Donde se cuentan algunos hechos que nos sucedieron camino de Castilla y la conversación sobre religión que mantuvimos.
Salimos de Aviñón a la mañana siguiente. Además de Aurelio y nosotros tres, también venía Etienne. Era muy temprano, aún no había amanecido. Había que aprovechar toda la jornada. El camino que nos esperaba era largo y por cada minuto que nos retrasásemos la epidemia aumentaría más y más. Nimes, Narbona, Carcasona, el cenobio aragonés de San Juan, Leyre…
No dejaba de resultarme curioso que nunca hubiera salido de Toscana y ahora, en medio de una plaga como aquella, iba a recorrer media Europa en compañía de un árabe, un judío, un campesino que no se fiaba de ellos y un benedictino que me desconcertaba y del cual empezaba a dudar. No sobre su fidelidad, sino a quién se la tenía.
Nos dirigíamos hacia el sur para atravesar los Pirineos por alguno de sus pasos y luego bajar hacia el río Ebro. Bordeándolo hacia su nacimiento llegaríamos a nuestro destino. Francia, Aragón, Navarra y Castilla iban a ser testigos de nuestro paso y avatares.
—Etienne —llamé.
El fraile azuzó su montura y se puso al lado de la mía.
—¿Señor?
—¿Te has ofrecido a venir con nosotros?
—Señor, me pusieron a vuestro servicio y me han dicho que os acompañe. Ya sabéis que a musulmanes y judíos no les concedieron el privilegio de tener frailes que les ayuden y guíen, así que era el único que podía recibir el encargo.
Callé un momento y continué.
—Tuvimos un encuentro con el cardenal Antoine de Tayllerand.
—El camarero pontificio, el hombre más importante después del Papa.
—Sabía todo lo que sucedió la noche que trajiste a Aurelio.
—Ya os dije que en Aviñón las paredes tienen ojos y oídos.
—Lo que no sé es si los ojos y oídos de Aviñón han venido con nosotros.
El benedictino me miró.
—Señor, ¿estáis diciendo que yo informé al cardenal?
—No lo sé, Etienne. Eres el único que pudo hacerlo.
—Os recuerdo que yo introduje en secreto a Aurelio para que hablara con vos. Si fuera un confidente del cardenal me hubiera sido más fácil dirigirme a él y vos no estaríais en esta situación.
Indudablemente tenía sentido.
—La reunión con el cardenal me ha vuelto muy desconfiado. Perdona si te he ofendido.
—Aviñón induce a la sospecha constante.
Cabalgamos otro rato en silencio.
—¿Qué me dices de ese otro individuo que nombraste en la capilla?
—¿Simón Rudé?
—Sí.
—El tesorero de Aviñón. Un abad benedictino surgido de Dios sabe dónde.
—Para ser de tu misma orden, no hablas muy bien de él —dije divertido.
Etienne se mantuvo serio.
—Nadie que os hable de Rudé os podrá decir nada bueno o, por lo menos, nada claro. En cada cosa extraña que sucede en la corte papal está el tesorero detrás.
—¿Cosas extrañas?
—El otro día, en la capilla, ya os dije demasiado. Vos sois inteligente. Olvidad el asunto, señor Doménico. Cuanto menos sepáis, más saludable os mantendréis. Desde que llegué a Aviñón, ésa ha sido mi máxima y la pienso seguir manteniendo. Soy un pobre fraile fiel a mis superiores que reza y trabaja. «Ora et labora», como dijo san Benito; eso es más que suficiente para mí.
Día tras día avanzamos hacia el sur. Caminantes sin rumbo, mendigos, desocupados en busca de algo en que trabajar para conseguir un poco de dinero, aldeas abandonadas, campos yermos, castillos destruidos, cadáveres en las lindes. Pero no lo habíamos visto todo. Estábamos muy equivocados al pensar que nada podía haber peor. El destino aún nos reservaba más sorpresas, y ninguna de ellas agradable.
La noche nos sorprendía muy a menudo en medio del campo y teníamos que dormir a la intemperie. En una ocasión, cuando el sol desaparecía en el horizonte, alcanzamos a ver a lo lejos un conjunto de casas, algo más que una aldea pero menos que un pueblo. A medida que nos acercábamos, los gritos aumentaban y, cuanto más anochecía, más se distinguían las llamas vacilantes de las antorchas entre las viviendas.
—Mejor será que no os acerquéis —dije a Ahmed y a Moisés.
