Donde se cuenta cómo en aquellos terribles días conocí a Boccaccio y supe de la llamada de Aviñón.
Los días y los meses pasaron. La peste se había apoderado de todo y nada podíamos hacer contra ella. Desde la Señoría se habían establecido medidas para tratar de erradicarla, pero no parecían hacerla retroceder. Ni siquiera la llegada del invierno, con su cambio de temperatura y renovación del aire, transformó la situación. Es más, la enfermedad se hizo más virulenta y terrible, y las muertes llegaron a duplicarse. Habían aparecido nuevos síntomas, pero el mal era el mismo. A las bubas y la postración del enfermo se unían ahora esputos sanguinolentos acompañados de tos. Pero eso no era todo. El enfermo comenzaba a cambiar de color y enormes placas azuladas que terminaban por cubrirle y matarle aparecían en su cuerpo. El pueblo ya había bautizado aquello: la muerte negra.
El aspecto de Florencia era desolador. A pesar de los intentos del gobierno, la suciedad y las basuras se amontonaban en las calles. Las órdenes de enterrar rápidamente a los apestados apenas se podían cumplir, y eso que había más sepultureros que nunca en Florencia, ya que muchos indigentes encontraron trabajo de esta manera.
La enfermedad se había convertido en compañera habitual. Pero a la angustia y a la histeria colectivas se habían unido otras desgracias, como el pillaje en la ciudades, espontáneo o dirigido por gremios criminales nacidos al calor del enriquecimiento fácil, que encontraban mano de obra en las bandas de mercenarios que habían quedado desocupados al interrumpirse la guerra entre Francia e Inglaterra. En el campo, la situación no era mejor, ya que estos grupos asaltaban a los caminantes, que no eran pocos desde que se había puesto de manifiesto que la única salida para evitar la peste eran las tres palabras: «pronto, lejos y tarde». Huid lo más pronto posible, lo más lejos que podáis y retornad cuanto más tarde mejor. La desbandada fue generalizada por todos los caminos de Europa. En cuanto aparecían los primeros síntomas se abandonaba a los enfermos a su suerte, se cargaban los enseres y se escapaba sin un rumbo claro en busca de algún lugar que no hubiera sido contagiado. Éstos eran cada vez más raros y, si se encontraban, no cabía duda de que la muerte negra aparecería en cualquier instante. No es de extrañar que los bandidos copasen las rutas obligando a muchos campesinos a buscar el abrigo de las ciudades. El contrasentido era evidente. En las urbes se contabilizaban los muertos por cientos; sin embargo, eran reemplazados por una enorme masa de gente que prefería exponer su salud tras las murallas que sufrir el asalto seguro de los maleantes, y que se cruzaban en las puertas con los que huían de la enfermedad, optando por enfrentarse a males humanos conocidos. El mundo se había vuelto loco y yo estaba en él.
Recuerdo una tarde que fui a ver a Villani. Al llegar, un criado me condujo a la parte superior de su vivienda. Me sorprendí al encontrarme con una reunión de eruditos humanistas florentinos. Allí estaban Francesco Nelli, Zanobi de Estrada, Lapo de Castiglionchio, Sennuccio del Bene y otros, y también estaba Giovanni Boccaccio. Fue la única vez que pude hablar con él, ya que nunca más tuve oportunidad.
Villani vino a mí y me cogió del brazo.
—Os presento a Doménico Tornaquinci. Algunos ya le conocéis, pero otros habéis tenido la suerte de no caer en sus manos.
Me saludaron con cordialidad. Antes de que pudiera decir algo, Giovanni me arrastró hacia una esquina de la habitación, donde se encontraba Boccaccio.
—Giovanni —dijo Villani—, te presento al que probablemente sea tu más ferviente admirador en Florencia, Doménico Tornaquinci. Te prevengo de que se sabe prácticamente entera la Ninfale d’Ameto. —Luego se dirigió a mí—: Aprovecha para hablar con él porque pronto nos abandona.
