Capítulo X

Aviñón, 1349

Antoine de Tayllerand miraba los documentos que tenía en las manos. Hacía algunos años que era camarero de Aviñón, el cargo más importante después del de Papa. Su responsabilidad eran las finanzas de la corte pontificia, y para ello dominaba un aparato burocrático único en Europa. Bajo sus órdenes tenía un número elevado de funcionarios, que iba desde el último escriba hasta los más altos consejeros, como el tesorero y el acuñador de moneda. Tenía también un tribunal propio para juzgar los casos relativos a la economía, y las sentencias se cumplían en la cárcel que la Cámara poseía para uso exclusivo. Era el primero en ser consultado en asuntos de política internacional y toda la correspondencia que entraba y salía de Aviñón pasaba por sus manos. Su responsabilidad era enorme, casi tanto como el trabajo que le había costado llegar hasta allí, trepando por todos los cargos posibles y moviendo los hilos de la diplomacia eclesiástica; en eso era un consumado especialista.

Incluso a veces se sorprendía a sí mismo pensando que apreciaba más el cargo de camarero que el de cardenal.

Pero lo que tenía ante sí no le gustaba nada. Cuentas y más cuentas, ingresos y salidas, impuestos y pagos, y todo apuntaba hacia lo mismo: crisis financiera. Mala época para ganar dinero: la peste, la guerra. Las parroquias y abadías habían descendido en sus pagos. Muchas de las tierras habían sido abandonadas. Los territorios de Italia, que eran su principal fuerza, estaban prácticamente perdidos desde que abandonaron Roma. Había que mantener a los ejércitos que intentaban recuperar las tierras pontificias, a la corte de funcionarios de Aviñón, a los legados apostólicos y a su personal, distribuidos por toda Europa para tratar de controlar las cortes. Pero, por si fuera poco, era el camarero de Clemente VI, amante del lujo y el mecenazgo, que quería convertir Aviñón en el lugar más culto y rico de Europa, mostrando así la opulencia cultural, económica y ¿espiritual? de la Iglesia católica. Artistas de todo el continente se habían establecido en la ciudad, artistas que para el camarero no eran más que un grupo de buitres atraídos por la ganancia fácil. El Papa, entre otras cosas, había ordenado remodelar y adecuar el palacio de Benedicto XII para transformarlo en lo que él consideraba que debía ser la residencia del vicario de Cristo. Un gasto que para Tayllerand era un auténtico quebradero de cabeza.

Llamaron a la puerta. Era el tesorero.

—¿Me habéis mandado llamar? —preguntó Simón Rudé, abad benedictino y tesorero de Aviñón.

—Sí, Simón. Pasad —respondió el camarero—. Os he mandado llamar por la reunión de médicos. He de suponer que no debo preocuparme y que todo lo tenéis dispuesto.

—Sí, eminencia. Pero, como ya sabéis, más gastos de esta envergadura y no podremos recuperarnos.

—El Santo Padre lo ha querido así. Está muy preocupado por la situación que se vive.

—Pero él no se ocupa de problemas terrenales. Para eso estamos nosotros. El espíritu se sostiene en un cuerpo, y el cuerpo de la Iglesia se está debilitando.

—¿Sugerís algo? —preguntó el cardenal sin dejar de mirar a Rudé. Presumía de conocer a sus subordinados, pero aquel oscuro benedictino no dejaba de sorprenderle.

—Nada que a vos no se os haya ocurrido.

Aquellas respuestas vagas irritaban en grado sumo a Tayllerand.

—¡Vamos, Rudé! Hablad claramente, estamos solos.

—Como sabéis, desde hace años, nuestros ingresos han ido descendiendo lo mismo que le ha pasado a la monarquía más pequeña y al Sacro Imperio Romano Germánico. Y esto ha sucedido porque algo ha estado cambiando de cincuenta años a hoy: las rentas que recibimos son escasas, los monasterios apenas producen para mantenerse, cada vez son menos los impuestos de Cruzada, y una parte importante se la quedan los reyes por el hecho de cobrarlos para nosotros.

—Todo eso ya lo sé —intervino Tayllerand—, por eso hemos creado nuevos impuestos gravando los nombramientos de obispos y abades y los documentos de la Cancillería. Hemos recuperado antiguos tributos como la décima y la annata. Tenemos derecho de expolio sobre los bienes de los eclesiásticos y religiosos muertos.

—Permitidme que os interrumpa. Hay un dato que no conocéis y que acaso os sirva como punto de partida y reflexión.

