Donde se cuenta lo que sucedió cuando llegamos a Pecina y encontramos la planta que debía curar la enfermedad.
El recorrido por tierras de Navarra y Castilla no ofreció más sorpresas que las causadas entre las personas con las que nos cruzábamos por la presencia de Ahmed y Moisés.
Todo parecía normal y nuestra misión estaba a punto de cumplirse en su primera parte: recoger la hierba y comprobar, en la medida de lo posible, su efectividad. La segunda parte, volver a Aviñón, se antojaba más sencilla. O eso creíamos.
Llegamos a Peciña al caer el sol. Era una pequeña aldea, como las que habíamos visto durante nuestro recorrido. Nada indicaba que allí pudiese suceder algo especial. Aurelio nos condujo hasta una choza al lado del pequeño templo del lugar. Descabalgó y entró.
Al cabo de un momento salió acompañado de un sacerdote. Era un anciano, pero parecía fuerte. Sus ojos se clavaron en nosotros.
—No os extrañéis por la presencia del judío y el moro —le advirtió Aurelio—. Son médicos, como ese cristiano —me señaló—, y un gran personaje de la Iglesia les ha enviado para buscar la hierba. Son de confianza —aseguró.
El religioso permaneció callado durante unos instantes.
—Descabalgad y pasad —dijo por fin.
El habitáculo no era muy grande, aunque sí lo suficiente para que pudiéramos acomodarnos sin demasiadas apreturas. Nos sirvió unas escudillas de sopa que tenía puesta en un caldero sobre el fuego de la chimenea y partió en varios trozos un pan que distribuyó sobre la mesa. Se sentó sin decir palabra y nos observó mientras comíamos. Al cabo de un momento volvió a levantarse para traernos un odre de vino.
—Pregúntale si esperaba otros visitantes —pedí a Ahmed para que le tradujera.
—Os entiendo perfectamente —dijo el cura—. No hacen falta intérpretes… Y en respuesta a vuestra pregunta os diré que sí. Creía que una noticia como la que ha llevado Aurelio movilizaría a toda la cristiandad, y veo que la única respuesta recibida son cuatro hombres.
—Hermano —intervino Etienne—, hemos sido enviados por el Papa. Estos tres hombres son ilustres médicos que deben comprobar la veracidad de lo que Aurelio nos ha contado. La prudencia del Santo Padre y de la Iglesia ha llevado a convertir este viaje en secreto para no crear falsas ilusiones.
La explicación del benedictino pareció tranquilizar al religioso.
—Padre Zenón —dije—, allí en Aviñón realizamos una prueba con la hierba que trajo Aurelio. Se la dimos a un muchacho aquejado de peste y sanó.
—¿Y qué más necesitáis? —preguntó el cura.
—La peste es una enfermedad terrible que está azotando a toda Europa. Si la planta es realmente efectiva acabaremos con la plaga, pero si lo del muchacho fue una casualidad, no podemos dar una falsa esperanza que luego se vea desmentida y acreciente el dolor y la desesperación de la gente.
—Esa planta lo cura todo, no sólo la peste —replicó el sacerdote—. Desde que apareció ésa, cuando alguien enferma, la toma y el mal desaparece. ¿Acaso no me creéis?
—No es que no le creamos —respondió Ahmed, pero no pudo continuar.
Un campesino apareció en la puerta con el rostro desencajado.
—¡Padre Zenón, venid enseguida!
—¿Qué sucede?
—Andrés y su mujer estaban en el campo trabajando. Sus hijos estaban junto a ellos; el más pequeño ha encontrado algo y se lo ha metido en la boca. Lo han traído medio moribundo.
—Busca a José sin perder un instante.
El campesino abandonó el lugar rápidamente. Zenón cogió su capa y nos indicó que le siguiéramos. Nos dirigimos a un extremo de la aldea. Allí se había congregado mucha gente que se sorprendieron al vernos.
—Son médicos —anunció el cura sin detenerse y entrando en la choza.
Dentro, sobre un camastro, había un niño de unos cuatro años. Al lado, su padre y su madre, y en una esquina, sus dos hermanos, asustados ante lo que pasaba.