Y allí me dejó frente al poeta. Boccaccio empezó a hablar ante mi falta de iniciativa.
—Así que sois médico. Mala profesión en estos tiempos que nos ha tocado vivir.
—Pues sí —pude articular por fin.
—¿Es posible que no podáis encontrar ningún remedio?
Noté cierto grado de reproche en su voz.
—Hacemos lo posible. Es una enfermedad desconocida y que hasta este momento parece no tener cura.
—No ha sido mi intención haceros culpable de esta situación —contestó Boccaccio, entendiendo la crispación de mi respuesta.
—Perdonadme si os he parecido descortés —dije enseguida, tratando de enfriar la conversación.
El poeta sonrió.
—Estamos de veras nerviosos, como todos en esta época maldita. Cuando esto pase, nada volverá a ser lo mismo. La Florencia y el mundo que conocimos desaparecerán. Muchos sabrán encontrar beneficio en esta desgracia, otros se hundirán en ella, los más la olvidarán y el mundo continuará funcionando aunque de modo distinto. Todos hemos visto y padecido cosas, demasiadas cosas, que nos han marcado irremediablemente y para siempre.
—¿Es por eso por lo que os vais? —me atreví a preguntar.
—¿Si huyo, queréis decir?
No respondí.
—Llamadlo así si queréis. Yo prefiero llamarlo retiro. Me voy a mi finca de las afueras para mantenerme a distancia de la enfermedad, es cierto, pero no sólo de la de los cuerpos, sino también de la de las mentes.
—¿A qué os referís?
—Me niego a creer que una persona con la fama que os precede no se haya dado cuenta. Mirad a vuestro alrededor. Por vuestra profesión sabéis lo que sucede con los apestados. Todo el mundo los esquiva y evita, puede más el miedo al contagio que la caridad cristiana para con esos desgraciados. Son abandonados por todos, los amigos les dan la espalda como si nunca les hubiesen conocido. Padres que repudian a sus hijos, hijos que no acuden a la llamada de sus padres. Ya conocéis la nueva costumbre de abandonar los cadáveres a la puerta de casa para que los religiosos los recojan. Nadie llora por nadie, ya no existe el funeral, los cadáveres se amontonan en fosas comunes, al sacerdote apenas le da tiempo a bendecir mientras los sepultureros empiezan a amontonar paletadas de tierra sobre los desdichados. El otro día, sin ir más lejos, vi cómo un fraile encabezaba un entierro y, sin que se diera cuenta, se le fueron añadiendo diferentes cortejos fúnebres. Supongo que cuando llegó al camposanto se llevó una sorpresa. Pero no os vayáis tan lejos. Fijaos en esta habitación. Giovanni es vuestro amigo. No me digáis que no habéis notado cambios en su actitud, igual que en la de muchos otros. Aquí tenéis a los que de manera moderada se desentienden de la enfermedad. Siguen juntos porque ninguno de ellos ha contraído la peste. Mirad la mesa. La mejor comida, excelente vino… Nadie habla de la plaga ni menciona a los enfermos, sólo hay elevadas conversaciones humanistas. El mundo exterior no existe para ninguno de ellos. Desestiman el problema y tratan de mantener la tranquilidad esperando que todo termine para poder continuar con su forma de vida. Compadezco al pobre Villani, ha de escribir la crónica de la ciudad pretendiendo omitir lo que sucede en ella.
En la calle se oyó algarabía.
—Asomémonos a la ventana —continuó el poeta—. Ahí tenéis otra reacción ante el mal. Los que se han abandonado a la vida disoluta.
—También desean olvidar la peste —dije.
—Al contrario. Conviven con ella y pretenden disfrutar todo lo que puedan antes de que les alcance. Beben y cantan, se ríen en la misma cara de la muerte, cometen excesos sin fin. Fijaos ahora. Se van a cruzar con ese individuo que lleva una máscara de hierbas aromáticas. Observad la reacción.
