Donde se explica la llegada al país de los cátaros y lo que Etienne nos contó sobre ellos.
Durante nuestro paso por el sur de Francia atravesamos el que llamaban país de los cátaros. Un movimiento herético que tuvo cien años atrás mucha importancia en aquella zona y que sólo tras una dura cruzada fue extirpado definitivamente.
Aún se podían ver algunas de sus fortalezas, la mayoría en lugares inaccesibles, destruidas por el paso de la guerra y el tiempo. La imaginación corría, ¡cúan duros debieron de ser los combates!
Recorrimos aquellas tierras sobrecogidos. Era como si todo se hubiese detenido en un instante. El espeluznante silencio, sólo roto por el viento, que ululaba por montañas y desfiladeros, llenaba aquel lugar otrora pleno de sonidos de guerra, sermones de sacerdotes y rezos de herejes.
Parecía imposible aquella paz donde la sangre había corrido como manantial y, sin embargo, todo estaba imperturbable. Simón de Monfort, el jefe cruzado, mató y mutiló a poblaciones enteras como escarmiento, pero cuanto mayor era la saña, mayor la resistencia. Arnauld Almeric, representante del Papa, había ordenado aniquilar a los habitantes de Béziers, fueran cátaros o católicos, aduciendo que Dios distinguiría a los suyos. Si no se conociera la historia se diría que aquello no pudo existir. Triste sino el del género humano, cuyos hechos, si no quedan reflejados, desaparecen con el aire. Pensé en los que dieron su vida anónimamente por algo que creyeron de vital importancia, hoy olvidado por el resto de mortales.
Sin embargo, algo allí permanecía, algo que inducía al respeto silencioso. Incluso Aurelio, dado a canturrear de vez en cuando, se mantuvo callado y con la atención muy despierta. Como buen montañés, conocía la naturaleza y sus señales, y algo había allí que le inquietaba.
De nuevo Etienne ejerció de guía, explicando en qué consistió la doctrina del catarismo y cuál fue su fin.
El catarismo, nos explicó el fraile, fue un movimiento cristiano que se confesaba católico y romano, pero decían no depender de la Iglesia, a la que detestaban y a la que se referían utilizando términos tales como la «cortesana», la «gran Babilonia» o la «basílica del diablo». Era una mezcla de creencias cristianas, judías y de antiguos ritos de culto a la naturaleza de claro corte pagano que desembocó en una desviación de la ortodoxia católica. Sin embargo, tuvo gran cantidad de adeptos y se extendió por muchos lugares. Incluso Etienne llegó a decirnos que, a pesar de haber finalizado la cruzada, se sospechaba que la herejía podía continuar funcionando en secreto y la Iglesia se mantenía alerta en espera de un posible resurgimiento del catarismo.
El benedictino conocía a fondo los movimientos heréticos que se habían producido en los últimos cien años. Ya nos dimos cuenta de ello hablando de los flagelantes, pero de los cátaros llegó a darnos detalles impensables para un «pobre fraile», como él se hacía llamar.
Nos explicó que el cátaro hablaba de dos principios fundamentales: el bien y el mal. Para ellos hay unas almas celestes aprisionadas por la materia creada por Satán. Los creyentes han de pasar por diversas reencarnaciones hasta alcanzar el grado de «perfecto». En estos elegidos, el espíritu, por fin, se ha adueñado del alma. Entre ellos se elegían a los obispos y diáconos. Los no creyentes estaban condenados a reencarnarse eternamente.
Las observaciones que debían mantener los «perfectos» eran muy estrictas. No tenían posesiones, guardaban celibato y no probaban carnes ni alimentos fabricados con leche. No podían jurar, ni luchar, e iban vestidos de negro.
Pero donde más chocaban con la doctrina de Roma era en la persona de Cristo, al que consideraban un espíritu superior, un fantasma que no murió en la cruz. Negaban la Encarnación y la Resurrección.
¿Era justificable una cruzada sangrienta por aquello? ¿De qué servían entonces los teólogos o los concilios si no se discutía, sino que se imponía? ¿Servían para algo las creencias o las ideas impuestas?
Etienne continuó hablando de sus ritos. El «Consolamentum», en el que un «perfecto» imponía las manos y los creyentes se arrodillaban adorando en él al Espíritu. El «Apparelhamentum», una confesión de pecados multitudinaria. Las reuniones en las que se leía el Nuevo Testamento, las homilías, el rezo, la bendición del pan…
—Etienne —le interrumpí.
—¿Sí?
—Si no supiera de qué hablas, diría que estás explicando el rito romano.