Aurelio se quedó con ellos y Etienne y yo nos acercamos para ver qué sucedía. Entramos por un lateral y nos encontramos frente a un espectáculo terrorífico. Había una enorme pira en medio de la plaza. La muchedumbre aullaba como una manada de bestias furiosas y hambrientas. Un sacerdote gritaba sin cesar incitando a las gentes. Nadie había reparado en nosotros. Dos hombres entraron en un cobertizo y sacaron a una mujer totalmente magullada que sangraba abundantemente. Algunas de las heridas tenían muy mal aspecto. El hierro y el látigo habían sido utilizados con saña. La gente la insultaba y escupía y, como un muñeco de trapo, era llevada en volandas camino de la pira. El sacerdote continuaba gritando.
—¡La bruja nos ha traído la peste! Maléfica non patieris vivere!
Etienne lo tradujo.
—«No dejarás con vida a la hechicera». Éxodo, 22. Van a quemar a una bruja.
—¿Esa pobre mujer? —dije horrorizado—. Hemos de impedirlo.
—Señor, eso es una masa de gente fanatizada. —Etienne trataba de mostrarse prudente—. Lo mejor que podemos hacer es marcharnos antes de que nos vean y evitarnos así problemas.
Sin embargo, yo ya había emprendido el camino de la pira. Al verme aparecer, todos callaron. El benedictino no tuvo más remedio que seguirme. Nos abrimos paso y llegamos hasta el sacerdote. Por un momento pensé que Etienne tenía razón y que el cura se pondría a gritar que éramos enviados del diablo y veníamos para liberarla o algo así, momento en que todos se abalanzarían sobre nosotros. No obstante, permaneció callado hasta que le alcanzamos. No sé si fue la sorpresa o la presencia del hábito de Etienne, pero conseguimos tomar la iniciativa por un instante.
—¿Quiénes sois?
—Un fraile y un médico —respondí—. ¿Qué os disponéis a hacer con esa mujer?
—¿Esa? ¡Quemarla por hechicera!
Todos gritaron enardecidos y al unísono en salvaje respuesta.
—¡Estábamos libres de la peste hasta que ella llegó arrastrándose por los caminos, después de haber entregado su cuerpo a unos y otros! ¡Ha habido sabbat y ha copulado con el diablo! ¡Ha emponzoñado el aire después de un aquelarre infernal en el que sacrificaron a criaturas recién nacidas!
La atmósfera era apocalíptica. Tratar de poner un poco de luz en aquellas cabezas parecía un trabajo de Hércules.
—¿Y cómo lo sabéis? —pregunté cuando la multitud pareció aplacarse.
—¡Lo ha confesado!
—¿Confesado? Con los golpes que le habéis propinado y la tortura a la que la habéis sometido, hubiera confesado cualquier cosa. Soy médico, y en la propagación de la peste no hay nada de brujería.
—¿Un médico? ¡Sólo Dios juzga y sólo Dios sana! ¡Vosotros sois los que le ofendéis tratando de suplantar su poder!
Me había excedido en mi comentario. La situación empeoraba por segundos.
—Hermano —dijo Etienne con una tranquilidad que a mí me produjo todo lo contrario—, ¿no dudaréis de un monje benedictino?
—Muchos hermanos —y al pronunciar la palabra lo hizo con desprecio— se han corrompido y han abandonado al Señor, abrazando los placeres terrenos y los cultos demoníacos.
Parecía que no había nada que hacer.
Etienne hizo un gesto de fastidio, desmontó del caballo y se dirigió al sacerdote. Al pasar a su lado, y sin detenerse, le ordenó que le siguiera. El gesto fue tan imperioso que hasta yo lo hubiera obedecido. Durante unos minutos estuvieron hablando. No oía nada, pero vi cómo el cura no perdía detalle. De pronto, hizo ademán de arrodillarse y Etienne se lo impidió. No tardaron mucho en volver. El benedictino en cabeza y el sacerdote un paso detrás. Éste, al llegar, se encaramó sobre los troncos.
—Entregadles a la mujer —ordenó.
No sé quién estaba más sorprendido, los aldeanos o yo.
—¡Entregadles a la mujer, he dicho!
Los que la tenían presa la soltaron y cayó al suelo como un saco. Etienne se acercó con ella a mi caballo y la subimos a la grupa trabajosamente. Después desaparecimos entre las sombras. Mientras regresábamos para encontrarnos con los demás, no me resistí a preguntarle:
—¿Qué le has dicho?
