Capítulo V

Almería, 1348

La enfermedad se había extendido por todo el territorio. Pueblo a pueblo fue apareciendo y nada la detenía. El pánico crecía entre la población, que huía en masa hacia la ciudad en busca de refugio.

Desde el día en que recibió noticias de la epidemia, Ibn Jatima, junto con su yerno Ahmed y otros médicos, había recorrido las poblaciones tratando de aliviar a los enfermos y buscando un remedio para sanarles, pero todos los esfuerzos resultaban inútiles.

Por fin retornó a su casa de Almería. Cansado y hambriento, necesitaba organizar todo lo que había visto sobre el terreno; y pensar, sobre todo pensar. Algo tenía que haber, algo que se le había escapado.

Los criados salieron a recibirle, e inmediatamente apareció su mujer, Azahara, que no pudo por menos que hacer una mueca de disgusto al verle.

—No estoy muy presentable, ¿verdad? —preguntó su marido.

—Pero estás sano y has vuelto —contestó la mujer—. ¿Y Ahmed?

—Está bien, no te preocupes. Ha quedado en la zona oriental cuidando a los enfermos. Está cansado, pero es joven y fuerte.

—Enviaré ahora mismo a uno de los criados para que se lo comunique a Zaida.

Mientras su mujer hablaba con el mensajero, Ibn Jatima comenzó a ascender por la escalera. Le dolían todos los huesos del cuerpo. Era evidente que ya no tenía edad para viajes. Ordenó que le prepararan el baño, no podía perder tiempo, no había vuelto a su casa para holgazanear, sino para trabajar. Sus colegas estaban luchando contra la enfermedad en primera línea, y si él estaba allí era para regresar con algo tangible.

Tras el baño y la cena se dirigió a su biblioteca personal, la más importante de la ciudad y una de las mayores de Al-Andalus.

—Necesitas dormir —le amonestó Azahara.

—Ve tú delante, ahora iré yo.

Ibn Jatima poseía cientos de volúmenes sobre medicina y poesía. En alguno de ellos debía de hablar de aquello, aunque no recordaba haberlo visto nunca. Encendió el candil y comenzó a sacar libros. Observaba el título y separaba aquellos que podían hablar de la waba, aunque no tenía demasiadas esperanzas. Sobre la mesa depositó el Zad al-musafir, de Ibn al-Yazzar, también la Materia médica de Discórides, algunas partes de la enciclopedia médica y quirúrgica del gran Abulcasis, el Kitab al-Tasrif, Tratado de farmacología, del judío Ibn Yanah, algunos escritos de Ibn Wafid y Abu l’Ala, obras de Avenzoar y de Ibn al-Sarray. De repente dejó de buscar en las estanterías y comenzó a revolver entre los libros que había desechado. Lo había visto pasar ante sus ojos, tenía que estar allí, lo acababa de tener en las manos. Cuando apareció lanzó un suspiro de alivio y comenzó a hojearlo. No era un tratado de medicina ni de farmacología, ni tan siquiera una de aquellas obras sobre hierbas y remedios caseros a las cuales eran tan aficionados los árabes. Se trataba de una crónica, una breve crónica, casi un opúsculo, de la vida y reinado del emperador Justiniano. No sabía cómo había llegado a sus manos, pero sí que lo había leído y, si no se equivocaba, allí mencionaba la terrible enfermedad. Leyó y releyó. A lo mejor no era aquél el libro, la edad juega malas pasadas. Había leído la obra, ¿o quizás hojeado?, hacía mucho tiempo. El corazón se le aceleró. Allí estaba.

En el año 15 del reinado del emperador Justiniano, sucedió que un terrible mal se apoderó de las gentes de Bizancio. Bultos negros eran señal inequívoca de muerte. Nada podía curarla y los difuntos se amontonaban en las calles. Ni los rezos ni las procesiones, ni incluso la mortificación del Patriarca, aplacaron la ira de Dios. La tragedia duró meses y después desapareció como había llegado. Gracias al cielo, ni el emperador ni su familia sufrieron daño alguno.

No era mucho y, además, bastante desesperanzados Ibn Jatima estaba desconcertado. Ocho siglos sin noticias y, de repente, vuelve a aparecer. Pero, sobre todo, aquella frase lapidaria, «nada podía curarla», resonaba una y otra vez en su cabeza. Durante horas consultó los manuales médicos, pero mal podían hablar de algo que jamás experimentaron. Bien, si no se curaba, había que evitar que se propagase, algo que hasta aquel momento no se había conseguido.

Era necesario recapitular. Ibn Jatima comenzó el juego de preguntas y respuestas que hacía cuando trataba de resolver algo. ¿Dónde ha aparecido la enfermedad? En Valencia, Mallorca, Almería. Lugares cerca del mar. Luego se había propagado hacia el interior. Podría haber una relación entre la humedad y el mal. Además, la primavera y el verano estaban siendo especialmente calurosos y sofocantes. No estaba muy seguro de ir por buen camino, pero era un comienzo. Los párpados se le cerraban, pero debía continuar.