—Señor Doménico. En apariencia, sí; en el fondo, no. Jesucristo no fue un fantasma. Es el hijo de Dios encarnado en María, la Virgen, por obra del Espíritu Santo, que murió en la cruz y resucitó al tercer día. Ése es el mensaje fundamental del cristianismo.
—¿Lo crees tanto como para iniciar una cruzada?
—La Iglesia ha de evitar desviaciones, y si éstas van unidas a asuntos terrenales, la necesidad es acuciante.
—¿Asuntos terrenales?
—Ya os he dicho que los «perfectos» no tenían posesiones, o lo que es lo mismo, la Iglesia cátara, para que entendáis el término, no tenía ni quería posesiones. Esto alegró sobremanera a muchos nobles, que quisieron ver así engrandecidos sus territorios abrazando la nueva doctrina. No hace falta que os recuerde las tierras que la Iglesia católica posee.
—Y el poder que ejerce gracias a ellas.
—Vuestra perspicacia no ha disminuido. Sin embargo, no perdáis de vista que se trataba de un movimiento herético, una desviación de la verdadera fe, algo que poco tenía que ver con la institución de Pedro y Pablo.
Ahmed se puso a nuestra altura.
—Perdonad que os lo diga, pero los cristianos padecéis de algo que no sé si llamarlo enfermedad o virtud.
—¿Qué es? —pregunté al musulmán.
—La audacia, Doménico. La misma que os ha conducido hasta Jerusalén a luchar durante siglos y la misma que os hace afirmar sin ninguna duda que la vuestra es la fe verdadera… ¿Y si no lo fuera…? ¿Y si hubiera otras tan válidas como la vuestra?
—Cuestión de fe —respondió Etienne.
—Y de orden —añadió Ahmed—. Todos sabemos que los hechos los cuenta el que sobrevive y el que tiene oportunidades para hacerlo, y eso sólo lo hacen los vencedores. ¿Qué dirían vuestros cátaros sobre la fe? ¿Y si hubieran vencido ellos?
—Dios no lo quiso así.
Ahmed miró al benedictino escépticamente. Traté de mediar para que la conversación no se enconara.
—Ahmed —se volvió hacia mí como si yo hubiera aparecido de repente—, Etienne nos ha contado cosas sobre las herejías. Conocéis el cristianismo, ¿por qué no nos habláis del Islam?
—Sí —aseveró Etienne—. Veamos si la Iglesia es tan terrible como todos la hacéis parecer.
Ahmed recogió la pregunta.
—Somos gente del Libro, como judíos y cristianos. Levantó la mano y extendió los dedos. ¿Veis la mano abierta? Este símbolo lo encontraréis en muchas puertas de nuestros castillos, mezquitas y casas. El Islam, uno solo y los cinco preceptos que todo buen musulmán debe cumplir. Nada de disquisiciones teológicas como las vuestras. Únicamente hay una cuestión de fe: Alá es el único dios y Mahoma es su profeta. Si estás convencido, has de cumplir con los otros cuatro dedos de la mano: rezar cinco veces al día en dirección a La Meca, nuestra ciudad santa, a la que hay que peregrinar al menos una vez en la vida; ayunar de sol a sol durante el mes que llamamos Ramadán, y dar limosna a los hermanos necesitados.
—Pero no son los únicos preceptos que debéis cumplir —dijo Etienne en un tono que me dejó intranquilo.
—Os he nombrado los que el profeta expresó como básicos. Hay muchos más. Tenemos prohibido consumir cerdo y…
—Me refiero —interrumpió el fraile— a la muerte en guerra santa. ¿O no es cierto que el que muera en combate por Alá contra los infieles alcanzará inmediatamente el paraíso?
—En todas las religiones hay gente que utiliza el fanatismo para sus fines, y si vuestra Iglesia es humana, el Islam no lo es menos. Sin embargo, igual que el cristianismo enseña a poner la otra mejilla, Mahoma nos dice el gran respeto que hemos de tener por judíos y cristianos, hermanos en otra fe.
—Amén, señor Ahmed —dijo Etienne, dando por terminada la conversación.
Atravesamos valles y ascendimos montañas. En los pueblos se nos recibía en silencio. Hoscos y temerosos, los moradores habían transmitido de generación en generación lo que se podía esperar de los extranjeros. Pasábamos de largo sin mencionar palabra, pero recuerdo perfectamente cómo vi o, mi imaginación, desatada por las historias de Etienne y aquel ambiente, creyó ver, a alguien vestido de negro entrando precipitadamente en una casa. Y puedo jurar que más de una noche el viento trajo hasta mis oídos rumor de rezos multitudinarios. ¿Una Iglesia perdida? ¿«Consolamentum» cátaro? ¿Los fantasmas de la historia? Seguramente el viento y los ruidos nocturnos tamizados por mi mente.