—Nada importante.
—He visto que ha intentado arrodillarse.
—Señor, ¿sois así de curioso normalmente?
—Soy un científico.
—A veces la curiosidad no es sana y se convierte en un vicio… Estos curas de aldea controlan totalmente a sus feligreses y tienen una característica común: su fanatismo es proporcional a su poca formación. Apenas saben leer y el poder les deslumbra. Le he mostrado los documentos con el sello de Aviñón y le he dicho que era un obispo en viaje de incógnito y que si no obedecía y soltaba a la mujer, ordenaría al ejército papal arrasar el pueblo y a él le trataríamos como a la mujer hasta que admitiera ser un brujo. Si soportaba el castigo, demostraría ser un hombre revestido de santidad que optaba por la palma del martirio.
Yo estaba sorprendido. No daba crédito a lo que estaba oyendo.
—… Luego le he enseñado el anillo y ha quedado convencido.
—¿El anillo? ¿Qué anillo?
—El de obispo. Cuando os adelantasteis tan, perdonad que os lo diga, estúpidamente, vi un grillo en el suelo. Lo cogí y me lo guardé en el hábito. Únicamente tuve que ponérmelo en el dedo y, entre la oscuridad, los nervios y la rapidez con la que lo he mostrado, se lo ha creído… —De pronto se echó a reír—. ¿Os imagináis qué hubiera pasado si llego a dejar que lo besara o si le da al grillo por cantar?
—Etienne, no dejas de sorprenderme.
—Un hombre que merece la confianza del cardenal de Tayllerand ha de tener recursos.
Y, dicho esto, hincó los pies en el costado de su caballo. Aún le dolía la sospecha que tenía sobre él.
Cuando regresamos al lugar donde nos estaban esperando nuestros compañeros, tratamos de hacer algo por ella, pero el castigo al que la sometieron había sido inhumano. Estaba muy mal. Aurelio se enteró de la historia y se apartó, no quería tratos con una posible bruja.
A la mañana siguiente no se despertó; la pobre había muerto, Dios tenga piedad de su alma. Nunca supimos cómo se llamaba, pero expiró cristianamente y fue enterrada como un ser humano.
El viaje prosiguió por tierras de Francia.
Los recuerdos se amontonan en mi mente de manera que, a veces, me es imposible saber si un hecho fue antes que otro, o al contrario. Incluso hay momentos en que no sé si aquello lo viví de verdad o si estoy narrando las pesadillas que durante treinta años me han asaltado cada noche. Hay vivencias que cuando aparecen frente a mí son aún tan fuertes que he de cerrar los ojos para tratar de borrarlas.
Una mañana, mientras nos acercábamos al país de los cátaros, volvimos a oír grandes voces y alaridos.
—¿No será otra bruja? —dijo Etienne—. Ya solté al grillo.
Subimos una colina y vimos el espectáculo.
Un desfile de gente marchaba por el camino. Eran cientos de hombres y mujeres que chillaban, oraban o cantaban. La mayoría se infligía castigos corporales con látigos, palos o ramas de árbol.
—Flagelantes —dijo Etienne.
—¿Flagelantes? —se extrañó Ahmed—. Perdonad. No quiero pronunciarme sobre vuestras costumbres y creencias, pero cada vez estoy más sorprendido.
—¿A qué os referís? —le pregunté.
—Cualquier elemento nuevo que se introduce en la vida de los hombres les induce a crear comportamientos y actitudes antes impensables. Pero esto… ¿En serio creéis que Alá…, o Dios, se complace en estos espectáculos?
Etienne intervino.
—¿Es que acaso en vuestro mundo no suceden cosas similares?
—Los musulmanes somos religiosos y esta enfermedad ha centuplicado la asistencia a las mezquitas, pero el cristianismo tiene un contenido de sufrimiento que escapa a nuestra comprensión. Eso no quiere decir que no haya sectas fanáticas.
—¡Matáis y hacéis esclavos a los cristianos! —gritó Aurelio. No le hacía ninguna gracia tener que viajar en compañía de Ahmed y Moisés.
—Ni más ni menos lo que hacen los cristianos con nosotros, pero hay una pequeña diferencia. El Profeta nos enseña que hemos de respetar a judíos y cristianos como hermanos, cosa que vosotros ni siquiera os planteáis.
