Capítulo XIII

Florencia, 1349

«… La gente ha olvidado lo que fue, lleva una vida escandalosa y desordenada. Pecan de gula, sólo buscan los festines, las tabernas y los placeres en la comida, visten ropas extrañas. Las mujeres de baja condición se casan con ricos vestidos de damas nobles que han muerto». A Villani le costaba escribir, la enfermedad se había cebado con él de forma rápida e implacable. Los bultos negros le causaban enormes dolores. Todos le habían abandonado, sus amigos, sus criados. Apenas se podía mantener sobre la silla y cada movimiento de la pluma era una agonía. Tenía una buba enorme bajo la axila que había reventado en un momento de desesperación y apenas le dejaba escribir. Pero continuaba narrando, era lo único que le quedaba.

Entre delirios y sudores, oyó cómo se abría la puerta de la estancia. Apenas podía distinguir la figura que había en el umbral.

—¿Quién es? —pudo decir.

—Giovanni, soy Francesca —dijo con voz acongojada.

—¿Francesca? —respondió Villani tratando de identificarla—, ¡Francesca, no te acerques!, ¡quédate ahí! —se levantó de la silla y cayó al suelo.

La mujer hizo ademán de acercarse, pero Villani volvió a gritarle.

—¡No te acerques te he dicho!

El cronista se arrastró por el suelo hacia la cama. La camisa abierta dejaba ver la cantidad de bultos que le habían salido. Francesca se tapó los ojos para no verlo, pero no pudo evitar que se le escaparan las lágrimas. Villani consiguió encaramarse y se acostó.

—Vete de aquí, tengo la peste y te puedes contagiar.

—He sabido que habías enfermado y he venido a ver si podía hacer algo —dijo Francesca.

A Villani le costaba articular las palabras, y mucho más frases enteras.

—Lo mejor que puedes hacer por mí es irte ahora mismo sin acercarte y sin tocar nada. ¡Valiente protector estoy hecho! Tu marido me encargó que cuidara de ti. Si viera esta escena ahora.

—Te he traído comida.

—Déjala en el suelo, al lado de la puerta. ¡Y haz el favor de irte! —gritó Villani en un intento de que Francesca abandonara la habitación, pero lo único que consiguió fue desmayarse.

Cuando despertó, vio a Francesca a su lado. Estaba tratando de que le bajara la fiebre con paños húmedos. Al darse cuenta cabal de la situación, trató de apartarse.

—No te muevas —dijo Francesca—. Doménico ha estado entre enfermos todos los días y no le ha ocurrido nada.

—Que sepamos —replicó Villani débilmente.

La mujer trató de darle de comer, pero él ya casi no podía ingerir alimento. Sudaba a raudales y el agua se había terminado. Francesca bajó a la calle para llenar un cántaro. Al verse solo, Giovanni Villani se arrastró fuera de la cama y se dirigió a su escritorio. Consiguió sentarse y trató de alcanzar la pluma, pero lo único que logró fue derramar la tinta por la mesa. Miró por la ventana, el sol daba en el campanario de la Señoría y se oían voces en la calle.

—Florencia —murmuró entre dientes.

Francesca llegó con el cántaro a la habitación. Al ver que la cama estaba vacía se sobresaltó. Giovanni Villani estaba tirado sobre el escritorio. Dejó caer el recipiente y corrió hacia él. Estaba muerto. De su mano aún pendía la pluma con que había escrito sus últimas palabras: «Y esta plaga duró hasta…».

Francesca bajó lentamente las escaleras. Al llegar a la calle vio un sacerdote con una gran cruz, salmodiando, y tras él un carro cargado de cadáveres. Se dirigió a dos hombres que andaban tras él y, tras un breve intercambio de palabras y monedas, subieron con una parihuela. Tardaron muy poco en bajar con el cadáver de Villani, aceleraron el paso para alcanzar el carro que ni siquiera se había detenido. Francesca permaneció en la puerta viendo cómo lanzaban al pobre cronista sobre el montón de apestados.

Anduvo por las calles camino de su casa. Sin noticias de su marido, sus amigos muertos o huidos, y ella cada vez más sola en aquella ciudad de pesadilla. Lo que antes le parecía hermoso ahora le resultaba sobrecogedor: los edificios, abandonados y señalados con la cruz de la plaga; las personas con las que se cruzaba se apartaban cuando llegaban a la altura de otro por si la enfermedad estaba presente. No era la primera vez que un enfermo escupía a alguien o le echaba el aliento porque creía que así se desprendía del mal. Animales esqueléticos hurgando en las basuras para encontrar algo de alimento gruñían amenazadores cuando algún otro congénere o ser humano trataba de disputarles el terreno, enzarzándose en peleas terribles.

Francesca pasó por delante de una iglesia; estaba abierta, quería rezar por Villani, por su marido, por ella. El templo estaba lleno y un sacerdote predicaba desde el púlpito con voz atronadora.

—«… Dios dijo a Moisés y Arón: "Tomad un puñado de ceniza del horno y que la tire Moisés al cielo en presencia del faraón para que se convierta en un polvo fino sobre toda la tierra de Egipto y produzca en toda la tierra de Egipto a hombres y animales pústulas eruptivas y tumores". Tomaron la ceniza del horno y se presentaron al faraón. Moisés la tiró hacia el cielo y se produjeron en hombres y animales pústulas, y tumores en los hombres y en los ganados».

