Capítulo VII

Almería, 1348

Desde la ventana del hospital, Ibn Jatima veía las hogueras dispersas por la ciudad. La peste se había extendido desde San Cristóbal al resto de barriadas de manera casi instantánea. Las medidas preventivas diseñadas por él y sus compañeros se aplicaban, pero eso no impedía que hubiese días en que morían hasta setenta personas.

Almería no poseía un hospital muy grande, pero sí lo suficiente como para albergar, además de las camas para los enfermos, aulas de enseñanza, la administración y una farmacia. También mantenía a su alrededor varios huertos que proporcionaban toda clase de plantas medicinales. Obviamente, debido a la epidemia, el hospital se había quedado pequeño, pero era el lugar donde se habían centralizado los esfuerzos para poder erradicarla. A Ibn Jatima se le había responsabilizado de investigar y aplicar las medidas preventivas. Quemar la ropa y los enseres de los difuntos, enterrar los cadáveres y evitar la acumulación de basuras. Incluso había dictado unas medidas alimentarias que, si bien eran buenas para otras enfermedades, nada indicaba que lo fueran también para ésta.

Otro asunto era el tratamiento de la enfermedad. Los resultados eran infructuosos. Ninguna hierba o ungüento, ninguna infusión o jarabe la hacían retroceder. Los cirujanos lo habían probado todo, el sangrado, la extirpación de bubones, pero sólo se conseguía empeorar el estado del paciente.

Ibn Jatima bajó a la zona de los enfermos. Al-Razi, uno de los cirujanos, se disponía a operar a un individuo con una herida en la cabeza.

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó Ibn Jatima.

Waba —respondió Al-Razi.

—¿Waba? ¿En la cabeza?

—No precisamente. Este hombre andaba por la calle y, de pronto, ha visto cómo sacaban delante de él un cadáver de una casa. Se ha dado tal susto que ha salido corriendo, ha tropezado y se ha clavado una piedra.

Los ayudantes de Al-Razi narcotizaron al paciente mientras el cirujano lavaba sus instrumentos en agua hirviendo y hierbas purificadoras.

—Enseguida termino y hablamos.

Comenzó la incisión con el bisturí alrededor de la herida.

—Vaya, lo que me figuraba. Una pequeña esquirla se le ha clavado en el interior. No me extraña que le doliera tanto.

Mientras hablaba manejaba los instrumentos como un auténtico virtuoso.

—Ya está —dijo mostrando una minúscula partícula ensangrentada.

Pidió el hilo, hecho de intestinos de animales, y comenzó a coser. Una vez iniciada la tarea, se la pasó a uno de sus asistentes para que continuara.

—Terminad y acostadlo. Cuando se despierte, me llamáis para examinarlo.

Los dos médicos salieron de la sala y atravesaron pasillos donde los camastros se amontonaban.

—Es muy duro ser médico y ver todo esto —dijo Al-Razi.

—¿No habéis descubierto nada?

—La cirugía no sirve contra esta enfermedad. La extirpación de los bultos únicamente acelera la muerte del paciente entre horribles sufrimientos. La buba no es la causa. La buba es algo que se produce por el mal y si la extirpamos estamos sacando algo vital que pertenece al cuerpo.

—¿El qué? —preguntó Ibn Jatima con interés.

—El cuerpo humano, como tú ya sabes, guarda aún multitud de secretos para nosotros, y uno de ellos es éste —contestó Al-Razi.

—Es terrible. La cirugía no puede hacer nada, la farmacia, tampoco, la botánica… Pero no creo que haya mal en el mundo que no sea curable. Tiene que haber una solución.

—Ya conoces las noticias que llegan de todo Occidente. La waba o la peste, como prefieras llamarla, se ha presentado en todos los lugares sin respetar razas ni fronteras. Si en algún sitio hubiera un remedio, sin duda nos hubiésemos enterado.

—O alguien no quiere revelarlo.

Al-Razi se detuvo y se quedó mirando a su amigo.

—¿Quién podría en el mundo, ante semejante espectáculo, hacer una cosa así?

Ibn Jatima no respondió, se encogió de hombros y continuó andando.

Salió a la calle y enfiló el camino del alcázar del gobernador. Tenía que informarle de la situación, aunque sólo había que echar un vistazo a las calles para darse cuenta de que no era muy halagüeña. Mientras andaba, se dio cuenta de algo terrible: caminaba entre la muerte y la desolación y le parecía algo normal. Nada le sorprendía, y la visión de las miserias del mundo le dejaba indiferente. Si no podía conmoverse ante sus semejantes, ¿qué le quedaba ya de ser humano? Pero ¿sólo a él le sucedía esto? La gente había aprendido a convivir con la waba de forma habitual. Los juegos de los niños ya no se detenían cuando pasaba un entierro; demasiadas interrupciones. La gente miraba con indiferencia a los enfermos, como si no quisieran admitir su existencia. Pero, además, se estaba desarrollando una nueva forma de sobrevivir, el saqueo de las casas de los enfermos, la venta de sus enseres, aunque estuviera prohibido. Nuevas profesiones como los recogedores de cadáveres, que cobraban altísimas cantidades, pululaban por las calles ofreciendo sus servicios en cuanto veían una oportunidad.