—Estábamos trabajando y el chico se ha metido esto en la boca. —Abrió la mano y mostró los restos de un hongo.
—Ojos de diablo. Hongo ponzoñoso —dijo Zenón.
—¿Cuánto hace que ha sucedido? —preguntó Ahmed.
El padre miró al sacerdote y éste asintió.
—Al caer la tarde —respondió.
Ahmed nos llevó aparte a Moisés y a mí.
—Dos horas por lo menos. Demasiado tiempo. El veneno ya se habrá introducido en la sangre —explicó en voz baja.
—Hemos de procurar hacerlo devolver —intervino Moisés.
—No creo que sirva de nada —aduje—. Ese hongo tiene un veneno muy poderoso.
En ese momento entró en la choza José, el vaquero. Era un hombre alto y fornido. Nos miró durante unos instantes. Luego se ocupó del muchacho. Sin mediar palabra, se arrodilló junto al camastro y sacó de su morral unas hierbas como las que habíamos visto en Aviñón.
—Hiérvelas —le dijo a la madre.
A continuación, desprendió una pequeña cantimplora que llevaba al cinto, incorporó al muchacho y le dio de beber. Después lo volvió a acostar. El padre se afanaba en atizar el fuego, y la madre rezaba.
Todos permanecíamos en silencio. El vaquero continuó mirándonos hasta que la mujer le alcanzó un cuenco con el brebaje. De nuevo incorporó al niño y se lo hizo tomar. Cuando hubo apurado hasta la última gota, lo tapó y se levantó. La reacción del enfermo fue la misma que tuvo el apestado de Aviñón, tranquilidad y relajación.
—Sanará —sentenció.
Salió de la choza, y nosotros, tras él.
—José —dijo el cura—, éstos son hombres enviados por el Santo Padre para recoger la hierba.
—Bien —respondió—. Al amanecer les conduciré hasta ella. —Y sin decir nada más, desapareció en las sombras.
—Es un hombre brusco —nos explicó el sacerdote mientras volvíamos a su casa—. No estaba de acuerdo en contar lo de la planta. Me costó mucho convencerle de que no era justo ni cristiano poder aliviar el dolor y no hacerlo.
—¿Por qué se negaba? —preguntó Etienne.
—Porque hay muy poca cantidad y teme que no arraigue en otro lugar, pues jamás la ha visto fuera de aquí… Teme que os la llevéis toda y desaparezca la curación para su pueblo.
Aurelio había marchado con los suyos y nosotros pasamos la noche en la casa del sacerdote. Antes de que despuntara el alba, Zenón nos despertó.
—Está a punto de amanecer y José no tardará en llegar.
Efectivamente, no tardó mucho en aparecer.
—Estos señores son médicos —dijo Zenón.
—El niño ha sanado —le interrumpió el vaquero—. Antes de venir aquí he ido a verle.
—¿Cómo es posible? —preguntó Moisés—. Ese veneno es mortal.
—La hierba lo cura todo menos la vejez y la muerte. Cuando un hombre ha cumplido su labor en la tierra, Dios puede decidir llevárselo en cualquier momento.
De nuevo otra curación casi milagrosa. Comenzaba a creer realmente que estábamos ante el remedio definitivo. La solución que iba a erradicar la enfermedad y el dolor del mundo.
Salimos del pueblo a pie. A lo lejos se divisaba una pequeña construcción que, a medida que nos acercábamos, pude identificar como una iglesia de tamaño reducido. Estaba sola sobre una elevación desde la cual se podía divisar una gran extensión de terreno. A lo lejos, el Ebro, y, más allá, una gran cordillera. No había árboles, sólo la construcción. Pero algo extraño se respiraba en aquel lugar. El silencio era tremendo, como el de San Juan de la Peña o la tierra de los cátaros. La ermita no parecía hecha por mano humana, sino surgida de las entrañas de la tierra. Otra vez acudió a mí la misma sensación que tuve en el cenobio aragonés.
Al llegar, la rodeamos. La puerta daba al inmenso valle. Estaba abierta. Desde ella se vislumbraba el interior. Nos disponíamos a iniciar el camino de descenso entre lo que parecían tumbas excavadas en la piedra cuando Moisés hizo que nos detuviéramos. Cerraba el grupo, y al pasar por la entrada de la ermita quiso echar una mirada en la oscuridad que asomaba tras el viejo portalón de madera.