»Una nueva plaga ha caído sobre nosotros —continuó—, y lo mismo que el faraón hizo llegar la desgracia a su pueblo, en el que sin duda había inocentes, así nos ha llegado a nosotros. Pero, ¿quién es el culpable? ¿Quién ha atraído la ira de Dios sobre nosotros? ¿Quién se ha rebelado contra el orden que Dios ha impuesto en el mundo? Yo os lo diré, esos hijos de Caín y de Satán que han abrazado el becerro de oro. Han ofendido a Dios con sus fiestas y palacios, con sus vestidos y riquezas. ¡Hemos sido castigados como lo fueron Sodoma y Gomorra!

Francesca estaba aterrorizada, fue entonces cuando vio que el lugar estaba lleno de mendigos y miserables y que comenzaban a mirarla y a murmurar entre ellos. El sacerdote reparó en su presencia y la señaló con el dedo.

—¡Ahí la tenéis!, ¡Jezabel! ¡No han tenido bastante con provocar la plaga y vienen a la casa de Dios para terminar con nosotros! —El predicador estaba fuera de sí—. ¡Te miro y contemplo los gusanos bullendo en tu interior, tus perfumes son hedor infernal, tus vestidos son los de la gran prostituta de Babilonia que se embriaga con la sangre de los mártires de Jesús! ¡Yo te maldigo! ¡Y maldigo también a tus hijos y a los hijos de tus hijos!

Francesca retrocedía hacia la puerta mientras la muchedumbre se acercaba a ella. Las palabras del sacerdote encendían más y más la situación.

—¡Huye, ramera!, ¡huye montada sobre la bestia bermeja de siete cabezas y diez cuernos cubierta de blasfemias!

Consiguió llegar hasta la puerta y salir a la calle. Tropezó en las escaleras y rodó hasta el empedrado. Notó cómo algo cálido brotaba de su frente, pero sólo oía a la muchedumbre embrutecida a punto de lanzarse sobre ella. Se incorporó y comenzó a correr por las calles perseguida por la jauría de hombres y mujeres. No se podía detener ni mirar atrás. Cada vez notaba más cerca a sus perseguidores, mientras una lluvia de piedras caía sobre ella. No supo cuánto corrió ni hacia dónde lo hacía. Al doblar una esquina tropezó con alguien que la sujetó con fuerza, trató de librarse pero no tenía energías, todo estaba perdido. Otras dos manos la sujetaron y dejó de luchar.

La horda llegó hasta ellos y se detuvo.

—¡Chusma enloquecida! ¿Qué vais a hacer? —las voces del fraile surtieron efecto—. ¿Por qué perseguís a esta mujer?

Una voz replicó dentro del grupo.

—¡Ese fraile es su amante! ¡Otro enviado del infierno! ¡Matémosles a todos!

La gente rugió amenazadoramente.

—¡No! —gritó otro—. ¡Es Paolo el franciscano, el hombre que cuida enfermos!

Un murmullo precedió al silencio.

—¿Y sabéis quién es ella? —Paolo se dio cuenta de que tenía la situación casi dominada y tenía que aprovecharlo—. Es la esposa de Tornaquinci. El mismo Tornaquinci que os iba a curar y al que muchos de vosotros debéis vuestra vida y la de vuestros hijos.

Paolo se acercó a ellos.

—¡Tú! —señaló a uno—, ¿por qué no les cuentas quién te proporcionó el trabajo? Y tú, mujer, gracias a quién has podido alimentar a tus hijos. ¡Volved a vuestras casas y pedid a Dios que os perdone por lo que ibais a hacer!

El grupo comenzó a disolverse y Paolo se volvió. El joven fraile que le acompañaba apenas podía aguantar el cuerpo inerte de Francesca.

—¿Y si no os hubiesen hecho caso? —preguntó el muchacho.

—Pues a estas horas estaríamos los tres siendo juzgados por el Altísimo —respondió Paolo mientras cogía a la mujer—. Vamos a llevarla al convento de las franciscanas. Y cuando lleguemos, ve inmediatamente al nuestro y cámbiate el hábito. Los efectos del miedo parece que han sido perniciosos para tu cuerpo.

El joven enrojeció e iniciaron el camino del convento.

Francesca no supo el tiempo que estuvo inconsciente. Al despertar vio a una religiosa junto a ella.

—No os asustéis, el padre Paolo os trajo. Aquí estáis segura.

—Francesca, veo que estás mejor. Lo he dispuesto todo para que permanezcas aquí hasta que Doménico regrese de Aviñón.

Francesca trató de protestar, pero el fraile no la dejó.

—He enviado a dos hermanas por tus cosas, así que lo mejor que puedes hacer es callar y descansar. Y no te preocupes, verás como no es tan terrible vivir en un convento.

Francesca no dijo nada y sonrió.

—Vaya, eso está bien —dijo el fraile. Se levantó y se dirigió a la puerta de la celda.

—Paolo —llamó Francesca.

—¿Sí?

—Gracias.