Capítulo VI

Donde prosigue el relato de cómo apareció la epidemia en Florencia.

Al salir de casa de Antonio me vi rodeado por varios individuos. No había hecho ningún alarde de mi dinero, pero ellos no lo entendían así. Me detuve en el rellano y les pregunté si alguien necesitaba de mis servicios identificándome como médico. Nadie respondió, sólo me miraban. El miedo empezó a invadirme, pero en ese momento, desde la puerta de la calle, oí gritar mi nombre. Contesté enseguida para que todo el mundo supiera que estaba allí. Inmediatamente, alguien subió corriendo por la escalera. Eran dos frailes franciscanos. La ayuda no era precisamente la más idónea pero resultó efectiva; los hombres desaparecieron lentamente por puertas y escaleras.

—Yo soy Doménico Tornaquinci. ¿Por qué me buscáis, hermanos?

Los dos frailes eran muy jóvenes y casi estallo en carcajadas al ver las dimensiones de sus hábitos en comparación con las de su relleno.

—El hermano Paolo nos ha mandado a buscaros —respondió el que recuperó antes el resuello—. Primero hemos ido a vuestra casa y vuestra mujer nos ha indicado que estabais en este barrio. Llevamos mucho tiempo tratando de encontraros.

—Está bien, está bien. ¿Y por qué me busca el hermano Paolo? ¿Está enfermo?

—No, él no. Pero mucha gente sí —contestó el otro hermano, muy nervioso.

Paolo era mi amigo. Un franciscano dedicado a los más pobres de Florencia.

Seguí a los dos hermanos por las calles del barrio. Mientras avanzábamos, a pesar de recorrer sitios que nunca había pisado, todo me resultaba familiar. La sensación de miseria y desgracia que observaba se acrecentaba con las últimas luces del día. La gente se retiraba y muchas callejuelas parecían abandonadas. El eco de nuestros pasos resonaba en las fachadas. De vez en cuando, algún bulto acurrucado contra la pared, que había gastado las pocas monedas mendigadas aquel día en vino y que trataba de dormir su existencia, nos indicaba que aún había vida humana en algunos lugares.

Llegamos al cobertizo que Paolo utilizaba como hospital y entramos en él. No pude evitar una mueca de asco al sentir el hedor que impregnaba el interior de aquel lugar. Desde la puerta se contemplaba todo el habitáculo. No era muy grande, per o sí lo suficiente como para permitir veinte jergones de paja alineados en dos grupos de diez, que los franciscanos utilizaban para los enfermos o para albergar a los pobres de solemnidad.

Avancé entre las dos filas, ambas totalmente llenas de gente que gemía. Incluso un mismo camastro era compartido por dos personas. Cinco o seis frailes se movían de un lado al otro de la habitación tratando, en vano, de atender a aquellos seres que no articulaban palabras sino gritos de dolor.

Paolo me sacó de mi estupor.

—Menos mal que has venido —dijo—. Necesitamos un médico. Tenemos el cobertizo lleno y nos llaman de todo el barrio para que vayamos a las casas. Es raro el lugar al que no ha llegado esta plaga.

—¿Sabes de qué se trata? —pregunté.

—Si lo supiera ya te lo habría dicho —me contestó Paolo, nervioso.

—Está bien, está bien, tranquilízate. Veamos, ¿qué es lo que has observado hasta ahora?

Paolo tenía conocimientos médicos que había adquirido para poder atender a sus pobres feligreses.

—Nunca he visto nada semejante: sudores nauseabundos, calenturas, vómitos… No hacemos más que tirar vacinillas. —Hizo una pausa y añadió—: Si es que les da tiempo a poder utilizarlas.

Hice ademán de dirigirme al primero de los enfermos, pero Paolo me asió del brazo.

—Espera, aún hay más.

Me señaló con la cabeza uno de los camastros. Lo ocupaba una chica muy joven, casi una niña. Sudaba y gemía sin cesar. Me acerqué a ella y puse la mano en su frente. Tenía muchísima fiebre. Comencé a explorarla tratando de encontrar alguna explicación a aquello que le sucedía.

Paolo interpuso su mano, descubrió el torso de la muchacha y levantó su brazo. Nunca había visto nada semejante. Un bulto negro, grande como un huevo, que supuraba constantemente. Intenté mantenerme frío y no dejarme arrastrar por la sorpresa y, por qué no decirlo, por el pánico. Después de tanto tiempo, aún siento lo mismo cuando recuerdo aquello. Durante años tendría que ver muchos enfermos de lo mismo; sin embargo, el tiempo y la costumbre te endurecen. En aquel momento fue como una pesadilla de la que quieres despertar y no puedes. Traté de rehacerme, ya que todos estaban pendientes de mí y lo último que necesitaban es que yo les comunicara mi miedo. Debía de haber una explicación. Desnudé totalmente a la enferma. Trataba de encontrar algo que me diera luz, algo conocido, que pudiera diagnosticar, pero el cuadro me desconcertaba cada vez más. No era sólo el bulto. Manchas cárdenas en muchas zonas del cuerpo, la lengua blancuzca y pastosa, temblores, y aquel olor insoportable que provenía de sudores y líquidos corporales. La muchacha parecía ebria, y cuando podía articular algunas palabras era para pedir agua.

