo más alto. En las monturas nos habían puesto algunos alimentos. Debajo de un árbol, Moisés y yo comenzamos a comer.
—¿Sabes, Moisés? He estado pensando en lo que dijo Ahmed y creo que tiene razón… Deberías dirigirte hacia Lérida. Yo iré a Aviñón.
—Pero yo quiero acompañaros —protestó Moisés.
—Si son ciertas las sospechas de Ahmed, y cuanto más vueltas le doy más acertadas me parecen, tendremos más posibilidades de éxito si nos separamos. Al fin y al cabo, el cardenal nos envió aquí para que consiguiéramos el remedio, pero en ningún momento nos dijo cuándo lo teníamos que aplicar y dónde.
—¿Y por qué no hacéis caso del todo y os vais directamente a Florencia? —preguntó.
—Porque Ahmed puede estar equivocado. Puede ser que Rudé, con alguna oscura intención, haya actuado por sí solo. Si es así, basta con tener cuidado y llegar a Aviñón.
El Papa nos reunió para buscar solución y debemos llevársela.
—¿Y si Ahmed tiene razón?
Esperé unos momentos antes de contestar, intentando esquivar la pregunta, pero Moisés me miraba con ansiedad aguardando la respuesta.
—Pues Ahmed y tú habréis utilizado el remedio, la noticia se extenderá y todo el mundo sabrá que hay cura para la peste, un remedio al alcance de todos.
—¿Y qué pasará con vos? —continuó Moisés.
—No te preocupes por eso. En estos tiempos que nos ha tocado vivir, hoy estás vivo y mañana no lo estás. Además, no tiene por qué sucederme nada. Cuando vean que estoy solo, no tendrán más remedio que asumir que les hemos engañado.
Continuamos comiendo en silencio. Parecía que le había tranquilizado; lo malo es que yo no me creía mis propias explicaciones. ¿Por qué no le hacía caso y me iba a Florencia? Sólo tenía que alcanzar la costa y navegar hacia algún puerto cercano a mi ciudad. Sin embargo, la idea de que estaba traicionando la confianza depositada en nosotros no cesaba de rondar por mi cabeza. Rudé parecía ser un personaje nefasto que actuaba al margen de toda ley. ¿Y si le consideraba parte de un gran plan que nunca hubiese existido? Mi deber era regresar a Aviñón a dar cuenta de lo sucedido y poner en manos de los demás médicos el remedio contra la peste. Pero, ¿y Etienne? ¿Dónde estaba aquel benedictino que durante todo aquel tiempo se había convertido en mi sombra? Sirviente al principio, confidente después, sorprendente erudito religioso, conocedor de secretos místicos. Nada habíamos vuelto a saber de él. No me parecía posible que alguien que había mostrado tantos recursos hubiera huido como un conejo asustado ante el ataque de un zorro. Ahmed le había incluido en el grupo de Rudé. Si eso fuera cierto, tendría que añadir a sus muchas habilidades la de gran actor, porque realmente llegué a creer que, cuando pronunciaba el nombre del tesorero de Aviñón, se estremecía de pánico. No obstante, ahora no estaba allí y era necesario actuar con prudencia. Lo mejor que podíamos hacer era tomar caminos distintos y utilizar el remedio cuanto antes. Yo iría a ver a Tayllerand. Estaba decidido.
La mañana que nos separamos fue muy emotiva. El joven judío balbuceante en Aviñón había madurado y aprendido muchas cosas.
—Seguiré el curso del río y luego me desviaré hacia el norte.
—Ten mucho cuidado, Moisés, recuerda lo que llevas en las bolsas. Utilízalo bien, como hubiera hecho tu maestro.
—Y como haréis vos —me interrumpió—. Guardaos, señor Doménico. Espero y ruego a Yavé que tengáis razón en cuanto a Tayllerand.
—Yo también, Moisés, yo también.
Nos despedimos y partimos cada uno en una dirección. No sé lo que fue de él. Nunca he sabido si llegó a aplicar el remedio, pero me temo que no fue así. Espero que siga en Lérida ejerciendo la medicina. Pobre Moisés. Nada tenía que ver con esta historia y, por devoción a su maestro, se vio en Aviñón. Pasó de niño a hombre en medio de las burlas y escarnios de los que eran sus compañeros de profesión. He recordado muchas veces la primera vez que lo vi. Tembloroso como una hoja, haciendo frente a un auditorio que se mofaba, explicando todo lo que Jaume d’Agramunt le había dictado en su lecho de muerte, y cómo se rehizo y bajó del estrado con la cabeza bien alta, sabiendo que se había mostrado digno de su maestro.
Me había quedado solo, al igual que mis dos compañeros. Almería, Lérida y la sede papal eran nuestros destinos.
El tiempo apremiaba. Tenía que llegar cuanto antes a Aviñón. Pero debía tener mucho cuidado, pues Rudé había escapado y dudaba que nos dejara marchar tan fácilmente. La idea de Ahmed de separarnos parecía lo más acertado; además, resultaba absurdo emprender un camino para tener que desandarlo después. Se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era tratar de evitar en lo posible el recorrido de ida, y llegar a Francia por otro camino. Recordé que Roncesvalles, el lugar por el que pasan los peregrinos camino de la tumba del apóstol Santiago, no estaba lejos de donde me encontraba. Por aquellos lugares siempre había gente y, en caso de problemas, no sería difícil camuflarme. Así pues, una vez entré en Navarra, me dirigí hacia el norte para alcanzar los valles pirenaicos.
Durante días hice mi recorrido sin el menor incidente, hasta que un amanecer, al despertar, me encontré un hombre frente a mí. Era joven y fuerte y parecía jovial. Nos miramos unos instantes. Cuando hice ademán de levantarme, me lo impidió apoyando su espada en mi pecho.