Se había extendido la creencia de que el uso de flores, hierbas aromáticas y especias sobre la nariz evitaba el contagio, y aquel hombre que pasaba junto al jolgorioso grupo era uno de ellos. Al ver a los hombres y mujeres cantando, trató de acelerar el paso, pero de nada le sirvió; le detuvieron y, burlándose de él, le arrancaron la máscara y le obligaron a beber.
—¿Habéis visto? —preguntó Boccaccio—. Nadie es indiferente a lo que estamos viviendo, ¿o veis normal que ante tanta algarabía como se ha formado en la calle seamos los únicos que estemos asomados a la ventana?
Efectivamente, nadie se había movido y las conversaciones continuaban.
—¿Qué os parece? Esta enfermedad nos ha enfrentado a nosotros mismos. No me diréis que vos o los vuestros os comportáis igual que hace meses.
Boccaccio hablaba y preguntaba, pero no esperaba respuestas. Sin duda, él era el primero que se había mirado al espejo y había descubierto cosas que no conocía o que, simplemente, no había querido ver nunca.
—Salgamos a la calle —dijo de pronto.
—¿Por qué? —pregunté.
—Vamos a ver en qué se ha convertido Florencia. Hacemos una buena pareja de observación, un científico y un escritor, los ejemplos máximos del humanismo que nos rodea: ¡el hombre, medida de todas las cosas!
Atravesó la sala a toda velocidad despidiéndose de unos y de otros.
—¿Me seguís, Doménico? —gritó.
Me despedí de Villani y salí a la calle.
—¿No habéis visto ya demasiado? —le pregunté.
—Vos necesitáis datos para vuestras cábalas médicas, yo para mis libros, y allí arriba no íbamos a sacar nada en claro. Aquí es donde vamos a ver en qué acto se halla la tragedia de la vida.
Anduvimos por las calles hasta que llegamos frente a una iglesia. Boccaccio abrió la puerta al mismo tiempo que daba unas monedas a los pobres que se habían arremolinado a nuestro alrededor. Una vez en el interior pudimos observar que el templo estaba casi lleno.
—Una demostración de fe inquebrantable.
—¿Qué hay de malo? —respondí.
—Nada en absoluto. Simplemente, que muchas de las personas que veis aquí hacía años que no pisaban un recinto sagrado y, ahora, el refugio en Dios es su único consuelo. Nunca la Iglesia tuvo tantos fieles devotos.
—¿No es aquél Antonio della Galli?
—Usurero, prestamista y hombre sin escrúpulos. Azote de familias a las que ha arruinado sin piedad. Sin embargo, ya le veis, postrado ante Dios después de haber donado todas sus pertenencias al obispado de Florencia.
—No es posible.
—Me parece que habéis estado muy ocupado entre enfermos y pócimas. La peste no es sólo enfermedad de cuerpos, lo es también de grupos, de ideas y de convicciones. ¿No habéis notado que falta algo?
Observé el templo, los fieles, los altares, las imágenes, hasta que por fin reparé en ello. No había misa, ni tan siquiera había quien dirigiese el rezo.
—¿Os referís al párroco?
—Por supuesto.
—La peste. Ahora es difícil encontrar sustitutos. La muerte no distingue entre ricos o pobres, religiosos o seglares —dije tratando de dar una explicación lógica.
—Sí. Ha sido la peste, pero no en el sentido que creéis. Al buen hombre le ha entrado tal pánico que no ha tenido más remedio que abandonar el rebaño y huir. Y, además, no lo ha hecho solo. Su fe flaqueaba en varios aspectos y se ha llevado una barragana con él.
—No es un caso aislado —comenté—; historias de este tipo se escuchan por todos lados. He oído que hay familias angustiadas por no poder dar el último alivio espiritual a sus moribundos a causa de la falta de sacerdotes. Sin embargo, conozco muchos que no han huido.