—¡Esperad un momento!
—¿Qué sucede? —pregunté.
—¡Venid aquí! —exclamó sin moverse de la puerta.
Nos acercamos hasta él. Temblaba como una hoja.
—¿Qué ocurre? —le volvió a preguntar Ahmed.
Se colocó en la puerta y señaló hacia el ábside. En un fresco se podía ver una planta arquitectónica.
—Es raro —dijo Etienne—, pero ¿por qué tiemblas?
—No es un dibujo cualquiera. Es la planta de la piscina iniciática de Jerusalén.
—¿Aquí? —pregunté extrañado.
El padre Zenón se mantenía en segundo plano. Etienne le buscó con la mirada. El sacerdote pareció entender y comenzó a hablar.
—El infante Ramiro de Navarra se unió con sus hombres a la cruzada de Godofredo de Bouillon. Los navarros estuvieron en el asedio de Jerusalén y se les encomendó el ataque a la puerta llamada de los leones. Tras el asalto, Dios reveló al infante que en el fondo de la piscina se encontraban los restos de la cruz en que murió Nuestro Señor Jesucristo y una talla de la Virgen hecha por el evangelista san Lucas. A su vuelta ordenó al abad de Cardeña que construyera un templo para albergar las reliquias, y eligió este lugar.
—¿Y dónde están las reliquias? —inquirió Etienne.
Pero Zenón ya había salido y no escuchó o no quiso escuchar la pregunta del benedictino.
De nuevo una reliquia. Sólo Etienne y yo sabíamos por qué nos habíamos desviado hacia San Juan de la Peña. ¿Sería casualidad?
Salimos del templo. José estaba fuera, esperándonos para reanudar el camino. Descendimos en línea recta desde la puerta hasta la base de la pequeña colina.
—Ya hemos llegado —anunció el vaquero.
A sus pies, surgiendo de la roca, corría un minúsculo manantial y, un poco más allá, pudimos ver las hierbas curativas.
—Hasta aquí seguí a la vaca enferma. Aquí bebió y allí comió y después sanó.
Nos quedamos absortos durante unos instantes. Me volví hacia el manantial y me encontré con Moisés que lo miraba fijamente.
—¿Aún no te has recuperado de la visión del dibujo? —pregunté.
—Fijaos, Doménico.
—¿En qué? —dije mirando el manantial.
—No. El manantial, no. Levantad la cabeza.
Hice lo que me indicaba. Sobre la colina, en línea recta, estaba el templo.
—No entiendo —confesé.
—Parece como si el agua viniese justamente de allí.
—Vamos, Moisés. Puede ser casualidad. Puede venir de cualquier parte.
—¿Que a tan poca distancia del pueblo nadie hasta ahora haya descubierto el manantial? —me interrumpió—. Habéis oído la historia de la conquista de Jerusalén, pero no sabéis lo que para nosotros es la piscina.
—La Betzata —intervino Etienne uniéndose a nosotros—.
San Juan la nombra en su evangelio. En el capítulo 5. Allí Jesús realizó una de sus curaciones.
—Caín mató a Abel —comenzó Moisés—. Yavé lo apartó de la sociedad y Set, tercer hijo de Adán, se convirtió en el primogénito. Un día, Set fue hasta el Paraíso, de donde habían sido expulsados sus padres. El ángel que guardaba la entrada le dio tres semillas del Árbol de la Ciencia. Adán murió y Set depositó las semillas en la boca del difunto. Allí nació la zarza desde la que Yavé habló a Moisés. Éste le cortó una vara y con ella realizó los prodigios delante del faraón y en el Sinaí. Cuando el profeta ascendió al cielo, la vara fue guardada en el Arca de la Alianza. Allí permaneció hasta que David la plantó en el monte Sión, naciendo un gran árbol de tres troncos que Salomón utilizó para construir el templo de Jerusalén. Dos sirvieron para hacer a Iakín y Boaz, las dos columnas por las que se accedía al tabernáculo. El tercero se utilizó para labrar la puerta del templo, que se cerraba ante la llegada de impuros impidiéndoles el paso.