El benedictino hizo una pausa esperando la reacción del cardenal y continuó:

—¿Sabéis que desde que empezó la epidemia de peste el sentido negativo de nuestras finanzas comienza a invertirse? —La pregunta surtió su efecto y Rudé no lo desaprovechó—. Una gran parte de la población lo ha tomado como un castigo divino, como el final de los tiempos, y se están despojando de todos sus bienes a través de nuestros funcionarios en las legaciones pontificias.

—Vuestros espías, queréis decir.

—Me concedéis una habilidad y un poder que no poseo —respondió cínicamente el abad, y continuó—: Las informaciones que llegan se refieren a que se están haciendo entregas de sumas de dinero y tierras a obispados y monasterios, por no contar las recaudaciones en las misas. El territorio propiedad de la Iglesia está creciendo en muchos lugares y dentro de poco podremos volver a reclamar los impuestos que nos corresponden y que, gracias a la bondad del Santo Padre, habían sido reducidos. Además, la peste ha producido la vuelta del rebaño descarriado junto al pastor. Las manifestaciones de arrepentimiento y de amor a Dios se multiplican, e incluso aquellos que critican nuestra presencia en Aviñón vuelven ahora sus ojos hacia el cabeza de la Iglesia para que interceda por la humanidad. —De nuevo hizo una pausa—. Pero el Santo Padre no lo entiende así y, velando por sus corderos, trata de hallar una solución que, indirectamente, terminará con todo lo que os he dicho.

Antoine de Tayllerand escuchaba con atención.

—¿Insinuáis que es un error la decisión del Papa? —preguntó.

—De todos es sabido que el Papa no comete errores, puesto que está por encima de todos nosotros.

El cardenal era hábil, pero se daba cuenta de que el tesorero pontificio era un rival importante, que no se detendría en su camino ascendente. El abad prosiguió sus razonamientos:

—La Iglesia vive en un delicado equilibrio entre la materialidad y el espíritu. Se debe a Dios y ha de rezar, pero es humana y su funcionamiento es terrenal. Los malos tiempos que vivimos pasarán y hemos de partir en situación ventajosa para amoldarnos a la nueva época que ha de venir. Si esto es la señal del Apocalipsis, no tendrá mayor importancia lo que hagamos, y si no lo es, hemos de aprovechar el momento para colocarnos a la cabeza de la nueva era y establecer la Iglesia universal de Jesucristo en toda la Tierra.

—¿La de Jesucristo o la vuestra? —inquirió el cardenal.

—Los intereses de la Iglesia son los de Jesucristo.

—Abad, hablemos claro y dejemos a Dios aparte de este asunto. Estamos hablando de dinero y bienes terrenos. ¿Qué proponéis?

—El poder está cambiando de manos. Las monarquías aumentan su poder mientras que el de los nobles se debilita. El viejo sistema feudal ha quebrado: las tierras están yermas, los campesinos huyen en todas direcciones buscando el abrigo de las ciudades. Y la nobleza ¿qué hace? Aumenta los impuestos a los pocos que domina para intentar ganar lo mismo que antes y, mientras, mira al cielo en espera de la señal que haga retornar los viejos tiempos. Los reyes comienzan a aprovecharse fortaleciendo su posición, y los campesinos engrosan los talleres de las ciudades en donde dejan de estar sometidos al vasallaje. Gracias a ello, los burgueses están ganando dinero e influencias que tarde o temprano les harán ganar el poder. No podemos permanecer aislados de todo esto, y tampoco podemos esperar ni reaccionar cuando ya sea demasiado tarde.

—Por tanto, hemos de dejar que la nobleza se debilite definitivamente y encontrar nuestro sitio en el nuevo mundo que decís se acerca.

—Yo no lo habría expresado mejor. Lo que sucede es una señal para que cambiemos de rumbo y sigamos la senda que nos marca Nuestro Señor. La alianza con la nobleza tarde o temprano no será más que una carga. Ellos desaparecerán, pero nosotros hemos de sobrevivir y ocupar el puesto que nos corresponde como servidores del Altísimo.

—Yo pertenezco a la nobleza —dijo Tayllerand.

—Ante todo sois sacerdote —respondió el abad.

Al cardenal comenzaban a fastidiarle las libertades que se tomaba el que, al fin y al cabo, era su subordinado.

—En resumen, insinuáis que de esta plaga podemos sacar un elevado beneficio material y político, y que si termina antes de lo debido nos puede perjudicar, ¿no es así?

