Capítulo IV

Donde se cuenta cómo supe de la existencia de la epidemia.

Era marzo de 1348. La primavera llegaba más calurosa que nunca. Florencia la esperaba con tranquilidad y con su ritmo de vida habitual. Las noticias que llegaban del exterior no preocupaban en exceso a sus habitantes. La guerra estaba muy lejos y los rumores sobre desgracias naturales y enfermedades parecían eso, rumores y cuentos de alarmistas sin fundamento. Yo me dedicaba a mis enfermos. Por la mañana visitaba a las grandes familias y por la tarde dedicaba algún tiempo a recorrer los barrios pobres de la ciudad. Por esta actividad recibí multitud de reproches y críticas. De parientes, de amigos. No podían comprender que, siendo de rica cuna y uno de los médicos más solicitados, dedicara horas al cuidado de los más necesitados sin que me reportara ningún beneficio económico. Con qué fuerza discutía en aquel tiempo. Los ideales de la juventud son tan hermosos y tan claros que aún hoy siento pena en mi corazón por todos aquellos que no se conmovían, ni se conmueven, ni, permitidme este rasgo profético, se conmoverán, ante el rostro de un niño hambriento y enfermo. Doy gracias a Dios por haberme dirigido hacia una profesión desde la que pude ayudar a seres humanos. No sólo a ricos seres humanos que podían pagar mis servicios, sino a todos los que necesitaron de mí. La enfermedad no distingue, y los tiempos que vinieron corroboraron de forma terrible este hecho. Pero no quiero continuar divagando.

Recuerdo aquel día de marzo como si fuera hoy. Por la mañana temprano me dirigí a la mansión de los Bardi. El viejo Pietro me reclamaba para que hiciera algo con sus achaques. No había manera de convencerle de que lo único que tenía era edad y que no era el sumidero de todas las enfermedades que corrían por Florencia. La visita con él siempre terminaba igual, vociferando la inutilidad de la clase médica y, si tenía algo a mano, lanzándolo contra mi cabeza, cosa que me permitía ejercitar los reflejos. Aquella visita no fue diferente. Le alivié los dolores de espalda con un masaje y le preparé una infusión para calmarle la mala digestión que había sufrido la noche anterior.

—No es bueno comer tanto por la noches —le comenté sabiendo que la respuesta iba a ser un improperio.

—Llevo toda mi vida cenando lo mismo y nunca me ha pasado nada —gruñó el viejo burgués.

—Salvo desde que sois mi paciente.

—Eso es lo que me está matando. En mala hora abandonó la profesión el viejo Umberto. Él sí me comprendía.

Lo que no entiendo es cómo os recomendó para ocuparos de sus pacientes. ¡Seguro que lo sobornasteis!

—Prescindid de mí —dije tranquilamente mientras guardaba el instrumental.

—¡Y tener que caer en manos de otro! No, gracias. Vos no me llegáis a curar porque así tenéis trabajo, pero no me podéis dejar morir porque os lleváis mi dinero.

—Certero razonamiento —contesté mientras me dirigía a la puerta y me disponía a esquivar lo que, por supuesto, me iba a lanzar—. No olvidéis tomaros la infusión. He de produciros un nuevo dolor de tripas para volver a aliviároslo.

Creo que lo que me tiró ese día fue el recipiente que acababa de vaciar, pero no estoy seguro.

Aquella fue la última visita de la mañana. Salí a la calle y me dirigí a mi casa. ¡Qué hermosa estaba la ciudad! La opulencia podía verse en cada uno de los recodos. Sus edificios eran reflejo de su pujante economía y su asentado gobierno. Un gobierno que en aquel tiempo yo creía justo, pero del que empezaba a dudar porque permitía que a unos cuantos cientos de metros la miseria se cebara con las personas. Había democracia, los cargos eran elegidos en igualdad de condiciones, pero desde mi privilegiada posición de observador de la vida política y social era evidente que la democracia no se basaba en la asunción de derechos fundamentales para todos los ciudadanos, sino en el privilegio de las grandes familias para ejercer un poder que favoreciera sus intereses.

Llegué a mi casa, atravesé el patio y subí al comedor. Mi mujer no tardó en aparecer. ¡Pobre Francesca!, cuánto le hice pasar. Estuvimos muy poco juntos y ahora me arrepiento de no haber pasado más tiempo a su lado. Ella sabía con quién se casaba, pero quizá le exigí demasiados sacrificios sin darme cuenta. Mis largos silencios, mi malhumor, mis cabezonadas, las salidas a horas intempestivas. Y ella lo soportó todo con estoicismo. Me da miedo admitirlo, pero me cuesta recordar ciertos rasgos de su rostro. Siento terror al imaginar que una mañana puedo levantarme y haberla olvidado. Das muchas cosas por sentado, pero cuando pierdes al ser amado te das cuenta de todo aquello que pudiste hacer y dejaste pasar.