—¿Y la piscina? —preguntó Ahmed.
—La Betzata ya existía. Lo que sucedió fue que algunos levitas que no conseguían acceder al templo debido a los poderes de la puerta, consiguieron romperla y arrojaron sus restos a la piscina. A partir de ese momento, el agua se convirtió en milagrosa y enfermos que se bañaban en ella eran curados.
—«Hay en Jerusalén, junto a la puerta Probática —recitó Zenón—, una piscina llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos. En éstos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos, mancos, que esperaban el movimiento del agua, porque el ángel del Señor descendía de tiempo en tiempo a la piscina y agitaba el agua, y el primero que bajaba después de la agitación del agua quedaba sano de cualquier enfermedad que padeciese. Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús le vio acostado, y conociendo que llevaba ya mucho tiempo, le dijo: "¿Quieres ser curado?". Respondió el enfermo: "Señor, no tengo a nadie que al moverse el agua me meta en la piscina, y mientras yo voy, baja otro antes de mí". Díjole Jesús: "Levántate, toma la camilla y anda". Al instante quedó el hombre sano, y tomó su camilla y se fue». El padre Zenón acababa de citar el Evangelio de san Juan.
Todos permanecimos callados. Mi cabeza era un mar de dudas. ¿Agua milagrosa de la piscina de Jerusalén manando de una piedra en un rincón perdido del sur de Europa? Difícil de creer, ciertamente. ¿Leyendas de siglos atrás?, ¿designios divinos?, ¿simplemente agua? ¿Y la hierba? Habíamos recorrido todo aquel camino por ella.
—Tanto si es agua milagrosa como si no —dijo Ahmed, volviéndonos a poner los pies en tierra—, hemos venido aquí a llenar los odres y recoger hierbas, así que cuanto antes empecemos mejor.
Tras dejar el manantial a nuestras espaldas, descendimos unos metros hasta llegar al lugar en que se encontraban las plantas. Nada era anormal. Unas matas aquí y allá que pasarían desapercibidas para cualquiera que no supiera de qué se trataba.
—Éstas son —nos informó José, casi con resignación.
—Muchos buenos cristianos se salvarán gracias a ella —intentó calmarle el padre Zenón.
—Y malos también, padre —replicó el vaquero.
Durante un buen rato la examinamos. José nos dijo que no convenía arrancarla. Su vaca había comido únicamente de las ramas sin llegar a extirparla, y él hacía lo mismo cuando se la tenía que dar a alguien. Así procedimos. Cortábamos pequeñas ramas y las metíamos en nuestras bolsas. Etienne hacía lo mismo, y cuando tuvo su pequeño saco repleto, se acercó hasta mí.
—Es necesario que arranquemos al menos una entera y la conservaremos hasta llegar a Aviñón para intentar que arraigue y poder multiplicarla.
Se lo comuniqué a Ahmed y Moisés.
—Yo iba a hacerlo —dijo el musulmán—. He de tratar que uno de estos arbustos llegue a Al-Andalus. Como comprenderéis, no puedo fiarme de la buena voluntad de los cristianos de facilitarnos la cura.
—Haces bien —respondió Etienne.
Llamé al padre Zenón y le expuse lo que pretendíamos hacer. Se quedó en silencio durante unos instantes.
—Nadie la ha arrancado nunca —balbuceó.
José intuyó de qué se trataba y se acercó a nosotros.
—Si la sacáis de aquí no sobrevivirá.
—¿Cómo lo sabéis? —le pregunté.
—Lo sé y basta —contestó furioso.
—Nunca ha sido arrancada —intentó mediar el sacerdote—. Esa hierba es un don del Cielo a esta tierra y no a otra. Si tratáis de llevarla a otro sitio puede caer sobre nosotros la ira de Dios.
—Padre Zenón —le dije—, la ira de Nuestro Señor ya ha caído sobre nosotros. Vos nos habéis llamado para curar la peste. Ahora no podéis poner límite. Si conseguimos que arraigue en otra parte habremos terminado con las enfermedades y el sufrimiento.
