Donde se cuenta lo que acontecía en las reuniones y cómo conocí a Ahmed y Moisés.
Por fin llegó el día en que debían comenzar las reuniones. La Gran Audiencia era una sala enorme cuyo techo estaba sostenido por una columnata que dividía la estancia por la mitad. Todos nos encontrábamos allí después de haber asistido a una misa celebrada por el propio Papa. Una serie de bancos se habían dispuesto para los asistentes, lo mismo que un pulpito desde el cual podíamos tomar la palabra y una tribuna para los cardenales, obispos y nobles que desearan asistir a la reunión.
Musulmanes y judíos se sentaban aparte, en un lateral de la gran estancia. Lo mismo que el día anterior, los comentarios sobre ellos dominaron el ambiente previo a la discusión, y los que más abundaban no eran positivos precisamente.
Durante los días que duró todo aquello, las disertaciones e intercambios fueron para todos los gustos. A ideas positivas y con fundamento seguían absolutas tonterías dignas de curanderos ignorantes, y la sensación que se producía era siempre la misma: ninguno era capaz de discernir la causa de aquello y cómo atajarlo. Además, habíamos sido convocados por la Iglesia, y aunque buscábamos una respuesta científica, no dejaba de planear sobre nuestras cabezas la idea del castigo divino como origen de la peste. Muchos de los médicos compartían que todo era debido a los pecados de la humanidad y negaban la existencia de algún remedio. Únicamente rezos, misas, reliquias y peregrinaciones podían apaciguar la ira que venía del cielo. Algunos cardenales, obispos y sacerdotes sonreían con afectación al oírlo, ya que les convertía en los intermediarios para conseguir el perdón y, además, era un buen argumento para obligar a las ovejas descarriadas a volver al redil. Escuchar a aquellos médicos era una pérdida de tiempo, sobre todo para los otros dos grupos representados allí, a los que las historias de puniciones y plagas parecían no interesar en absoluto. Incluso los judíos, que comparten con nosotros el Libro Sagrado, obviaban en sus comentarios cualquier referencia a causas de ese tipo. Y ahora que menciono sus intervenciones, he de decir que me avergoncé en más de una ocasión de pertenecer a los cristianos. ¡No de mi religión! ¡Dios me libre! ¡Eso nunca! Sino de estar sentado junto a aquellos que por compartir raza y creencia se suponía que eran más allegados a mí. Resultaba inaceptable ver que cuando algún árabe o hebreo, grandes sabios algunos de ellos en el arte de la medicina, se levantaba para tomar la palabra, algunos de los nuestros, y utilizo esta palabra sin sentirme identificado con ella, incluidos religiosos, se ausentaban de forma notoria de la sala. La plaga fue terrible, pero la falta de respeto, el desprecio por la diferencia y la ignorancia la enconaron de forma abrumadora.
La primera vez que vi a Ahmed fue en una de las sesiones, cuando tomó la palabra para hablar de lo que sucedía en Al-Andalus, la parte musulmana de la península Ibérica. Como ya os he dicho, algunos cristianos comenzaron a levantarse; sin embargo, Ahmed no se inmutó, se mantuvo erguido en el púlpito esperando que salieran. Saludó a obispos y cardenales, después a nosotros, y utilizando el término de «hermanos en la medicina y en la creencia en un solo Dios», comenzó su exposición. Nos habló de la aparición de la waba, como ellos llamaban a la peste; de los médicos árabes Ibn Jatima, Al-Saquiri, Ibn aljatib; de las medidas que se habían adoptado para intentar frenarla, y de la curiosa pero no exenta de verdad teoría sobre el contagio a través de la ropa, que produjo la hilaridad de algunos de los presentes, más proclives a las viejas ideas que se habían demostrado inútiles.
