Donde se narra nuestra llegada a un extraño monasterio y lo que en él sucedió.
Tras atravesar los Pirineos, entramos en el reino de Aragón por el lugar que llaman la Jacetania.
Era media tarde y teníamos que cabalgar deprisa, pues el tiempo se nos echaba encima y la noche no invitaba a pasarla a la intemperie.
Avanzábamos por un valle bordeando el río Aragón entre dos hileras de montañas; a nuestra derecha, los Pirineos, y a nuestra izquierda, la sierra de San Juan de la Peña.
Dejamos atrás la villa de Jaca. Estábamos convencidos de que pasaríamos allí la noche, pero Etienne se negó diciendo que debíamos avanzar y que ya encontraríamos refugio más adelante.
El fraile benedictino se había situado en cabeza, usurpando el puesto a Aurelio y tirando del grupo sin hacer caso de nuestras quejas.
Al llegar al lugar donde el Aragón se encuentra con una pequeña corriente que viene del norte y que recibe el nombre de Estarrún, Etienne se detuvo. Miró hacia el sur y, sin mediar palabra, dirigió su montura en aquella dirección. Aurelio protestó diciéndole que aquél no era el camino correcto, que lo único que íbamos a encontrar allí era una pared de piedra infranqueable, pero el monje no hizo caso y continuó, y nosotros con él.
Inmediatamente surgió ante nosotros un monasterio. Razón segura por la cual nos habíamos dirigido hacia allí, sin duda con el objeto de pasar la noche. Sin embargo, cuando creíamos que llegaba el momento de descabalgar, Etienne dejó de lado el edificio y se encaminó hacia una senda que aparecía casi oculta a la vista y que, inequívocamente, comenzaba a subir hacia aquellas moles de piedra ocultas por una exuberante vegetación.
—¿Por qué no nos detenemos aquí, Etienne? —le pregunté poniéndome a su altura.
—Monasterio de las Serós —dijo sin detenerse—. Monjas benitas. Muy celosas de su intimidad.
No hubiera sido la primera vez que un convento de monjas velase nuestro sueño. No entendía por qué aquél no podía hacerlo.
La senda por la que cabalgábamos se estrechaba cada vez más, de tal manera que tuvimos que poner pie en tierra y avanzar en fila. El camino, si así se le podía llamar, se hacía más y más difícil. Las copas de los árboles eran tan frondosas que apenas dejaban ver el cielo y, cuando lo hacían, mostraban grupos de buitres enormes que volaban en círculos cerca de las rocas. Si conseguíamos mirar hacia abajo, podíamos ver cómo el suelo se alejaba y el convento de las Serós se transformaba en un punto minúsculo.
De repente nos dimos cuenta de que el benedictino había desaparecido. Le llamamos a grandes voces, pero no contestaba. Seguramente Etienne había caído por un terraplén. Yo iba en cabeza, las ramas me daban en el rostro y cada vez se hacía más duro avanzar. Parecía que la senda se había terminado y no había ni rastro del benedictino.
Aurelio no dejaba de decir que aquello era una locura, que no siguiéramos adelante, que íbamos a correr la misma suerte que el fraile. Creí entender algo sobre genios de los bosques, pero no hice ningún caso. Ahmed y Moisés me seguían, o quería convencerme de que así era. Solté mi caballo para poder apartar la rama y continué gritando. Ya me iba a dar por vencido cuando los árboles desaparecieron de pronto. Los obstáculos quedaron atrás y pude contemplar un espectáculo que aún hoy me parece increíble. En un saliente, bajo la gran roca que coronaba la montaña, se había construido un monasterio.
El maestro de obras había utilizado la naturaleza y, a su abrigo, había edificado un cenobio que parecía querer surgir de la piedra como en un monstruoso parto.
La impresión al verlo era de sorpresa, pero en nada hacía presagiar lo que albergaba en su interior. Desde fuera, su estructura parecía simple. Un sólido edificio, donde presumiblemente se encontraban las estancias de los monjes, unía el suelo con la peña, que le servía de techumbre. Adosado a él, un claustro elevado visible desde el exterior. Dos monjes nos miraban desde allí.
Avanzamos hacia la puerta. En ese momento reparé en que Etienne ya había llegado a ella. Me sentí aliviado, pero me di cuenta de que un monje le lavaba las manos en un recipiente que otro portaba y, a continuación, le besaba en la boca. Ninguno de mis compañeros se dio cuenta, y si lo hicieron, dudo que supieran que se trataba de una bienvenida reservada a personajes especiales.