El sacerdote se retiró a un lado y comenzó a rezar.
Me agaché delante de una pequeña mata y clavé mi cuchillo en torno a ella para trazar un círculo de tierra. Mientras realizaba mi labor comenzaron a bailar en mi cabeza la piscina de Jerusalén, la cruz, el agua. Miraba a la capilla sin cesar. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si al arrancar la planta caíamos fulminados por un rayo? Visiones apocalípticas me embargaron. Monstruos surgiendo de las entrañas de la tierra. Zenón no dejaba de salmodiar. Moisés estaba espantado, como esperando el final de los tiempos. José no decía nada, pero estaba convencido de que algo fatal sucedería. Los únicos que parecían estar tranquilos eran Ahmed y Etienne.
Sudaba a raudales y me temblaba el pulso. Por mi mente pasó la idea de dejarlo. Podía más el miedo a lo desconocido que mi formación científica.
Una mano detuvo la mía.
—Déjalo —me instó Ahmed—. Yo continuaré.
Intenté protestar.
—Alá ama las plantas y el agua. Por eso nos ha mantenido tanto tiempo en el desierto, para que valoremos todas estas pequeñas cosas. Además, estará encantado de que una nueva especie arraigue en sus jardines de Al-Andalus.
Mientras hablaba trabajaba en torno al arbusto.
—Mi padre tenía un hermoso jardín y yo le ayudaba a cuidarlo. No parece que tenga raíces muy profundas. —Dejó de excavar—. Creo que ya es suficiente.
Estaba a punto de extraerla. No dudó un instante. La cogió por su base y, al momento, la tenía suspendida en el aire. No sucedió nada.
Nos quedamos mirando. En aquel momento me avergoncé de lo que había hecho. Tuve miedo de un vegetal. La superstición había sido un muro para mí. Yo presumía de ser un hombre de ciencia y no había podido superar el oscurantismo que tanto detestaba.
—Toma, métela en tu bolsa y procura que la tierra cubra la raíz —me dijo Ahmed—. Ahora voy a coger la de Al-Andalus.
José no estaba con nosotros. Al ver que Ahmed extraía la hierba, comenzó a andar hacia la iglesia. Al llegar a lo alto de la colina, junto al templo, miró hacia el pueblo. Se giró rápidamente e inició el descenso a grandes zancadas mientras nos gritaba. Todos miramos hacia allí. Le vimos correr. No tardó en aparecer un hombre a caballo que le perseguía. Al ponerse a su altura le descargó un descomunal golpe con una maza y el vaquero cayó al suelo. El jinete se detuvo. Nos observó durante unos segundos, los suficientes para que más caballos aparecieran sobre la colina.
Oí a Etienne murmurar algo entre dientes, pero estaba más pendiente de los recién llegados. Comenzaron a descender. En cabeza iba un religioso benedictino. Los demás eran soldados.
—¡Coged a los cuatro! —ordenó el monje situándose frente a nosotros.
Me di cuenta en ese momento de que algo no marchaba bien. ¿Cuatro? Éramos cinco. Di media vuelta y comprendí. Etienne había desaparecido.
No tuve tiempo de preguntarme dónde podía estar. Los soldados nos rodearon.
—¡Coged los sacos! —bramó el monje—. Parece que nos habéis ahorrado parte del trabajo.
El padre Zenón se adelantó para protestar, pero al ver el rostro del benedictino se detuvo.
—¿Dónde vais hermano? —le preguntó—. ¿Acaso tenéis algo que decir? —Se volvió a dirigir a los soldados—. ¡Arrancad las plantas que podáis llevar y el resto quemadlas!
—¡No sabéis lo que vais a hacer! —le grité.
—Sé perfectamente lo que voy a hacer, señor Doménico Tornaquinci —me respondió.
Recordé haberle visto en Aviñón, en las reuniones de médicos. Nunca había faltado: ¡Simón Rudé! El hombre sobre el cual Etienne no había dejado de prevenirme.
—¡Llenad los odres y después cegad el manantial! —continuó gritando.
—¡No, el manantial no! —exclamó Zenón, y corrió detrás de los jinetes que iban a obedecer la orden. Se agarró a los estribos de uno de los caballos—. ¡Deteneos! ¡El agua la ha enviado Dios! —gritó desesperadamente.