—Lo cual no obsta para que se cometan desmanes —interrumpí.
—No seré yo quien lo niegue. Cuando la guerra se desata, todo lo borra de golpe. Hemos convivido durante siete siglos, en algunos momentos en perfecta armonía, y en otros, con un desprecio por la vida humana totalmente inconcebible.
La procesión seguía pasando frente a nosotros y en verdad resultaba sorprendente cómo cientos de personas recorrían los caminos y lo abandonaban todo. Pasaban por los pueblos y ganaban adeptos, que se unían a ellos de inmediato.
Etienne comenzó a hablar sin dejar de mirarles.
—Esto no es algo nuevo surgido con la plaga. El siglo pasado, Rainieri de Perusa, un monje dominico lleno de ascetismo fanático, creó la secta. Él y sus seguidores odiaban su cuerpo y lo castigaban de forma continua para alcanzar la salvación. La Iglesia le condenó y le excomulgó. Se retiraron a los montes para seguir con sus prácticas e incorporaron creencias nada cristianas. Parecía extinguida, pero ha surgido con una gran fuerza y tiene muy preocupada a la Iglesia.
»Aparte de los que se martirizaban a golpes, estaban los que portaban cruces de enorme tamaño. Otros se arrastraban sobre sus rodillas desolladas. Algunos no paraban de gritar, improvisando apocalípticos sermones.
»Están por toda Europa —continuó Etienne— y se les han unido individuos que buscan su beneficio personal y aprovechan para saquear y violar. El Papa haría bien en decidirse cuanto antes y condenarles al infierno.
—¿No decías que eras un humilde monje dedicado a la oración?
Mi comentario pareció incomodar a Etienne.
—Niegan la confesión, la indulgencia, niegan la Iglesia. Ahí se refugian los destructores de templos. Son miles, y el peligro es que alguien podría llegar a utilizarlos en su provecho.
—¿Quién? ¿Gente como Rudé? —pregunté sabiendo que el asunto del tesorero era especialmente delicado para el fraile.
Etienne no contestó directamente a la pregunta.
—El Santo Padre debería excomulgarles.
Moisés permaneció callado todo el rato, mirando y escuchando lo que sucedía a su alrededor.
Cuando por la noche acampamos, el judío nos sorprendió a todos.
—¿No creéis que esos flagelantes que hemos visto hoy son algo más que un grupo de penitentes fanatizados y desordenados?
—¿Qué queréis decir? —preguntó Ahmed con vivo interés.
—Creo que sus actitudes son el reflejo del rencor que la gente más humilde tiene hacia el clero. Etienne antes ha dicho que esto podía ser utilizado por alguien, pero también creo que entre tanta gente debe de haber motivaciones de todo tipo, y si la Iglesia los teme, no es por su posible manipulación; ella misma podría hacerlo, no sería la primera vez. Los teme porque se ha removido algo más profundo y espontáneo.
Ahmed fue el primero en romper el silencio.
—Has hablado poco durante el viaje, pero cuando te has decidido te has mostrado demoledor… No sé qué pensarán nuestros compañeros cristianos de lo que has dicho, pero, desde luego, les has dejado sin habla.
Yo esperaba la respuesta de Etienne, pero no se mostró exaltado ni despreciativo hacia Moisés.
—Es evidente que una parte del clero ha abandonado su misión y otros, que no lo han hecho, se aprovechan de ella. Sin embargo, vuestra juventud os hace ver más allá.
»La Iglesia es una institución humana y, como tal, comete errores y desmanes propios de los humanos. Por esta misma condición, tiene todas las virtudes de las personas. Y en estos momentos terribles, los religiosos y religiosas se han volcado en tratar de paliar el sufrimiento al que estamos siendo sometidos. Aun así, creo que en el asunto de los flagelantes exageráis. Ya os he dicho que en el movimiento, ya de por sí herético, intervienen gentes que nada tienen en común. Incluso he admitido el miedo que existe a su manipulación. Pero de eso a ver la posibilidad de un ataque a la Iglesia hay un abismo. Los tiempos de las revueltas mendicantes han pasado. Creo, Moisés, que os habéis dejado llevar por vuestro entusiasmo juvenil a la hora de dilucidar el origen de todo esto.
—Olvidad mi juventud —respondió con dureza el judío—. No creáis que por ella puedo estar más alejado de la verdad que vosotros. Es cierto que, si nos comparamos, se diría que conozco menos, pero quizás haya visto cosas que me han hecho madurar antes.
