Aviñón, 1349
—¿Podéis garantizar que tenéis la situación controlada?
Antoine de Tayllerand miró a Tomaso Pazzi. La pregunta del florentino había silenciado a los presentes en espera de la respuesta del cardenal.
—No debéis preocuparos.
—Os ha preguntado directamente, así que contestad sin rodeos —le interrumpió Erick van Doegsburg.
Tayllerand empezaba a plantearse si aquella secreta reunión de burgueses había sido buena idea.
—Señores, por favor —trató de mostrarse cordial—. Ya os he dicho que mi mejor hombre, el tesorero Simón Rudé, ha partido tras ellos para hacerse con la hierba en cuanto la encuentren y, de esa manera, tener total y absoluto control sobre ella.
—¿Ese hombre es de confianza? —preguntó el flamenco.
Antoine de Tayllerand no dudó un instante.
—Por supuesto.
—Sin embargo —intervino Otto Stolzing, venido desde Lübeck—, no entiendo por qué, por un lado, extremáis el secreto sobre ese remedio, para después hacernos partícipes a nosotros.
—Me consta que todos hemos perdido familiares y amigos y queremos que esto finalice. La peste ha venido a perturbar nuestros cuerpos y nuestras almas. Pero también las actividades y negocios, ¿no es así? —continuó Tayllerand.
Los burgueses escuchaban para saber adónde quería llegar el religioso.
—No obstante, todos sabemos que actualmente no os va tan mal y, salvo la amenaza de la plaga, económicamente estáis prosperando. ¿Acaso me engaño? No es que diga que no deseáis que esto termine, no me malinterpretéis. —Tayllerand tejía su tela—. Pero sí es cierto que os habéis amoldado muy bien a la situación y el asunto, visto así, no es tan terrible.
—Cardenal Tayllerand —interrumpió Pazzi—, como bien decís, hemos sufrido la enfermedad igual que el resto de los mortales. Morimos, rezamos y tenemos miedo igual que todos. Algunos han abandonado familia, ciudad y negocios, pero otros hemos aceptado el reto, lo mismo que otras veces. ¿Qué veis de especial en eso?
—Mi buen florentino —contestó risueño el cardenal—, al igual que vuestros compañeros venidos de otros lugares, sabéis perfectamente de qué hablo. Vuestra pugna con la nobleza por el poder va a ser larga, aunque ya comienza a inclinarse a vuestro favor y vuestra ciudad es un claro ejemplo de ello. —Hizo una pausa para ver la reacción de los burgueses—. Vosotros sois hombres de negocios acostumbrados a sacar partido de todo, por muy negativo que parezca.
—¡Mi hermano ha muerto en la epidemia! —clamó Stolzing— ¿Qué creéis que tiene eso de positivo?
—Una dolorosa pérdida, rezaré por él. Pero no estamos hablando de situaciones particulares, sino generales. Señores, vuestra fuerza está en las ciudades, que, sin duda, son los lugares que más sufren este azote.
Van Doegsburg, el comerciante de Brujas, intervino.
—Vos mismo decís que sufrimos más que nadie en la epidemia…
—Sí. Pero gracias a ello se ha aliviado el número de almas que en los últimos tiempos se habían dirigido hacia ellas, convirtiéndolas en sumideros de miseria y delincuencia. La peste os ha limpiado esos barrios que tanto detestabais y que no dejaban de ser una amenaza para la gente de bien.
—Habláis claro, eminencia —dijo Pazzi.
—Pero con dolor, hermano, con dolor —respondió rápidamente Tayllerand.
—También mata a gente de bien, como vos decís —intervino Doegsburg.
—A vuestros trabajadores, queréis decir. Eso no os supone ningún problema. Si la ciudad ha sufrido pérdida de población, también la ha ganado. Campesinos huidos que buscan trabajo al precio que sea. Vosotros tenéis vacantes que queréis ocupar, y ellos, ocuparlas. ¿Cuál es el problema? Podéis disponer de nuevos trabajadores durante jornadas interminables con un sueldo escaso; sabéis que no se quejarán. Más trabajo y menos sueldo, ganancia asegurada. Ya tenéis el poder económico. Sería absurdo no pensar que vuestro siguiente objetivo será el poder político.
—¿Y dónde quedáis vos? —preguntó Pazzi—. Nos estáis ofreciendo la posibilidad de controlar la epidemia y hacerla desaparecer cuando queramos si la situación nos resulta ventajosa. Tenéis la hierba y el poder que ella genera. Tendríais el mundo a vuestros pies. ¿Por qué nos la ofrecéis tan —hizo una pausa para encontrar la palabra adecuada—… generosamente?
Van Doegsburg contestó por el cardenal.
—La Iglesia ha encontrado su papel. Ha justificado a la nobleza y ha sido y es su fiel aliada. Del intento de luchar contra el Imperio o, lo que es lo mismo, de asumir el poder temporal, no ha salido muy bien parada. Y ahora que todo cambia, busca una nueva alianza con alguien que sustituya al antiguo poder.
El cardenal miró a sus tres interlocutores.
—La misión de la Iglesia es promover la salvación de las almas, tarea sagrada que nos obliga a buscar la supervivencia al precio que sea, no lo olvidéis. Y en el orden y la tranquilidad, esa labor es más fructífera. Por tanto, la otra misión primordial es que en ese orden, el mensaje de Cristo llegue a todos, germine, si no inmediatamente, sí lo antes posible. En cuanto a los cambios, sabéis que éstos tardan siglos en llegar y, para entonces, nosotros ya habremos rendido cuentas con el Altísimo.
—Y otro Tayllerand discutirá sobre lo que ha de venir —dijo Stolzing.
Pazzi estaba intranquilo.
—¿Cómo podemos saber que no habéis hablado con la nobleza en los mismos términos?
—Cuánta desconfianza. Os doy mi palabra de cardenal de la Iglesia. Sin embargo, recordad que todos conformáis el rebaño y que el buen pastor nunca abandona a una sola de sus ovejas y que ha de sacrificarse por ella, si fuera necesario.
Los burgueses se miraron entre sí.
—¿Y si la supervivencia del pastor y del rebaño dependiese de hacer desaparecer unas cuantas ovejas? —preguntó el florentino.
—Señores —dijo el cardenal abriendo una botella de vino y escanciándolo en unas copas—, dejémonos de acertijos y bebamos por el fin de la epidemia y porque todos prosperemos cuando esto termine.