A la cabeza de éstos se encontraba Guy de Chauliac, médico personal del papa Clemente, que había abierto la primera sesión. Era un galeno con mucho prestigio en toda Europa, no en vano la salud del sucesor de Pedro estaba en sus manos, y al que, evidentemente, muy pocos osarían contradecir. Ello se le notaba a la hora de hablar. Su tono de aseveración, su autosuficiencia, su mal disimulado disgusto al haber convocado el Papa la reunión cuando estaba él para aconsejarle. También mostraba el orgullo de aquel que se dirige a una multitud a la cual alecciona. Cuando subió al estrado, sentí una sensación especial, puesto que, a pesar de todo lo que he dicho, iba a escuchar a uno de los grandes en nuestro arte.
—Puedo asegurar —tronó tras una breve salutación— cuál ha sido la causa de esta peste que ha atacado al género humano. —Hizo una pausa para tomar aire—. Todo comenzó, exactamente, el día 24 de marzo de 1345, momento en que Marte, Júpiter y Saturno —he olvidado mencionar que también practicaba la astrología— coincidieron en el decimocuarto grado de Acuario. —Hubo un murmullo en la sala y continuó—. Hemos vivido eclipses, hay noticias de temblores que han abierto las entrañas de la Tierra y se han expulsado gases que nunca antes habían sido liberados. Después están las tormentas que los han expandido y mezclado con el aire. ¡El aire está corrupto! ¡He ahí el origen de la plaga! —Hubo un gran aplauso en la sala iniciado por los médicos de la Universidad de Aviñón, sentados en primera fila. A continuación, comenzó una clase magistral—. Todos sabemos —y miró a musulmanes y judíos— que el hombre saludable es aquel que mezcla de forma proporcionada y correcta los humores corporales: sangre, melancolía, cólera y flema. El corazón produce el equilibrio gracias a que en él se halla situado el calor innato ayudado por la alimentación externa. Yo —y remarcó la palabra— y muchos de mis ilustres colegas consideramos que el aire es un elemento más dentro de la alimentación, que se encarga de evitar que el calor exceda lo permisible al mismo tiempo que orea el cuerpo y nutre la sangre, que fluye por todo él. Si el aire está corrompido, la sangre se emponzoña y trastorna la mezcla. ¿No habéis visto las manchas de los enfermos? Son las malas mezclas producidas, que el cuerpo trata de expulsar. La expulsión de sangre a través de los orificios demuestra a las claras que el cuerpo se defiende de ella y trata de echarla… Por ello es necesario atacar al mal en los dos elementos que conocemos: el aire y la sangre. —Hubo otra ovación.
En realidad, el discurso no era nuevo. Estaba exponiendo la antigua teoría de los humores. Pero lo que más me sorprendió fue su aseveración de que los métodos tradicionales eran los más adecuados para vencer la enfermedad, sobre todo la sangría, algo que supongo que todos los que estábamos allí habíamos comprobado que, a la larga, no era efectivo.
—Sangrar al enfermo es la mejor medida; eliminar la sangre enferma, ya sea con bisturí o con sanguijuelas, es una buena terapia. El enfermo, una vez realizada la extracción, se llena de paz y alivio, deja de gemir y se adormece. Todo ello es signo de mejora. Los malos humores y la pituita, causante de la fiebre, son expulsados al exterior.
Yo mismo había practicado la sangría, y era cierto lo que decía Chauliac; sin embargo, le faltaba la segunda parte, y es que el paciente moría igual que al que no se le practicaba.
—Lo que no aconsejo es tratar de abrir o extirpar la buba, pues produce enormes sufrimientos y lleva irremisiblemente a la muerte.
En ese punto estábamos de acuerdo. Pero lo más curioso estaba aún por venir y era el remedio utilizado para tratar de evitar caer enfermo purificando el aire.
—El mismo Santo Padre ha utilizado este remedio y ha funcionado. Desde que se inició la epidemia han permanecido encendidas en sus aposentos, día y noche, en primavera y verano, dos enormes y poderosas hogueras que han limpiado el aire evitando el mal al pontífice.
Lo único que se me ocurrió en aquel momento fue pensar en el terrible calor que habría tenido que soportar durante los meses de la canícula.
Guy de Chauliac terminó su brillante exposición, no en vano tenía el don de la oratoria, con un recordatorio a los médicos y a su deber.
