Capítulo XV

Aviñón, 1349

Antoine de Tayllerand echó más leña al fuego.

—Según Chauliac, esto ahuyenta la peste y, si no lo hace, por lo menos combate el frío.

Oswaldo de Troyes, duque y señor de multitud de territorios y hombre de confianza del rey de Francia, le observaba en silencio. El cardenal se sentó a su lado para ver crepitar las llamas en la chimenea.

—¿Qué pensáis de esta reunión? —preguntó el noble.

—El Santo Padre tiene muchas esperanzas en ella…

—No os he preguntado por la opinión del Papa —interrumpió Oswaldo de forma brusca. Tenía muchos años; demasiados, según él. Conocía los entresijos del poder y el vocabulario de la diplomacia eclesiástica, y no estaba dispuesto a dejarse enredar en ella como un pescado en la red. Las campañas contra los ingleses y, en concreto, la batalla de Crécy, habían dejado en él sus cicatrices tanto externas como internas. Demasiado muerto para perder el tiempo en rodeos.

—Os he preguntado a vos —insistió de forma abrupta—. Y no intentéis darme una explicación en la que no toméis partido. Nos conocemos hace muchos años.

Tayllerand sabía que no podía engañarle, así que abordó el asunto directamente.

—No creo que resuelva nada.

El noble no apartó la vista de las llamas.

—Os agradezco vuestra sinceridad.

Se hizo el silencio en la estancia. Al cabo de un momento, Oswaldo volvió a tomar la palabra.

—Si no hallamos pronto la solución, o el Señor se digna perdonarnos, vamos hacia el fin.

—¿A qué os referís? —preguntó el cardenal.

—Vamos, Antoine. Sois parte del poder y sabéis lo que está sucediendo. La nobleza está perdiendo la hegemonía que durante siglos ha mantenido y, si esto sigue, no la va a poder recuperar.

—Oswaldo, la sangre es… —comenzó Tayllerand.

—¡La sangre no es nada sin la tierra! Nuestra fuerza como grupo está en lo que produzcan nuestros campesinos. Se están muriendo como insectos, nadie cultiva, y los que pueden hacerlo, huyen.

Antoine de Tayllerand tomó aire mientras recordaba su conversación con Simón Rudé.

—Pues haced que no huyan —replicó el cardenal.

—Parece que la vida tras estos muros os ha hecho olvidar. Las posesiones son grandes y la mayor parte de las mesnadas que las controlaban han muerto en la guerra o por la plaga. Otras han formado partidas de salteadores que les generan más beneficios. Los campesinos tienen las puertas abiertas para irse. Y si no es así, hay que pactar con ellos, pagarles más, reducirles los impuestos. ¡Dios! ¡Qué tiempos vivimos! ¡Tener que negociar con esa chusma!

—Y el rey ¿no hace nada?

—¿El rey? Bastante hace con permitirnos resucitar viejos privilegios para mantener atados a los campesinos. Pero debe dinero a esa escoria que habita en las ciudades y que poco a poco nos elimina. ¿Os dais cuenta? Dependemos de un montón de andrajosos vestidos de negro que se arrastran entre los surcos y de un grupo que trabaja en el intercambio de mercancías y no conoce el honor. Sangre, linaje, glorias, castillos…, todo eso no es nada sin las rentas que nos proporcionan.

—El mundo se mueve, Oswaldo, y debemos movernos con él —dijo el cardenal.

Oswaldo observó con detenimiento al cardenal. A veces, un cruce de miradas valía más que un intercambio de ideas. El noble entendió toda la carga que aquella respuesta llevaba.

—¿Os dais cuenta de lo que decís? ¿O acaso creéis que vais a poder escapar? Estáis demasiado cerca del poder. Vuestras jurisdicciones son tan grandes como las señoriales, o incluso más. ¿Pensáis que nos ha pasado desapercibido el aumento de vuestro territorio a costa de las donaciones? Pero todas esas tierras no son nada, como las nuestras. No sólo no tenéis campesinos, estáis cerrando conventos por la muerte de sus moradores, cientos de parroquias han quedado sin sacerdote y no podéis sustituirlos. Todo esto os alcanzará igual que a nosotros.