—Los que han sabido ser pastores y religiosas durante las vacas gordas y ahora con las flacas. Pero quisiera indicaros otra realidad, aunque me parece que pensaréis que soy un ser negativo incapaz de encontrar algo bueno en esta situación que nos ha tocado vivir. Quizá sea esto con lo que yo me he topado —reflexionó en voz alta—. A veces no me reconozco.
—¿Qué es?
—La Iglesia, o parte de ella, está encontrando mucho beneficio en la enfermedad.
—¿Qué queréis decir? —pregunté.
—Todas las manifestaciones tumultuosas de pietismo, tanto en forma de misas concelebradas, grandes procesiones, actos públicos de contrición. Nunca antes se había controlado a tanta gente. Nunca antes se había hablado tanto desde los púlpitos del castigo de Dios y, nunca antes, desde el miedo, se había podido llegar a controlar a tantos poderosos. Favores políticos, tierras y fortuna se entregan a cambio de protección divina contra la peste. Incluso algunos eclesiásticos, arrastrados por este poder, comienzan a despreciar las leyes civiles poniendo así de manifiesto su superioridad dentro de la comunidad.
—Creo que os preocupáis demasiado —le dije intentando tranquilizarle, aunque era evidente que había cosas que se mostraban como incuestionables y que yo también había notado—. En la Iglesia hay buenas personas que están en el lugar que deben estar. Además, la alta jerarquía siempre ha estado jugando al poder.
—Sí —me interrumpió—, pero no creí que llegasen a aprovecharse de una situación como ésta… Pero salgamos, aquí no huele precisamente bien.
Continuamos andando por las calles, incluso vimos una de esas procesiones que habíamos comentado. Los santos Sebastián, Job y Roque iban en cabeza. El primero, porque tras morir asaetado era presentado como ejemplo de sufrimiento, lo mismo que el segundo, del que se ponían de manifiesto su resignación cristiana y, por último, san Roque, el peregrino que cuidaba enfermos, escogido como abogado de los apestados. Imploraban perdón a Nuestro Señor por los pecados cometidos por la humanidad. De repente vimos cómo uno de los participantes caía al suelo sin sentido; la peste no respetaba ni lo más sagrado. La reacción fue inmediata, la gente retrocedió espantada, dio gritos de pánico e inició la huida en todas direcciones. Sólo algunos frailes de la procesión se apiadaron del enfermo y se hicieron cargo de él. Nos miramos pero no hicimos ningún comentario.
Prosiguió nuestro paseo. Resultaba un tanto extraño llamarlo así. Vimos casas señaladas con pintura roja para indicar que allí había aparecido la enfermedad, individuos que daban muestras de haberla contraído, saqueadores en pleno trabajo, hasta que, por fin, nos detuvimos ante una taberna de la que surgía gran vocerío. Entramos y vimos a un gran número de personas riendo y cantando mientras el vino corría a raudales. La parte superior estaba ocupada por las habitaciones que las prostitutas utilizaban. No se sabía si había más gente arriba o abajo.
Nos hicimos sitio en una mesa y nos sirvieron vino.
—Aquí tenéis —gritó Boccaccio—. Diversión, vino, mujeres. No existe el término medio. La vida es breve y aquí están los que se lo han tomado en serio.
—¿Y no veis aquí nada extraño? —pregunté con intención.
—Por supuesto —contestó Boccaccio, advirtiendo la maldad de mi pregunta—. ¿Creéis que esto sería posible hace unos meses? ¡Es el instinto de supervivencia! Hay que catar el placer, ¿cuántos han quedado viudos y viudas? Ya no se sienten atados, pero, además, hay que regenerar la población. La fornicación está incitada y permitida, tantos muertos han de ser sustituidos por vivos. ¿O acaso no sabéis que se están consintiendo matrimonios que antes impedía el grado de parentesco?