—Esta calamidad que estamos viviendo ha sido y es algo muy humillante para nosotros. Hasta ahora hemos sido incapaces de remediarla. —Eso contrastaba con el tono triunfalista de su exposición—. Y sobre todo para los que —y elevó el tono de voz— por miedo al contagio no visitan a sus enfermos e, incluso, llegan a huir olvidando el juramento realizado: ¡Yo les maldigo!
Y así terminó en medio de los vítores de gran parte de la sala. Aquellas últimas frases me terminaron de confirmar que, más allá de no coincidir con él, estábamos ante un gran médico que amaba a su profesión.
Pero no todos pensaban lo mismo. El que estaba a mi lado se arrimó más a mí.
—Es muy fácil hablar así cuando no se han atravesado los muros del palacio para protegerse de la enfermedad. A él le quisiera ver en un hospital lleno de apestados.
—Sin embargo —respondí—, eso no quita para que su última afirmación sea verdadera.
—¿Vos no habéis sentido miedo al contagio? Me engañaríais si me dijerais que no.
Me mantuve en silencio.
No me conocía, pero continuó hablando.
—Hacía poco que había comenzado la epidemia. Llevaba días sin dormir cuidando enfermos y tratando de hacer algo, pero los muertos se multiplicaban. Una noche me llamaron. Cogí mi instrumental y les seguí. Era una casa en las afueras. Creí que iba a ser lo de los últimos días, pero no. Entré. Una mujer y sus hijos yacían en el suelo muertos a golpes y un hombre colgaba del techo, se había ahorcado. Lo descolgué y pude ver una buba en su axila. Había contraído el mal y, antes de perecer él y los suyos por la plaga, los mató y después se colgó. En aquel momento imaginé la desesperación y el miedo que, de la noche a la mañana, se apoderó de aquella casa. Salí y lloré lleno de horror e impotencia. Lancé el instrumental contra la pared. Entonces llegó alguien para decirme que la peste había atacado a otros tres hogares. No pude soportarlo, salí corriendo… hui.
No dijo nada más. Se levantó y se fue. Ni siquiera supe cómo se llamaba y, por más que lo busqué durante el resto de sesiones, no lo volví a ver. Durante mucho tiempo he rogado a Dios para que aquel hombre encontrara el sosiego y la paz de espíritu que había perdido y que buscaba desesperadamente.
Las reuniones continuaron y muchos tomaron la palabra. Algunos acertadamente, y otros para producir sorpresa e, incluso, hilaridad, ante sus propuestas. Recuerdo que alguien dijo que la mejor manera de cambiar el aire contaminado era introduciendo en la casa al más hediondo de los machos cabríos y que sus insoportables olores mantendrían saneada la atmósfera. Esta absurda historia, permitidme que lo diga así, se debía a que era creencia común que las ovejas no se veían afectadas por la enfermedad, incluso eran despreciadas y llamadas «hijas de la pestilencia».
Asimismo, hubo quien propuso llenar las habitaciones de barreños de leche recién ordeñada y quien cantó las excelencias de introducir en la boca de los apestados trozos de pan caliente recién hecho para que absorbiera los efluvios malignos.
Los momentos de acaloramiento también se producían entre individuos y grupos. Recuerdo un médico cristiano que afirmó que bañarse era algo dañino, ya que el agua abría las porosidades del cuerpo y el aire corrompido entraba por ellas produciendo el proceso morboso en los humores. Los musulmanes, conocidos defensores de las bondades del agua, no pudieron por menos que reír. El cristiano se ofendió y les comenzó a insultar, lo que aprovecharon otros para enfrentarse a los islamitas por los más diversos motivos. El cardenal de Tayllerand —aunque en ese momento yo no conocía su identidad— tuvo que intervenir para imponer la paz. Sin embargo, ninguno de los repentinos defensores del galeno se acercó a él, pues era un caso evidente de haber experimentado sus propias teorías.