En ese momento me di cuenta de que íbamos a tener un problema que no me había planteado cuando despedí a mis compañeros. Sólo conocía algunas palabras del castellano.
Me dijo algo que no entendí. Traté de explicarle que no le comprendía, pero lo único que conseguí fue enfurecerle. Con la espada me señaló la cintura; mi bolsa.
—¿Qué queréis?, ¿el dinero? —le dije cogiendo el saquito con monedas.
El hombre me lo arrebató ansioso y miró en su interior. Levantó la cabeza sonriendo, la cantidad le había puesto de buen humor.
No parecía un salteador habitual, pues en tal caso lo más seguro es que me hubiera matado para desvalijarme. A éste, sin embargo, le temblaba la espada.
Tras guardar la bolsa, volvió a decirme algo. Tampoco le entendí. Se puso otra vez nervioso. Aflojó la cuerda que ceñía su tabardo y mediante gritos ininteligibles y amenazas con su arma terminó por explicarse. Quería mi ropa. No estaba en condiciones de negársela, así que comencé a desnudarme. La situación era ridícula. Ambos con la ropa en el suelo, mirándonos. Me apartó un poco y cogió mis ropajes. A continuación, me indicó que yo hiciera lo mismo con los suyos. Por lo visto, habíamos hecho un cambio.
Tras vestirnos, montó en mi caballo. Debía hacer algo para impedirlo, el saco con las hierbas estaba en la montura, no así el odre que se encontraba apoyado en un árbol y al que mi asaltante no había hecho el menor caso.
Antes de que se marchara me acerqué a él. Lo único que se me ocurrió en aquel momento fue sollozar y suplicar escandalosamente. El ladrón se sorprendió. No entendía nada de lo que decía. Yo no hacía más que gritarle incoherencias y le señalaba la boca para indicarle que moriría de hambre. Trataba de explorar la remota posibilidad de que se tratase de un ladrón por necesidad, de un campesino hundido en la miseria que supiera lo que era la falta de alimentos.
El hombre terminó por tantear las bolsas en busca de algo para darme. Al abrir el saco de hierbas se quedó perplejo. Al cabo de un momento, lo cogió y me lo dio. Lo miré y lo lancé detrás de mí mientras seguía gimiendo. Ante el desprecio, lo único que hizo fue darme una patada y partir al galope.
Se alejó enseguida. Miré hacia atrás. Allí estaba el saco. Lo lancé despectivamente pensando que si mostraba un interés especial por él, el salteador podría haber atisbado su verdadero valor.
Ahora el problema era que me había quedado sin medio de transporte y sin dinero para conseguir otro. Lo único que podía hacer era continuar mi camino a pie.
Tres días después llegué a las lindes de un inmenso bosque. Su frondosidad parecía impenetrable. El camino que conducía hacia las montañas era un inmenso túnel verde. Las ramas se entrecruzaban entre sí haciendo imposible saber su pertenencia a los árboles de la derecha o la izquierda. Los rayos de sol trataban de encontrar resquicios entre las hojas para alcanzar el suelo. Los troncos eran enormes columnas que me hacían recordar la historia de la puerta del templo de Jerusalén.
No sé cuánto anduve entre aquella exuberante vegetación. Me iba a detener a descansar cuando, tras un recodo del camino, oí voces. Dejé la senda y me escondí en el bosque. Avancé hasta donde pude observar lo que sucedía. Mi sorpresa fue enorme. Un grupo de soldados navarros había detenido a mi asaltante. Me iba a adelantar para tratar de explicarles lo sucedido, pero algo me hizo dudar. Quizá los avatares vividos me habían vuelto desconfiado. Esperé para ver si comprendía por qué le habían detenido.
El bandido estaba asustado. Los soldados le gritaban. Uno de ellos lo tiró del caballo mientras los demás cogían las bolsas que llevaba en la montura. El que parecía el jefe comenzó a hablarle. Desde donde estaba apenas podía oírle, pero no entendía lo que decía; aunque comencé a comprender. Uno de los hombres acercó al jefe el salvoconducto de Aviñón. Lo cogió, lo leyó y, a continuación, lo agitó violentamente frente a la cara de mi agresor. Éste no hacía más que gritar y negar con la cabeza. Otro de los hombres hizo notar a su superior que en la silla de la montura estaba el escudo papal. Una lluvia de golpes cayó sobre el desgraciado. Él continuaba negando. Fue entonces cuando pude entender palabras como «hierbas», «Peciña». Aquel individuo conocía la historia. No habían detenido a aquel pobre campesino por ladrón, me estaban buscando a mí y me habían confundido con él. ¡Pobre hombre!, creía haber encontrado su fortuna y lo que había hallado era su perdición.
Era necesario reaccionar. Rudé no había actuado de manera solitaria. Había más gente implicada. No podría llegar a Aviñón, donde seguramente nada bueno me esperaba. Comencé a alejarme despacio. Mientras creyeran que aquel individuo era yo, podría moverme con cierta libertad. No disponía de demasiado tiempo, ya que Rudé o, por qué no, Etienne me conocían. ¿Qué podía hacer? Ahora era evidente que nada me esperaba ya en Francia, y debía seguir el consejo de Ahmed y dirigirme a Florencia. El camino más corto era ir hacia la costa y alcanzar alguno de los puertos de la Confederación aragonesa. En Barcelona o Valencia tendría más posibilidades de encontrar algún barco que me llevara a Génova o Roma.
Sigiloso, entre árboles y arbustos, cambié de rumbo hacia el sur. Pude oír cómo los caballos se alejaban. La cercanía o lejanía de Rudé iban a ser básicas para que los soldados reiniciaran mi búsqueda. Debía darme prisa y extremar las precauciones.