Ibn Jatima no quiso pensar más porque se daba cuenta de que la dureza y la crueldad se apoderaban de un mundo que había hecho de la sensibilidad una de sus banderas. Sin saber por qué, le vino a la mente una de las poesías de Al-Tutilí, el ciego de Tudela.

Una risa que descubre perlas.

Un rostro bello como la luna.

El tiempo es demasiado estrecho para abarcarlos,

pero mi corazón los abarca.

Una lágrima rodó por su mejilla. La recogió en un dedo y se la quedó mirando. «Puede que aún nos quede algo de humano».

Había llegado a la puerta del alcázar. La guardia no le puso ningún impedimento para entrar. No era la primera ni la última vez que el médico aparecía por allí. Uno de los ayudantes del gobernador le salió al paso.

—Menos mal que habéis venido. El gobernador iba a enviar a alguien a buscaros.

—¿Sucede algo? —preguntó Ibn Jatima.

—No sabemos. Únicamente ha dicho que era urgente.

Ibn Jatima pensó que todo lo que sucedía últimamente era urgente y nadie podía esperar más de la cuenta. Le acompañaron a una habitación y allí esperó. Al cabo de unos momentos apareció Abd al-Malik, gobernador de Almería.

—Bienvenido, Ibn Jatima.

El médico contestó con una reverencia.

—Iba a mandar llamarte.

—¿De qué se trata? —preguntó el galeno.

—Has de hacer un viaje.

—¿Un viaje?

—Sí. Te ha extrañado tanto como a mí, y más te extrañará cuando sepas adonde y para qué.

La conversación transcurrió por espacio de casi una hora. Al fin salió el médico y, sin mediar palabra, cruzó a toda prisa el alcázar y se dirigió a su casa.

Allí llamó a un criado y éste, a su vez, partió inmediatamente a uña de caballo. Durante cinco días Ibn Jatima estuvo nervioso y apenas durmió. Su mujer llegó incluso a sospechar si no le había afectado la enfermedad. Le preguntaba, pero él se mantenía en silencio o bien contestaba algún exabrupto. Por fin, al amanecer del sexto día, cesó su ansiedad. En el patio de la casa, sucio y cansado del viaje, había aparecido Ahmed.

—¡Ahmed! —exclamó Ibn Jatima.

—He venido en cuanto he podido —respondió el yerno.

—Tengo noticias, noticias importantes —dijo su suegro.

—¿Habéis encontrado un remedio? —preguntó Ahmed.

—No, todavía no, pero puede que hayamos iniciado el camino. Pero antes de nada, te he mandado preparar el baño y comida abundante. Y no te preocupes por tu mujer, está bien y la he mandado llamar para que os reunáis.

Ahmed llevaba mucho tiempo luchando contra la enfermedad y ni recordaba cuándo había sido el último baño que, en toda la extensión de la palabra, había tomado. Le dolían todos los huesos del cuerpo y allí quedó dormido hasta que los criados vinieron a despertarle.

Una vez aseado se reunió de nuevo con su suegro en la biblioteca. Ambos se sentaron.

—¿Y bien? —preguntó Ahmed.

—Hace seis días estuve con el gobernador y me dijo que debía hacer un viaje.

—¿Un viaje? ¿Ahora?

—No. No se trata de un viaje de placer ni nada por el estilo. Ahmed, puede que sea la última esperanza de la raza humana.

Ahmed comenzaba a impacientarse. Su suegro se hacía viejo y hablaba con rodeos.

Ibn Jatima continuó:

—El Papa de los cristianos ha hecho un llamamiento a los médicos más importantes de Europa, sin distinción de raza o credo, para que se reúnan en Aviñón y expongan allí sus experiencias y traten de encontrar una solución para esta plaga que arrasa el continente.

Ahmed estaba atónito. Había permanecido demasiado tiempo fuera.

—¿Tan grave es lo que está sucediendo? —pudo preguntar al fin.

—Aquí mueren cincuenta personas al día, o incluso más. Pero las noticias que llegan de Europa son terribles. Tanto, que una de las autoridades que aún respetan los cristianos ha tomado esta iniciativa.

—Y tú has sido uno de los escogidos —le interrumpió Ahmed.

—Sí. Pero yo ya soy muy anciano para semejante aventura y así se lo he hecho ver al gobernador, que lo ha entendido. Así que yo no voy a ir, pero no me ha dejado salir del alcázar sin proponer una alternativa, un nuevo candidato.

El silencio se hizo en la biblioteca. Al cabo de unos segundos, que a Ahmed le parecieron una eternidad, Ibn Jatima continuó:

—Ahmed: Tú eres joven y el mejor médico que han dado las últimas generaciones. Conoces a los cristianos, dominas algunas de sus lenguas y tienes la personalidad necesaria para hacerte oír ante todos aquellos sabios. Ahmed, ve a Aviñón y vuelve con la respuesta a nuestras oraciones.

Entretanto, Zaida había llegado a la casa. Los hombres no tardaron mucho en salir. Al ver a su marido, lo abrazó.

—Regresaremos a casa —dijo Ahmed.

—¿Te volverás a ir? —preguntó su mujer.

Ahmed miró a su suegro y después a Zaida.

—He de hacer un largo viaje —respondió.

—Pero apenas te he visto y ya te vas —dijo su mujer, desesperada.

—Cuando te explique de qué se trata, tú misma me obligarás a ir.