Había gran interés en saber cuál era la opinión de la Universidad de París, una de las más importantes de Europa, pero su representante se limitó a las dietas que debían seguirse, indicando que era más sano pasar hambre que hartura. No sólo fueron los musulmanes los que rieron, toda la sala estalló en carcajadas: el orador no era ejemplo precisamente de mesura en la mesa.
Otros hablaban de la necesidad de la cuarentena, de aislar a los enfermos. Un médico milanés aseguraba que la peste no se había extendido por su ciudad debido a que el obispo ordenó tapiar y sellar, con los enfermos en su interior, las tres primeras casas en las que apareció la peste. Una medida inhumana, sin duda, pero que había resultado efectiva. Aquí se planteaba la cuestión de si, ante el bien de la mayoría, era lícito perjudicar a una minoría.
Tampoco se permitía a nadie entrar sin antes haber pasado unos días fuera de las murallas, por si la enfermedad se declaraba.
Lo mismo sucedía en la República de Ragusa, donde los viajeros eran retenidos en un pequeño desembarcadero construido al efecto durante cuarenta días.
No cabía duda de que era una buena medida preventiva, pero, para muchos, llegaba tarde. Las ciudades en las que se había declarado no podían cerrar sus murallas, ya que el mal estaba dentro y la gente sana no estaba dispuesta a condenarse a muerte.
Una tarde, a última hora, tomó la palabra un joven médico judío. Subió tembloroso, y cuando se vio ante todas aquellas miradas estuvo a punto de perder el habla, pero se repuso y comenzó su exposición.
—Mi nombre es Moisés y he sido enviado aquí por el Estudio General de Lérida. —Pocos prestaban atención—. Soy muy joven y no me correspondía estar entre vosotros, pero vengo en sustitución de mi maestro, Jaume d’Agramunt, que era quien debía haber asistido.
La sala comenzaba a vaciarse lentamente. Primero la habían abandonado los que se negaban a escuchar a «infieles» o «marranos», y el tono inseguro y la larga jornada hacían que otros se dirigieran al exterior en busca de alimentos y descanso.
Comenzó alabando las teorías de la escuela francesa: conjunción de planetas, gases expulsados por la Tierra.
Yo también estaba por irme, pero comenzó a relacionar de manera inequívocamente científica y razonada cosas que sólo hasta ese momento se habían esbozado.
—La epidemia —continuó casi leyendo al dictado las notas que llevaba— tiene mayor virulencia en lugares húmedos y en épocas de alta temperatura, y en zonas donde existe una gran falta de limpieza y se amontona la materia orgánica corrompida. Hay que evitar las zonas pantanosas donde el agua no corra. Es necesario limpiarlo todo continuamente, enterrar los cuerpos antes de que comience la putrefacción, y evitar la aparición de estercoleros cerca de las villas.
El muchacho leía cada vez más rápido llevado por los nervios y por querer evitar el abandono de que estaba siendo objeto. Pero lo que decía era muy interesante. No era nada nuevo, pero ese Jaume d’Agramunt parecía hombre de grandes intuiciones.
—Mi maestro redactó algunos consejos que se demuestran, en determinadas ocasiones, útiles contra el mal.
Si lo anterior tenía buen fundamento, suponía que no se pondría a hablar sobre machos cabríos apestosos o reliquias en procesión.
Ten cuidado, Doménico. Vuelve a asomar tu vanidad científica. Recuerda dónde estás y pide perdón a Nuestro Señor. Si hubiera querido, con un sólo soplo hubiera terminado la plaga. Estás tratando de poner tu alma a bien con Él y a la menor oportunidad blasfemas.
—Que la población lleve vestiduras livianas y limpias —coincidía con la experiencia árabe—, consumir alimentos frescos, en especial frutas y verduras. Beber vino suave. Dormir con las ventanas abiertas para que entre el aire en las estancias. Proteger pies y cabeza por ser las partes más alejadas del calor del corazón.
El judío corría y respiraba con dificultad, así que tuvo que parar para tomar aire.
—¡Si abres la ventana entrará el aire corrompido! ¡Y si no respiras más a menudo nos vas a vaciar la sala! —gritó alguien mientras algunos reían.