El animal se encabritó. Se alzó sobre sus patas traseras y descargó todo su peso sobre el anciano sacerdote. La sangre manchó el pequeño caudal.
—Estúpido —murmuró Rudé—. ¡Apartadlo de ahí y haced lo que os he dicho!
Después de tomar el agua que podían transportar, los hombres cogieron piedras y tierra y no tardaron mucho en eliminar todo vestigio de la fuente. Mientras tanto, otros prendieron fuego a las matas que no habían conseguido arrancar.
Las llamas comenzaron lentamente a ascender. Rudé las tenía a su espalda. Se me presentó como una imagen del averno. Un ser fantasmal surgido de lo más profundo del infierno.
—Bien, señores. Nuestra labor ha terminado, y la vuestra, también —nos dijo clavándonos su mirada.
Alguien gritó y el tesorero nos olvidó por un instante. Sobre la colina estaban los aldeanos empuñando sus aperos de labranza. Al ver en el suelo al padre Zenón y a José, se lanzaron pendiente abajo en medio de un atroz alarido. Los soldados trataron de defenderse, pero fue inútil. Caballos y jinetes caían al suelo e inmediatamente eran rodeados por los campesinos, que descargaban furiosamente sobre ellos las hoces y azadas.
Ahmed y yo tiramos de Moisés, que se había quedado helado al ver todo aquello. Conseguimos llegar tras unas piedras y nos ocultamos.
Desde nuestro refugio vimos cómo Simón Rudé, rodeado por tres de sus hombres, consiguió abrirse paso entre la multitud y huir a uña de caballo.
El combate fue breve. Al terminar, el campo estaba sembrado de cadáveres de soldados y de campesinos. Algunos de los que yacían en el suelo no estaban muertos. Los labriegos buscaban a los supervivientes y, si no eran de los suyos, los remataban sin piedad.
Quise intervenir, pero Ahmed me detuvo.
—No lo intentes. No piensan que están matando hombres. Están acabando con lo que les mantiene en la miseria y es fuente de sus desgracias. Les han matado a su sacerdote y la única posibilidad de curar sus males. Si intercedes, tu vida puede correr un gran riesgo.
Un campesino se nos acercó. Era el padre del muchacho que el día anterior se había envenenado.
—Sois médicos, ¡sanad a los nuestros!
Al llegar la noche estábamos de nuevo en la aldea. Los habitantes del lugar nos llevaron hasta el centro del lugar y nos rodearon. Muchos portaban antorchas. La luz tremulante les hacía parecer seres espectrales. Nadie hablaba, sólo nos miraban.
—¿Qué creéis que pretenden? —nos preguntó Moisés asustado.
—En un momento lo sabremos —respondió Ahmed.
El grupo se apartó para dar paso a un hombre que conducía tres caballos por las riendas. Era Aurelio.
—Caballos de los soldados. En las monturas está lo que querían llevarse, agua y plantas. También están vuestras pertenencias. El padre Zenón quería que todos se beneficiaran de nuestra hierba. Que el dolor desapareciera del mundo, y para lo único que ha servido ha sido para matarle. Ahí la tenéis. Pero cuando partáis, olvidad que existe este lugar, ni siquiera lo mencionéis, olvidadnos a nosotros, nuestros nombres, que nos conocisteis, el camino hasta aquí y, por supuesto, no volváis jamás.
Subimos a los caballos y nos dirigimos hacia la oscuridad de la noche. Cuando llegamos al extremo del pueblo me detuve para mirar. Permanecían inmóviles, como estatuas, vigilando que ninguno decidiera volverse atrás. Nuestra presencia había transformado sus vidas de manera brutal y esperaban que, al marchar, todo volviera a ser como antes. Sin duda, la mayoría pensaba que si no hubiésemos aparecido nada de aquello habría sucedido. Sólo la devoción y el respeto hacia Zenón impidió que fuéramos linchados aquella noche.
—Vamos, Doménico.
La voz de Ahmed me devolvió a la realidad. Sacudí levemente las riendas y me uní a mis compañeros.