Terminé por abandonar y tapar a la enferma.

—¿No sabes lo que es? —me preguntó Paolo con miedo ante lo que pudiera responderle.

Me mantuve en silencio durante unos instantes que supongo que a él le debieron parecer una eternidad.

—¿Ella es la que está peor? —dije al fin.

—Ya no se puede hablar ni de mejor ni de peor. Todos están igual. Las bubas negras aparecen en sus cuerpos… Doménico, al principio creí que esto era la viruela, pero no lo es, y si tú no puedes decirme de qué se trata, nadie puede.

Repasé a toda velocidad lo aprendido durante años de estudios y profesión, pero no recordaba nada parecido a aquello. Decidí examinar al resto para ver si podía atisbar algo reconocible, pero todo fue inútil. Paolo continuaba atendiendo a los enfermos y de vez en cuando me miraba intentando encontrar aunque sólo fuera un gesto, una mueca, algo que indicara que había dado con el motivo del mal que se había apoderado de aquella pobre gente.

Los hermanos se movían sin cesar y, a ratos, llegaban a mis oídos algunas de sus conversaciones: plagas, posesiones diabólicas, miedo al contagio.

Paolo me distrajo de mis pensamientos.

—Nos están trayendo más gente.

El cobertizo estaba absolutamente lleno. El franciscano ordenó poner paja en la calle, junto a las paredes del improvisado hospital, para situar allí a los que fueran llegando.

—Es necesario que las autoridades se enteren de esto y… —comenzó Paolo; pero no pudo continuar por la interrupción de un fraile.

—¡Hermano Paolo, venid pronto!

Acudimos junto al jergón en el que se encontraba la joven que había examinado momentos antes. La habían incorporado y trataban de reanimarla. Les detuve. Había muerto.

—Ya sabemos que mata —dijo el franciscano.

Decidí pasar a la acción. No sabía con lo que nos enfrentábamos, pero había que intentar algo. Cogí mi instrumental. Paolo me siguió hasta uno de los enfermos que parecían en peor estado.

—¿Por qué éste? —me preguntó.

—Porque lo he examinado antes y comienza a tener el mismo bulto que tenía la muchacha —contesté.

—¿Qué piensas hacer?

—Abrirlo antes de que se abra él.

—¿Sabes lo que haces?

—No. Pero es lo más evidente de esta enfermedad. Si conseguimos extirparlo quizás acabemos con ella.

Paolo puso al enfermo de costado y lo sujetó apartándole el brazo mientras yo sacaba un estilete. Antes de comenzar miré a Paolo como pidiéndole su aprobación. Me devolvió la mirada y empezó a rezar. Comencé la incisión a ambos lados del bubón. El enfermo hizo un aspaviento y perdió el sentido. Seguí trabajando sin tener la menor idea de lo que iba a encontrar. Dudaba entre extirpar o sajar el bulto. Tenía que tomar una decisión. Veía manar sangre y humores, ¿y si extirpaba algo que no debía?, ¿y si aquello era la causa de la enfermedad y una vez extraído curaba al paciente? Decidí abrir y lavar, puse unas hierbas aromáticas en una cataplasma que vendé sobre el bubón abierto. Tuve miedo y decidí hacer lo menos comprometido, aunque luego pude comprobar que no tenerlo tampoco hubiera servido de nada. Paolo lo colocó sobre el camastro y lo tapó. Sólo teníamos que esperar.

Pasé toda la noche en el cobertizo. Tres personas más murieron durante aquel tiempo ante mis ojos, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. La gente seguía acudiendo al lugar, ya fuera por su propio pie o en camillas improvisadas por vecinos. Paolo había enviado a buscar a cuantos frailes y monjas pudieran venir y había ordenado avisar al obispo. El enfermo al que yo había tratado continuaba en el mismo estado. Había recuperado el sentido, pero sus gritos delataban el gran sufrimiento que padecía.

—Yo habría hecho lo mismo —intentó confortarme Paolo.

—Quizá si no lo hubiera sajado no sufriría tanto —contesté.

—O quién sabe si lo hubieses curado.

—No tengo ninguna explicación para esto ni creo que nadie la tenga. Ha de haber un origen. Todo fenómeno tiene una causa, eso es innegable, pero no nos basta para determinar la causa de cada hecho.

—Doménico, Doménico —dijo el franciscano reprimiéndome cariñosamente—, deja al hermano Ockham en su corte alemana. No es momento de filosofar.

—Ya lo sé, Paolo —le repliqué—. Pero estoy tratando de encontrar algo que mi mente entienda. Aquí hay un hombre y hay una enfermedad en su cuerpo. Por tanto, es una enfermedad humana como todas las que puedo curar. ¿Por qué ésta no? La razón también nos dice que no hay que multiplicar las causas sin necesidad, algo individual está haciendo morir a la gente. Los síntomas tienen una causa primera y desaparecerán cuando ésta desaparezca.