—Hay que hacer movimiento físico para sudar y eliminar sustancias nocivas. El pescado viscoso no es bueno. El vinagre es sano remedio contra la peste, así como el limón y la naranja. No comer animales que se críen al lado de ríos, lagos y pantanos.
En la sala había mucho movimiento.
—¿Dónde está tu maestro? —gritó uno de los asistentes.
—¿Dónde está? —repitieron algunos.
El joven galeno quedó lívido. No respondía.
—¿Qué te pasa?, ¿acaso lo has suplantado por el camino? —seguían chillando.
La situación empeoraba por momentos, ya que los judíos comenzaron a gritar en defensa del orador.
Sin embargo, el muchacho se repuso e hizo un gesto para mandar silencio. Quizá por la sorpresa, toda la sala calló. Cuando tomó de nuevo la palabra, parecía más alto. La voz ya no le temblaba.
—… Mi maestro, Jaume d’Agramunt, ha muerto. Yo le atendí en sus últimos días. Y en aquellos momentos de dolor su único pensamiento no era su fin, sino esta reunión en la que tenía depositada toda su confianza. El tiempo le faltaba y, mientras la fiebre le consumía, me dictaba el resultado de sus investigaciones para que yo os las hiciera públicas.
—¿Y de qué murió? —le interrumpió alguien.
El judío miró a la sala.
—De peste.
Durante un momento se hizo el silencio, pero algunos comenzaron a reír.
—¡Buenos remedios nos propone un apestado!
—¡Haber empezado por ahí y nos hubiéramos ahorrado el discurso!
Moisés no habló más. Bajó del pulpito entre burlas y risas.
¿A qué habíamos ido allí? ¿A humillar a los que considerábamos diferentes? Se reían de aquel muchacho que había sido enviado al escarnio con la vaga esperanza de poder arrojar un poco de luz en tan atormentados tiempos. Sin embargo, ésos no se mofaban de la ocurrencia de colocar objetos bajo la cama o cabras apestosas en las habitaciones. Nadie discutía cuando se aconsejaba la prescripción de drogas que todos sabíamos que no solucionaban nada. Cuántas veces resonaron los nombres del bolo armenio, la tierra sigillata y el mitridato, siendo conocida su inutilidad. Cuántos intentaron vender pócimas de su invención y cuántos las compraron, convirtiéndose aquello en un mercado donde se jugaba con la vida y la muerte. Y yo era tan culpable como los demás. Me limitaba a escuchar y a callar, como la gran mayoría. Desde el principio había considerado aquello como algo inútil, y en vez de tratar de buscar lo positivo, me limitaba a pensar un «¡ya lo sabía!» de autosuficiencia y miedo. Cuántas buenas ideas se debieron de perder por odio, orgullo y rivalidad.
Todos salimos. La sesión había terminado. Me detuve en la puerta y vi a los grupos alejarse en medio de las risas o, simplemente, de la despreocupación. Me quedé pensando que lo mejor era volver a Florencia y tratar de aplicar algunas de las cosas que me habían parecido coherentes. De pronto vi cómo el joven médico judío pasaba a mi lado.
—¡Moisés! —le llamé para detenerle.
El joven se volvió y clavó su mirada en mí. Una mirada de odio y defensa al mismo tiempo.
—¿Es que sois vos más valiente que los demás y os vais a burlar en mi cara? —preguntó.
Pensé que tenía motivos para esa reacción y mucho más.
—No. Quiero pediros disculpas en nombre de todos por el trato de que habéis sido objeto, y en el mío porque tan injusto es el que se burla como el que no se rebela ante las injusticias.
Moisés se tranquilizó.
—Gracias —respondió al fin.
—Debió ser un gran médico vuestro maestro —continué.
—El mejor —respondió Moisés con orgullo. Antes había sido pisoteado y quería resarcirse.
—Muchas de las cosas que vuestro maestro ha dicho a través de vos me han parecido de gran valía.
—Jaume d’Agramunt tenía fama de hombre sagaz.
—Sin duda, y por los remedios para prevenir, un buen científico.