Simón Rudé no respondió.

—¿Y si enfermarais por causa de la plaga? —preguntó el cardenal.

—Sería la voluntad de Dios y lo aceptaría como humilde servidor que soy… Igual que lo haríais vos.

—Podéis retiraros, abad, ya continuaremos en otro momento.

Rudé hizo una reverencia y se dirigió a la puerta. Antes de que saliera, el cardenal le detuvo un instante.

—Rudé.

—¿Eminencia?

—¿Y si realmente fuera un castigo de Dios?

—Hágase su voluntad —respondió el abad, cerrando la puerta tras de sí.

Antoine de Tayllerand repasó mentalmente la conversación. El análisis de la situación que le había hecho el tesorero era cuando menos lógico. Hasta ese momento la Iglesia había tenido su lugar y su papel. La confrontación del difunto Juan XXII con Luis de Baviera fue la señal inequívoca de que algo comenzaba a moverse. Era cierto que los reyes ganaban poder día a día aprovechándose de la situación de crisis que atravesaba la nobleza y que esto comportaba el debilitamiento del poder imperial y el asalto al dominio europeo por parte de jóvenes naciones. ¿Qué papel desempeñaría la Iglesia si era cierto todo el razonamiento del abad? Sin embargo, se negaba a aceptar que el detonante y el salvoconducto para ellos fuera aquella plaga que asolaba Europa. Debía recopilar más datos. Sabía que el tesorero tenía esbirros que le informaban de todo lo que sucedía, pero él no le andaba a la zaga y para eso tenía ojos y oídos en todas las cortes y ciudades. Hacía mucho tiempo que había descubierto que el conocimiento profundo de las situaciones era la mejor arma para sacar provecho de ellas.

Simón Rudé caminaba hacia sus aposentos cuando vio a un fraile acercarse. Al alcanzarle, éste se arrodilló y besó el anillo abacial.

—Alzaos y seguidme —dijo el tesorero—, no es conveniente que hablemos aquí.

Recorrieron un laberinto de pasillos hasta las habitaciones de Rudé. La estancia que utilizaba como despacho era grande pero austera. Una mesa, tres sillas y un enorme armario eran su único mobiliario, pero lo que más llamaba la atención era la gran chimenea y el enorme crucifijo que colgaba de ella.

—¿Y bien? —preguntó el abad.

—Tal como sospechábamos, se ha hecho una importante donación a la abadía de Buckland en forma de tierras.

—Vaya, vaya, y nuestro buen amigo el abad no nos ha informado de ello. ¿Querrá que pensemos que sigue siendo tan pobre como nos dijo la última vez? —comentó el tesorero—. Tomad las medidas habituales y yo me encargaré de enviar un sustituto que tenga la fidelidad como virtud principal… ¿Y la epidemia?

—Cada vez se extiende más y con mayor virulencia. Las islas Británicas están siendo asoladas.

—Es de suponer que eso les obligue a detenerse en la guerra con Francia. Desde que Eduardo suspendió el pago del vasallaje al Papa, esa gente no ha dado más que problemas. Además de reyes herejes, tienen una Iglesia que sólo espera el momento de separarse. Y, por si fuera poco, nosotros hemos tomado partido por Francia en el conflicto.

—El Papa es francés —se atrevió a decir el fraile.

—Las guerras no son cuestión de patriotismo. Antes de entrar en ellas hay que saber cuál va a ser el bando ganador. Y lo que está claro es que el francés no está en condiciones de serlo.

—¿Os hubierais unido a los ingleses?

—Hubiera buscado la situación que más nos conviniera. —Rudé miró fijamente al fraile—. Os veo muy curioso.

—Deseo aprender de un maestro como vos —respondió el hermano.

—Pero no lo queráis hacer demasiado rápido. Todo a su tiempo —respondió Rudé mientras alargaba la mano del anillo.

El fraile se arrodilló, lo besó y se retiró. El abad cogió una campanilla y la agitó. Inmediatamente se abrió una puerta disimulada gracias al armario y apareció un benedictino haciendo una gran reverencia.

—Haced seguir al hermano Paul y vigilad con quién habla. Parece que su fe flaquea y no podemos permitirlo… Y que nadie me moleste.

El hermano volvió a saludar y se marchó. El abad abrió el armario y sacó un azote. Dejó caer la parte superior del hábito sobre la cintura y comenzó a flagelarse.