Nos acercamos hasta la entrada. Allí Etienne nos informó de que nos encontrábamos en el monasterio de San Juan de la Peña y nos presentó al abad del monasterio, también benedictino como él.
Un monje nos mostró la estancia en la que pasaríamos la noche. Estaba en la parte inferior, como las demás habitaciones comunales en las que se acomodaban los pocos frailes que formaban la comunidad.
Tenía dos iglesias, una baja y otra alta, y a través de ésta se accedía al claustro. El abad lo mostraba cómo la joya de la construcción y, sin duda, lo era. Lo que más me llamó la atención fueron los hermosos capiteles de las columnas. Me acerqué a ellos. Allí se narraban episodios del Antiguo y del Nuevo Testamento y otros que me fue imposible descifrar. Sin embargo, había una característica común, los ojos. Todas las figuras tenían grandes ojos, sus miradas parecían traspasar la escena para ver más allá, como buscando algo que unos ojos corrientes no alcanzaban a ver.
Aquel lugar era extraño, no era como los monasterios que conocía. Su ubicación, las decenas de tumbas en las que había reyes, nobles, obispos y otros personajes; las llaves grabadas en las paredes, y la peña sobre nuestras cabezas como si fuera a precipitarse en cualquier momento, haciendo desaparecer cualquier vestigio de vida y recordando el remoto origen del hombre. «Polvo eres y en polvo te convertirás», vino a mi mente, recordando que a la tierra todos hemos de regresar.
Tras comer un poco, nos retiramos a descansar. No sé cuánto tiempo pasó, pero noté que Etienne, que se encontraba a mi lado, se levantaba. Fingí dormir. El monje salió sin hacer ruido. Primero pensé que se trataba de algún impulso corporal, pero el monje se comportaba de forma algo extraña. Me levanté y me vestí. Recorrí la parte inferior del monasterio amparándome en las sombras, tratando de encontrar a Etienne. Después me dirigí a la parte superior y aparecí en el claustro. Allí no había nadie. Pensé que volver y acostarme sería lo mejor, pero en ese momento oí pasos que se acercaban. Busqué dónde refugiarme y lo hice en el estanque que recibía el agua por las fisuras de la peña y que se encontraba bajo ella en el lateral del claustro. El agua sólo me llegaba por los tobillos, pero estaba helada. Si aquello duraba mucho podía quedarme entumecido.
Por la pequeña puerta aparecieron dos figuras que por las voces pude identificar como Etienne y el abad.
—Lleva aquí casi trescientos años —hablaba Etienne—. Nadie trata de llevárselo. Y menos con la situación que se vive en este momento. Esto es un remanso de paz en medio de la plaga y las guerras.
—¿Por qué os han enviado aquí? —preguntó el abad.
—Vos custodiáis algo que personas erradas en su fe o con malas intenciones podrían utilizar para sus fines y tratar de dividir la cristiandad. Y teniendo en cuenta los avatares por los que pasa el catolicismo, desde Aviñón se ve con recelo que pudiese partir desde aquí un nuevo movimiento. ¿Cómo lo llamaría?
—¿Herético?
—Vos lo habéis dicho, abad. No yo.
—Nuestra fidelidad a la Iglesia y al Papa están garantizadas.
—Abad, nadie duda de vos ni de vuestros monjes. Sin embargo, a menudo las desviaciones nacen de un exceso de fidelidad y celo, que el maligno suele utilizar.
En aquel momento, yo no sabía de qué hablaban. Parecía que Etienne amenazaba al abad. ¿Cómo era posible que un simple fraile se atreviese a hablar así a un superior?
—Este monasterio —continuó Etienne—, desde su oscuro origen, está bajo la protección de san Juan. «El más grande de los nacidos de mujer», así llamaba Nuestro Señor Jesucristo al Bautista.
—O «el discípulo bien amado», si se trata del apóstol —le interrumpió el abad, señalando un capitel en que se representaba la Santa Cena.
—Hasta su llegada aquí, la reliquia ha estado siempre en lugares en los que san Pedro era el titular, o lo que es lo mismo, el primer Papa y la piedra sobre la cual se edificó la Iglesia de Roma. ¿Me explico, abad?
—Eso creo.
—Sois benedictino como yo y sabéis lo que significa la jerarquía y la obediencia. Pero hace tiempo que algo nos desconcierta.
—¿Qué es?
—Sabemos que en los lugares en que se rinde culto a san Juan se tiende a sustituir a Nuestro Señor Jesucristo, incluso usurpándole el título de «Agnus Dei». Vos mismo me habéis señalado ese capitel. San Juan ocupa el lugar central junto a la reliquia. ¿Queréis que siga interpretando?