¿Dónde se produjo el primer brote? En la zona oriental, en el poblado de al-Jawam, y luego se extendió sin descanso a los pueblos de alrededor. Es la zona más miserable de Almería y, probablemente, de todo Al-Andalus. Durante años han sufrido hambre y desgracias. Incluso, como le había recordado su yerno, comían grano en mal estado ante la falta de alimentos. Humedad y comida insana, causas de multitud de males. Aquello era desesperante. Cualquier aprendiz se hubiera dado cuenta de estas dos cosas. También era evidente que la waba se cebaba con los más pobres y en lugares donde la suciedad era más que evidente. La terapia higiénica del agua era algo conocido por su pueblo y, en aquellos lugares, norias, acequias y baños brillaban por su ausencia. Lugares secos, buena comida y agua.

Pero, ¿cómo se contagiaba aquel mal?, ¿cómo recorría las distancias? ¿El aire? Podría ser. En su formación hipocrática y avicénica, era lo más evidente. Pero él no estaba contaminado y el aire llegaba a todos los rincones. O ¿era sólo una parte la que estaba corrompida? Ibn Jatima reposó su cabeza sobre los brazos y cayó en un profundo y reparador sueño.

Un criado entreabrió la puerta de la biblioteca y vio a su señor durmiendo sobre la mesa. El candil casi agotado indicaba que no se había movido de allí en toda la noche. Se acercó y trató de despertarle.

—Señor, señor; despertad, señor. —Como no despertaba, lo zarandeó levemente—. Señor, despertad.

El médico levantó la cabeza.

—¿Qué sucede?

—Perdonadme, señor, pero un mensajero desea veros urgentemente.

—Ahora mismo salgo.

El criado hizo una reverencia y se retiró. Ibn Jatima tenía todo el cuerpo dolorido. Movió la cabeza en círculos y se incorporó. Al salir al patio, encontró al mensajero que le esperaba.

—Mi señor Al-Saquri me ha enviado para reclamar vuestra presencia en el barrio de San Cristóbal. Os pide, por favor, que vayáis.

—Volved y decidle que iré en cuanto me sea posible.

Al-Saquri era un médico de la ciudad muy amigo suyo que últimamente había dejado un poco de lado la práctica de la medicina para dedicarse a la enseñanza. Juntos compartían juegos y baños públicos, donde discutían largas horas sobre medicina, política o poesía.

Ibn Jatima ni siquiera esperó a que su mujer se levantara; ordenó que le preparasen su montura y se dirigió hacia San Cristóbal. Era el barrio más pobre de la ciudad, allí convivían en armónica miseria las tres religiones. No le habían dicho el motivo de la llamada de su amigo, pero lo sospechaba.

En la callejuela de acceso a la zona le esperaba un criado de Al-Saquri.

—Seguidme, señor.

Atravesaron un sinfín de calles laberínticas y estrechas. Ibn Jatima pensó que sería incapaz de recordar cómo se salía de allí. Por fin el guía se detuvo frente a una casa. Ibn Jatima entró y se encontró a su amigo junto a un camastro ocupado por un hombre. Un olor terrible inundaba la habitación, un olor que ya había sentido en la zona oriental de Almería. Al-Saquri levantó la sábana.

—Waba —dijo Ibn Jatima.

—Ya ha llegado aquí —remachó Al-Saquri—. Que Alá nos proteja.

—¿Hay más casos?

—En las casas colindantes comienzan a enfermar. He enviado a mis aprendices a recorrer el barrio, y las noticias que me traen son alarmantes. Y no hay que irse muy lejos, en la casa de al lado hay toda una familia con los síntomas.

Ibn Jatima dejó a su amigo y entró en la vivienda contigua. El panorama era espeluznante, todos estaban enfermos. Sin embargo, al ver al padre de familia, algo le vino a la mente.

—Yo te conozco —dijo el médico.

El hombre sudaba y apenas podía hablar.

—¿Me recuerdas?

Movió negativamente la cabeza.

—Yo te he visto en alguna parte. —Trataba de recordar dónde, porque intuía que era importante—. ¡Ya está! Te vi en Al-Jawam. Eres un comerciante de telas. Tú comprabas las ropas de los muertos para luego venderlas. Llevabas un carro enorme y… ¡Alá misericordioso, las has vendido aquí!

El enfermo no contestaba, incluso era probable que no se diera cuenta de nada, pero Ibn Jatima, mientras recordaba, relacionaba los hechos. Salió rápidamente y se reunió de nuevo con Al-Saquri.

—¡La ropa! ¡Hay que quemar toda la ropa de los enfermos!

—Pero, ¿qué dices?

—No sé por qué ni cómo, pero la enfermedad ha llegado aquí en un carro de ropa. El moribundo de al lado es un mercader de ropa usada al que vi en la zona de Al-Jawam recorriendo los poblados. Compraba o cogía la ropa de los muertos para luego revenderla. Y lo más probable es que lo haya hecho aquí.

—¿Estás seguro?

—No, pero es lo único que tenemos. Envía a tus alumnos para que averigüen quién compró esas telas. Yo voy a ver al gobernador para informarle de lo que pasa.