No escuchaba nada, únicamente disertaba sin rumbo como si intentara de discernir un enigma irresoluble.

Paolo me zarandeó para devolverme al mundo de los vivos. ¡Qué ironía!, el mundo de los vivos.

—Doménico, tranquilízate y deja la lógica o vas a hacer que este pobre muchacho pierda la fe.

Me giré y vi a un novicio que me miraba asombrado. Le sonreí y continuó con su trabajo.

—Tienes razón, he de descansar —dije—, pero antes tendré que avisar a las autoridades.

—Ya lo he hecho yo —respondió el franciscano—. Anda, vuelve a casa y reposa, ya vendrás más tarde.

Paolo me tranquilizó, pero él ya se había dado cuenta de la magnitud de la tragedia que nos amenazaba y que, hasta ese momento, no podíamos detener.

Al salir a la calle, a la luz del día, el panorama era absolutamente desolador. La pequeña plaza en la que estaba ubicado el cobertizo se encontraba llena de gente que gemía. Los religiosos y religiosas se afanaban en atenderles, pero se veían desbordados. Atravesé la explanada como pude y me dirigí rápidamente hacia el centro de la ciudad. En las calles comenzaba el movimiento habitual, aunque algo extraño se notaba en el ambiente, las noticias vuelan, y en una ciudad como Florencia, más. Al enfilar la subida que daba a mi casa, me encontré frente a mi amigo Giovanni Villani, historiador y uno de los cronistas de la ciudad.

—¡Al fin, Doménico! Tu mujer está absolutamente desesperada. No sabe nada de ti desde anoche. ¿Dónde has estado?

—Ahora no es tiempo de explicaciones; si quieres saberlo, sígueme.

Sin esperar su contestación, comencé a andar. Entré en el patio y se formó una gran algarabía. Los criados comenzaron a correr en busca de mi mujer. Francesca no tardó en aparecer. Estaba pálida y desencajada.

—Creía que te habían matado —me dijo mientras me abrazaba.

—Lo siento. No he podido avisarte. He estado atendiendo a unos enfermos y…

—¡Atendiendo a unos enfermos! ¡Y yo aquí sola y sufriendo, pensando que te había ocurrido sabe Dios qué!

Había cambiado el tono. No era para menos, la explicación no había sido muy brillante.

Tres pasos detrás de mí estaba Giovanni, que miraba la escena divertido.

—Y tú, ¿qué miras? —le espetó Francesca.

—¿Yo?, nada —respondió—. Pero si me permites intervenir, yo te aconsejaría que le escucharas. Si Doménico afirma que estuvo cuidando enfermos, es que así fue. No tienes por qué dudarlo. Algo lógico si yo fuera tu marido y hubiera aparecido a estas horas con una escusa tan burda.

—Gracias, amigo —y recalqué lo de «amigo» con especial saña.

Giovanni se encogió de hombros y calló.

—¿Y bien? —me preguntó mi mujer.

Hice salir a los criados y me senté.

—Ayer, al terminar una de mis visitas, unos frailes franciscanos vinieron a buscarme para decirme que Paolo me buscaba.

Giovanni me interrumpió.

—¿Y cómo está ese franciscano hechicero?

—Bien. Pero déjame continuar. Fuimos al cobertizo que utiliza como hospital. Estaba lleno de gente con una extraña enfermedad que no he sido capaz de diagnosticar. Sudores, vómitos, bubas negras que se hinchan y revientan y que no dejan de supurar. Anoche murieron cuatro y, por lo que he podido ver, todo el barrio está aquejado.

—Es horrible —comentó Francesca.

—Algo he oído viniendo hacia aquí —dijo Giovanni—, pero creí que se trataba de rumores de comadre acrecentados de boca en boca.

—Te puedo decir que ninguna exageración es comparable a lo que he vivido esta noche.

—¿Seguro que no sabes lo que es? —preguntó mi mujer.

—Lo he intentado todo. Incluso operé a un paciente sin saber a ciencia cierta lo que me iba a encontrar, y le hice más mal que bien.

Llamaron a la puerta. Era Angelo, un viejo criado que había servido a mi padre.

—Dime, Angelo.

—Señor, un mensajero de la Señoría desea veros.

—Hazle pasar de inmediato.

El criado se retiró.

—El asunto comienza a ser serio —dijo Giovanni.

—¿Acaso lo dudabas? —le respondí.

Un soldado entró en la sala y me tendió un mensaje tras hacer una reverencia. Desprendí el sello y lo leí.

—Me ordenan que me presente ante ellos con la mayor brevedad posible. Podéis contestar que iré enseguida.

El soldado volvió a hacer una reverencia y se marchó.

—No dice para qué me reclaman, pero me parece evidente.

—Si no te parece mal, iré contigo. Lo correcto es que el cronista de la ciudad esté enterado de todos los detalles —dijo Giovanni.