—«Nunca propongas ni des nada sin saber antes sus efectos de cierto», me decía continuamente.
—No me he presentado. Soy Doménico Tornaquinci, de Florencia.
—Tornaquinci —repitió una voz a nuestra espalda.
Era Ahmed, el musulmán que había hablado al principio de las sesiones sobre la peste y sus efectos en Al-Andalus. Se había quedado rezagado y salía en aquel momento.
—Perdonad mi intromisión —continuó—, pero he oído ese nombre a unos cuantos compañeros de mi religión. Vuestra fama de buen médico ha llegado hasta mi tierra. Ahora me toca a mí presentarme. Mi nombre es Ahmed, médico de Almería.
Allí estábamos los tres, un musulmán, un judío y un cristiano, hablando sobre medicina. Extraña reunión que no pasó desapercibida a algunos.
Al terminar, nos separamos. Etienne había permanecido a unos metros esperándome. Cuando pasé junto a él se me acercó.
—Señor.
—¿Sí? —pregunté sabiendo lo que me iba a decir.
—No creáis que intento meterme en vuestra vida, pero, ¿pensáis que es conveniente mantener diálogos como el que acabáis de tener? —preguntó en voz baja.
—¿Y qué hay de malo en ello, Etienne?
—Ya habéis visto cómo reacciona la mayoría cuando un árabe o un judío toman la palabra. No es bueno que os vean hablar con ellos.
—Son médicos, como yo, y hemos intercambiado información.
—Vos no lo entendéis. Judíos y musulmanes están aquí por expreso deseo del papa Clemente, pero él ni siquiera aparece en las reuniones. Muchos cardenales se oponían a su presencia, no sólo por motivos religiosos. Hay más cosas que ni vos ni yo sabemos. Las paredes de Aviñón tienen ojos y oídos, y a estas alturas alguien sabrá ya que un médico cristiano ha entablado conversación con galenos de otra raza.
Etienne me tenía desconcertado. Le consideraba un fiel y, por qué no reconocerlo, ignorante fraile que bendecía cada segundo que pudiese estar en la corte pontificia.
—¿Me estás diciendo que tenga cuidado? —pregunté.
—Que seáis precavido en vuestras acciones y movimientos.
—Pero, ¿de quién he de tener cuidado? —insistí.
Etienne se estaba poniendo nervioso y creo que se arrepentía de haber hablado. Miró hacia todos lados y me hizo seguirle hasta una capilla. Entró en ella, se persignó y se arrodilló. Yo le imité y me situé a su lado.
Tras unos breves instantes de silencio, me preguntó en un susurro:
—¿Os habéis fijado en la tribuna de las autoridades eclesiásticas?
—No demasiado —respondí.
—La mayoría asiste poco, pero hay alguien que ha estado en todas las sesiones desde el primer momento hasta el último.
—¿Quién? —pregunté.
Etienne volvió a mirar para todos lados. Parecía como si le diese pánico pronunciar el nombre.
—Simón Rudé —dijo al fin, y metió la cabeza entre las manos como si hubiese mencionado uno de los innombrables del anticristo. Después continuó—: Es un abad benedictino que ahora ocupa el cargo de tesorero.
—¿Y por qué hay que temerle? —inquirí, extrañado.
—Es el hombre que mueve todos los entresijos de Aviñón. Utiliza todos los medios a su alcance para conseguir sus fines y, cuando digo todos, quiero decir todos.
—¿Y qué puede tener en contra de esta reunión?
—No lo sé. Pero mi amigo Paul, confidente de Simón, me dijo, antes de desaparecer —hizo una breve pausa para que me diera cuenta de la trascendencia de la palabra—, que el tesorero se oponía a que los médicos viniesen aquí…
Se oyó un crujido en un punto oscuro de la capilla. Etienne se levantó como impulsado por una catapulta, se persignó y salió rápidamente al exterior. Yo miré tratando de encontrar la causa del ruido, pero no vi nada. Me levanté y seguí al fraile, no sin antes advertir la presencia de algo o alguien que se movía a mis espaldas.