—De eso a decir que se fomenta la fornicación…
—¿Quién creéis que controla la mayoría de los burdeles aparecidos en los últimos meses?, ¿pobres taberneros?, ¿fulanas con iniciativa propia? El hambre ha obligado a mujeres, hombres y niños a vender su cuerpo. ¿Pensáis que esta cantidad de dinero ha pasado desapercibida para algunos?… Doménico, me cuesta pensar que no hayáis advertido todo esto.
—Sí lo he hecho. Y me he dado cuenta de muchas de las cosas que hemos comentado; sin embargo, sigo creyendo en las personas. Estoy de acuerdo con vos en que las grandes miserias de la humanidad aparecen en las situaciones límite, pero también las grandes virtudes. ¿Cuánta gente lucha por combatir la peste?, ¿cuántos han abandonado todo para entregarse a los demás? Está claro que alguien se va a beneficiar de todo esto, pero también hay que ver el lado bueno. Mucha gente ha encontrado a Dios. ¿Alguien se aprovecha? Algún día lo pagará. Otros se han vuelto ateos y luchan por sus semejantes. ¿Importa algo su descreencia? Siempre queda algo de humano y hay que aprovecharlo.
—Bebamos por ello —dijo Boccaccio alzando su jarra. Tras apurar el último sorbo, continuó—: Es tarde y he de preparar mi —hizo una dramática pausa— huida.
—¿Qué pensáis hacer allí? —me atreví a preguntar.
—Escribir. Pero estaréis de acuerdo conmigo en que ya no puedo hacerlo como antes. La realidad es demasiado dura aunque, como vos habéis dicho, hay sitio para otras cosas: amor, humor. Creo que voy a contarlo tal como lo he visto y me han explicado, para que en el futuro sepan cómo fue esta época nefasta. ¿No resulto presuntuoso?, pensar que se me va a leer en el futuro cuando ni siquiera sé si mañana voy a estar vivo.
Al salir nos despedimos. Fue la única vez en mi vida que hablé con él. No supe nunca si llegó a escribir aquella obra, aunque supongo que sí, ya que no tengo noticias de que muriese en la epidemia.
E’l bel parlare e gli atti lieti e snelli
e l’operata già somma salute
da voi ne’ campi amorosi; e in quelli
com’io posso comincio, tua virtute
superinfusa aspettando che vegna
tal che per te le mie cose vedute
in quello estil che appresso disegna
la mano, acquistin lode e il tuo valore
fino a le stelle sí come di degna
donna si stenda con etterno onore.
Aún soy capaz de recordar algunos de los versos del poeta. ¡Cuánto admiré a aquel hombre!
Pero el día no había terminado. Cuando llegué a casa, Francesca salió a recibirme con una carta en la mano.
—La han traído hace rato y han dicho que era muy urgente.
La leí y tuve que sentarme en una silla.
—¿Es algo malo? —preguntó Francesca.
—Me reclaman —dije sin apartar los ojos del papel.
—¿Quién?
—El Papa, en Aviñón.
—¡El Papa! —exclamó mi mujer—. ¿Está enfermo?
—No —dije como en trance—. Reclama a los mejores médicos de Europa para encontrar una solución a todo esto.
—¿Y qué piensas hacer?
—No lo sé. Creo que soy más útil aquí —respondí.
—¿Y si allí se descubre la solución?
—Alguien irá —dije enfadado.
—Me parece que te dejas llevar por tus ideas sobre la Iglesia y el poder de Aviñón —me reprochó Francesca.
—Eso no tiene nada que ver —contesté elevando la voz.
—¿Estás seguro? —me respondió mi mujer con un tono que me dejó intranquilo.
—No es una decisión que se pueda tomar en un minuto. He de meditarlo. —Y habiendo dicho esto me retiré de la sala.