—Mi querido Oswaldo —dijo Antoine—, no seáis alarmista ni os preocupéis por la Iglesia; Dios proveerá.

—Antoine, algo tramáis, pero dejadme que os diga una cosa. Hay levantamientos de campesinos por toda Europa. Ser noble o eclesiástico ya no nos protege. Los muros que nos han separado durante siglos están cayendo. La riqueza ya no está en nuestras manos, tiene más poder un sucio comerciante de puerto que cualquiera de nosotros. Habéis optado por la supremacía terrenal olvidando vuestro deber espiritual, y llegará el momento en que deberéis pagar vuestro tributo.

—Si no os conociera diría que sois un hombre a sueldo del emperador.

—No, Antoine, no queráis llevarme a vuestro terreno. Sabéis que no soy un hombre del emperador. Soy un viejo soldado de mi rey que en sus últimos años está viendo cómo todo se desmorona a su alrededor; y sé que vos también lo veis. —Hizo una pausa—. Hemos ejercitado el gobierno durante años, y ¿con qué objetivo?

El cardenal se le quedó mirando.

Oswaldo prosiguió.

—Para lograr el bien común. El bien común —repitió en un tono irónico que no pasó desapercibido al cardenal—. El nuestro y el vuestro, por supuesto, pero de nadie más. Y ahora aparece esta plaga que nos hace pagar todo lo que hemos hecho, eliminando de un solo golpe todo lo que habíamos creado para perpetuarnos. Ya ni siquiera sois capaces de controlar a la gente desde vuestros púlpitos. La naturaleza nos castiga, Antoine. No sé si Dios está detrás, pero es necesario hallar el modo de frenar este desastre.

Antoine de Tayllerand nunca había oído al señor de Troyes hablar de aquella manera. Sin duda, algo estaba cambiando, ya que incluso aquel noble, de seguridad y dureza inaudita y legendaria, se desmoronaba. Los hombres miraban en su interior en busca de respuestas y se daban cuenta de que la vida se transformaba a un ritmo nunca visto. La historia había avanzado en los doce últimos meses más que en los últimos cincuenta años.

—Todos envejecemos, Oswaldo. No eres tú sólo. Pero por eso mismo deberías saber que siempre han ocurrido cosas y que el orden impuesto por Nuestro Señor, los que rezan, los que combaten y los que trabajan, se ha mantenido siempre y se mantendrá.

—¿Estás seguro que ese orden lo ha impuesto Nuestro Señor? —preguntó el noble.

—Todo lo que ocurre sobre la Tierra es la voluntad de Dios.

—Antoine, eso me parece muy bien. Lo malo es que mucha gente no lo cree. —Miró fijamente al religioso—. Y lo que es peor: nosotros tampoco. Pero es nuestro único consuelo.

El cardenal no respondió.

Cuando Oswaldo se retiró, Antoine de Tayllerand se sentó a su mesa. Había mentido cuando dijo que todo continuaría igual, y era evidente que Oswaldo no lo había creído. Se levantó y miró por la ventana; estaba anocheciendo. ¿Cómo sería todo dentro de algunos años? ¿Cuáles eran los cambios que se avecinaban y que, de manera tan distinta, le habían planteado Oswaldo de Troyes y Simón Rudé? Lo que sí tenía claro es que él debía de ser el eje sobre el cual girara todo. No era vanidad decir que Aviñón dependía de su actuación y que la cristiandad, en su aspecto más mundano, también. El Papa no era más que un hombre cegado por el fasto y el arte, que creía verdaderamente en la caridad y el perdón sin ocuparse de nada más. Simón Rudé tenía razón cuando decía que hay una Iglesia espiritual y otra que se ha de mantener en el mundo. Y en aquellos tiempos terribles le había tocado ser el guía. Debía permanecer atento para que la Iglesia ocupara su puesto en la sociedad que se avecinaba tras el desastre, por ello tenía que aliarse tanto con los nobles como con su tesorero. Dos posturas contrapuestas en cuya armonización, intuía, estaba el justo equilibrio. ¿Cómo lo llamó Oswaldo de Troyes?: el bien común. Dejémoslo en «el bien».