Permanecimos en silencio escuchando a Moisés.
—Yo, como toda mi gente, conocemos lo que es vivir en perpetuo estado de sospecha. Pertenezco al «pueblo maldito», el pueblo que asesinó al hijo de Dios. Ese estigma nos ha acompañado durante siglos y la Iglesia se ha encargado de recordarlo a todo el mundo.
»No sabéis lo que es vivir en barrios en los que se dice que habita el diablo. Tener que vestir ropas especiales para distinguirnos del resto de la población. Saber que cada vez que hay un acontecimiento negativo vamos a ser acusados. Ver las casas asaltadas, a tus familiares y amigos asesinados por el fanatismo desatado y ciego. No tenemos tiempo de ser jóvenes y pocos son los que llegan a ancianos. Y, creedme, sólo la espontaneidad no trata de terminar con un pueblo entero.
—Habláis, pues, por resentimiento —le dije.
—Puede ser, señor Doménico. La primera imagen que viene a mi mente sobre los cristianos es una nube de piedras lanzada contra mi madre mientras intentaba protegerme en su regazo.
Ahmed se mesaba la barba y escuchaba con interés.
—Creo que sois injusto —dijo aprovechando el silencio que se había producido—. Tu maestro fue un cristiano. ¿Cuántos cristianos y musulmanes os han protegido cuando las juderías han sido atacadas? Me consta que muchos.
—Es cierto. Lo que quiero decir es que conozco el poder y los abusos a los que somete, y el pueblo cristiano está, aunque se niegue a admitirlo, totalmente dominado. El sacerdote, desde el púlpito, estimula y justifica este mundo. Justifica el hambre y el trabajo de sol a sol, y justifica el beneficio de unos pocos. Muchos se dan cuenta y reaccionan, incluso con violencia.
Aurelio ya había dado muestras de no ser amigo de charlas y menos con Ahmed y Moisés, pero se atrevió a entrar en la conversación.
—Los judíos mataron a Nuestro Señor Jesucristo. Sois los primeros en no acercaros a los cristianos. Tenéis costumbres extrañas. Incluso habláis hebreo entre vosotros. Os dedicáis a robar con la usura y a recaudar impuestos para los señores. Los cristianos lo tienen prohibido. —Miró a Etienne buscando su aprobación—. ¿Cuántos de vosotros sois pobres?
—¡Las únicas actividades que nos dejáis realizar! Nos dedicamos a los oficios que nos han dejado los cristianos por considerarlos indignos. Trabajamos con nuestras manos y comerciamos. ¿Qué más podríamos hacer? ¿Acaso podemos tener tierras o ganado? Sabéis que lo tenemos prohibido… Habláis de la fe, ¿conocéis algo de la fe judía? Tenemos fe en el único Creador y en la Providencia. En su eternidad e incorporeidad. En la palabra de los profetas y, entre ellos, el más grande, Moisés. En la Torá que le fue revelada en el monte Sinaí. Fe en la inmutabilidad de las leyes divinas. Fe en el más allá, en la venida del Mesías y en la resurrección de los muertos cuando llegue el final de los tiempos. ¿Podéis negar algo de esto?, ¿hay algo que vosotros no compartáis? Y, sin embargo, todos nos odian y persiguen. Quizá sea porque no tenemos ejércitos conquistadores como los vuestros que impongan nuestra ley y nuestro orden, y eso, tristemente, vale hoy día más que las palabras.
Me mantuve en silencio, pero al oírles hablar me di cuenta, y hoy sigo creyendo lo mismo, de que la convivencia y la comprensión están muy lejos y de que las diferencias serían utilizadas como arma arrojadiza por parte de todos para conseguir imponerse.
—Bueno —dijo Ahmed—, dejemos esta conversación y durmamos. Mañana nos espera un día muy largo y el cansancio nos afecta a todos, seas cristiano, judío o musulmán.
Le hicimos caso, pero yo no pude conciliar el sueño durante un buen rato. ¿Era tan importante todo aquello de lo que habíamos hablado? ¿Era tan necesario marcar aquellas diferencias, aquellas distancias? Al fin y al cabo, todos nacemos, vivimos y morimos. Nadie queda exento de respirar, comer o enfermar por el hecho de practicar tal religión o pertenecer a tal lugar. Y la peste vino a demostrárnoslo.