Aviñón, 1349
Una de las cortinas de la estancia donde el cardenal de Tayllerand recibía a las visitas se movió levemente.
—Ya podéis salir, Simón. —Se han ido. El cardenal tenía las manos en posición de rezo y había apoyado la barbilla sobre ellas. Algo que hacía siempre que deseaba meditar. Su mirada estaba perdida. El tesorero avanzó hacia él.
—Y bien, Rudé, ¿qué os parece todo esto? —El benedictino permaneció en silencio durante unos segundos, como si buscase la respuesta más adecuada—. Esa hierba cura. ¿Lo habéis comprobado?
—El muchacho está perfectamente. La humanidad está salvada.
—Hablad sin rodeos —le urgió Tayllerand, sabiendo que ahí no terminaba la conversación.
—Con la aparición de esta medicina, la situación cambia. Si se utiliza inmediatamente, el proceso que se ha iniciado espontáneamente se detendrá de forma radical.
—¿Queréis decir que no se debe curar la enfermedad?
—Lo que quiero decir, eminencia, es lo que ya os dije. Todo se está transformando y hemos de encontrar nuestro sitio en el mundo que viene. Pero ahora tenemos ventaja. Conocemos la existencia de un remedio. El único remedio. —Esto último lo subrayó de manera especial—. El poder que nos puede proporcionar es inmenso. La Iglesia no tendrá que buscar su sitio, serán los demás los que tengan que postrarse ante ella. Dios Nuestro Señor nos ha dado como gracia conocer antes que nadie que la peste se puede curar, y hemos de aprovecharlo. Pero para imponernos hemos de dejar que el viejo mundo se debilite aún más. Nobles, reyes e, incluso esos arrogantes burgueses, terminarán a nuestros pies suplicando. El propio emperador tendrá que venir a Aviñón…
—¡Simón! ¡No hagáis profecías! Estáis hablando de dejar morir a mucha gente.
—No, eminencia. Hablo de imponer el poder de la Iglesia sobre toda la Tierra. La teocracia universal. —Rudé no perdía la calma—. Por otro lado… —Se detuvo como hacía tantas veces para crear más expectación.
—Continuad, Simón, sabéis que no me gustan las adivinanzas entre nosotros.
—Eminencia, habéis enviado a buscar el remedio a un cristiano, pero también a un árabe y a un judío.
—Son los que conocen su existencia.
—¿Habéis pensado que podemos estar ante la cruzada definitiva? No sólo la recuperación de Tierra Santa. La enfermedad y nuestros hombres, inmunes al mal, exterminarán a todo hereje que se enfrente a la verdad de Dios: musulmanes, judíos, bizantinos, mongoles. Esta plaga es la ira de Nuestro Señor contra sus enemigos.
—Simón, a veces me dais miedo.
El cardenal lo dijo con sinceridad. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que Simón Rudé era un pozo de mezquindad, pero también sabía que estaba dotado de una inteligencia superior a lo normal, y en aquel momento lo necesitaba para sus fines.
—Eminencia, soy un humilde servidor de la Iglesia.
—¿Pensáis que me he equivocado enviándoles?
—Eminencia, yo no soy nadie para reprocharos, pero imaginad que esto llegara a oídos de otros miembros del Sacro Colegio especialmente sensibles a cuestiones sobre hebreos y musulmanes.
Rudé le había amenazado, pero ciertamente su posición de camarero no le libraría en una campaña de difamación ante el Papa que, aunque protector de los judíos, era proclive a ceder a las presiones de los cardenales y, entre éstos, muchos habían intentado evitar la presencia de las otras dos religiones en la reunión.
Antoine de Tayllerand no se dio por aludido.
—¿Y qué sugerís que hagamos?
—Ante todo, que la hierba caiga en nuestras manos; después, evitar que el judío y el musulmán se hagan con ella. ¿Queréis más detalles?
—No, Rudé, no. No quiero saber cómo lo haréis. Tenéis todo mi apoyo. Pero que os quede bien clara una cosa: cualquier error, cualquier noticia sobre actos ilícitos, y yo no sabré nada…
—Por supuesto, eminencia.
—¿Qué pensáis hacer con el niño y su madre?
—Olvidáis a la religiosa, eminencia. Vos mismo habéis dicho que este asunto se debía mantener en secreto y estoy completamente seguro de que lo guardarán.
El tesorero hizo una reverencia y salió.
El soldado llevaba ya tres horas de guardia en la puerta de la parte vieja. Estaba a punto de ser relevado. Se apartó para que un carro saliera; un gran lienzo tapaba su carga. Volvió a apoyarse en la pared y se quedó mirando cómo se alejaba. De repente, le pareció ver cómo un pequeño pie quedaba colgando. No le dio mayor importancia, eran tantos los cadáveres que había visto últimamente…