—No es necesario —dijo el abad.
—Podéis continuar rezando en este lugar que tanto os acerca a Dios, pero no olvidéis nunca que pertenecéis a la Iglesia de Roma y que un exceso de espiritualidad y soledad lleva a pensar en salvaciones individuales, olvidando el papel de la institución y las jerarquías, llevando al desorden y a la rebelión. Y la Iglesia ya ha sufrido demasiados golpes en los últimos tiempos. Aquello que custodiáis es tan importante, y a la vez peligroso, que si no os mantenéis despierto alguien podría comenzar a pensar en una nueva iglesia que podríamos llamar —hizo una pausa buscando la palabra justa— juanista. Creo que el término es correcto. Pero sois un abad benedictino, de la orden de Cluny, el brazo más poderoso de la Iglesia. Confiamos en vos y en vuestros frailes para seguir manteniendo el secreto, y así lo haré llegar a Aviñón.
—Así lo podéis comunicar, no tengáis cuidado —respondió el abad.
¿Era aquel lugar algún foco de herejía? Estaba totalmente desconcertado por la conversación y por Etienne.
—¿Podría verla? —preguntó el fraile.
—Por supuesto —respondió el abad.
Los dos se dirigieron al interior de la iglesia. Por fin pude salir del agua. Tenía las piernas heladas y apenas podía moverlas, pero hice un esfuerzo para llegar hasta la puerta del templo y me oculté en la oscuridad.
El abad estaba frente al altar. Abrió el sagrario y extrajo una caja que, desde la distancia, parecía de marfil. Etienne estaba a su lado observando con atención. Cuando la abrieron, ambos se arrodillaron. El fraile se incorporó e introdujo las manos en la caja. Lentamente extrajo su contenido. Era una especie de cuenco, un recipiente oscuro cuyo material no pude identificar. Lo elevó sobre su cabeza y pronunció unas palabras casi imperceptibles que no pude entender. Después lo depositó sobre la piedra y volvió a arrodillarse. Un sudor frío comenzó a recorrerme todo el cuerpo. Habían hablado de una reliquia, de la Santa Cena, y ahora veía un cuenco al que ambos veneraban. Aún hoy en día me da miedo pensar si lo que vieron mis ojos aquella noche era el recipiente donde Cristo bendijo el vino delante de sus discípulos: el Cáliz de la Última Cena. Siempre había sido muy escéptico ante las reliquias, y lo sigo siendo. El tiempo borra la memoria de los hombres y los objetos pueden ser cambiados y destruidos, y no habría sido la primera vez, ni sería la última, que viese falsificaciones. Pero allí, en el silencio de aquellos lugares, en el ambiente místico que impregnaba todo el monasterio, no podía pensar fríamente y me dejé llevar por la imaginación. Abandoné el lugar para volver a mi aposento deslizándome junto a las paredes.
Al poco tiempo regresó Etienne y notó que no dormía.
—¿No dormís, señor Doménico? —preguntó en voz baja—. Mañana tenemos que seguir ruta.
—No puedo conciliar el sueño —respondí.
—¿Hace mucho que estáis despierto? —preguntó el benedictino, nervioso. Era obvio que trataba de averiguar si había visto su partida.
—No. Hace poco —le tranquilicé—. Pero he visto que tu camastro estaba vacío. ¿Te ha sucedido algo?
—Las comidas que hacen al sur de los Pirineos tienen fama de ser muy fuertes, y me parece que mi estómago ha sido víctima de ellas.
—No te preocupes. Si tres médicos no pueden acabar con un mal de tripas es que nada pueden hacer. Acuéstate y descansa, y si mañana persiste el malestar te daremos algo. Aunque, en estos casos, lo mejor es que el cuerpo actúe de manera natural.
Etienne se metió en la cama. Le había tranquilizado, o al menos eso pensé. Aquel monje era sorprendente y no me extrañaría que sospechara algo. Nunca me dijo nada ni yo le pregunté sobre lo sucedido.
El recuerdo de esa noche perdurará en mi memoria por siempre. ¿Era realmente el Santo Cáliz que utilizó Jesús en Jerusalén? Ahora, pasados tantos años y a las puertas de la muerte, sé que lo importante no es lo que hayas visto, sino lo que crees que has visto. Hasta hoy he mantenido en silencio el episodio, quizá por miedo a rememorarlo con toda su intensidad. Ha tenido que pasar todo este tiempo para que yo reconozca que en aquel recipiente yo creí ver realmente la reliquia más sagrada de la cristiandad.