Aquel día nos sentamos a la mesa y Francesca comenzó a contarme lo acontecido por la mañana. Supongo que se daba cuenta de que no prestaba demasiada atención, pero ella, día tras día, me ponía al corriente de lo que sucedía en la ciudad. Francesca había sido educada como la mayoría de las burguesas florentinas, suave en los modales, dura con el servicio, sumisa ante el marido. Nuestro matrimonio fue concertado por las familias tan pronto como entramos en la adolescencia. Solía pasar entre la alta burguesía, pero nunca podré decir que nuestra relación fuera fría y distante como en otros casos similares, y puedo jurar que nunca tuve una amante, práctica habitual entre algunos de mis amigos.

—¿Sabes lo que le ha pasado a Paula Strozzi?

—¿Quién?

—Sí, hombre, Paula Strozzi. La viuda de Leonardo Sassetti.

—¿Qué le sucede? —dije con fastidio.

—Me da igual que no te guste hablar de estas cosas, pero no te veo en todo el día y si yo no hablo, tú no me dices nada. Así que es mejor que me escuches con agrado.

Ahora recuerdo que quizá lo que menos aprendió fue la sumisión al marido.

—Resulta —continuó— que su familia, para recuperar la dote, la ha hecho volver con ellos, separándola de los parientes de su marido. Pero lo peor es que los Strozzi han renunciado a los hijos del matrimonio para recuperar el dinero y, además, han concertado una nueva boda para Paula usando la misma dote.

—Eso es una barbaridad.

—Ves. A ti, que no te ocupas de estas cosas, también te parece mal. A mediodía he estado discutiendo con María Cavalcanti, quien lo veía normal. Claro que Cavalcanti y Strozzi nunca se han llevado bien. ¿Lo dijo acaso con doble intención?

Después de comer me dispuse a salir para dirigirme hacia uno de los barrios pobres. Francesca no alcanzaba a comprender la importancia de aquella actividad, pero si alguna vez me lo reprochaba lo hacía de forma suave y sabiendo que era inútil.

—¿Por qué no dejas de ir a esos lugares? Eres el mejor médico de la ciudad, las familias más ricas confían en ti, incluso te llaman de otros lugares. Cada vez que vuelves de allí lo haces más desanimado. Busca a alguien que continúe tu labor, seguro que hay jóvenes médicos que harían lo mismo.

—Francesca, yo no busco reconocimiento. Soy médico. Mi trabajo es intentar sanar a las personas. A todas las personas. La enfermedad se ceba con los más necesitados y nadie les ayuda. Yo lo único que hago es dedicarles parte de mi tiempo y todos mis conocimientos igual que hago con el burgués en su palacio, y además… Francesca repetía al unísono conmigo.

—«… una gota de agua no hace el mar, pero mientras exista esa gota nadie podrá hablar de desierto». —Y mi mujer me despedía en la puerta como si de un cruzado se tratase, sabiendo que podría disuadirme o convencerme de muchas cosas, pero nunca de aquello.

El barrio de los emigrantes se extendía a lo largo de la muralla que impedía la extensión de la ciudad, creciendo en vertical, amontonando unos pisos sobre otros, hacinando familias pobres, que, cada vez con más frecuencia, llegaban a Florencia. El frío en invierno era terrible, el calor en verano, insoportable, y en las casas había signos evidentes de que los seres humanos no eran los únicos inquilinos del lugar. El exterior no era mejor que el interior. Las calles sin pavimentar, mal ventiladas y con la basura amontonada, me hacían acelerar el paso. Muchas veces tuve que esquivar los desperdicios que al grito de «agua va» llovían desde las ventanas y que terminaban por formar parte del cieno, que era la superficie en que se desarrollaba la vida de aquellas pobres gentes. Los niños cazaban en la calle ratas que enarbolaban como si fueran banderas. Una mujer vestida con harapos me chistó desde el dintel de una puerta para ofrecerme sus servicios. Tenía signos evidentes de no comer lo necesario, incluso pude atisbar en la mueca que esbozaba como sonrisa que sufría aquel mal que hacía sangrar las encías y perder los dientes, la enfermedad de la horda. Las personas con las que me cruzaba no ofrecían mejor aspecto ni en salud ni en apariencia, ya que vestían los míseros tabardos llenos de pulgas que se habían convertido en el uniforme de los pobres de Florencia.

Llegué a casa de Antonio, un campesino que había venido recientemente a la ciudad. Su hijo pequeño estaba enfermo. El niño no tendría más de cuatro años. Toqué su frente para comprobar la temperatura y a continuación exploré su vientre hinchado. Los padres del muchacho se encontraban en una esquina de la mísera habitación que les servía de vivienda para no entorpecer la poca luz que entraba. El olor a humedad se superponía al conjunto de hedores que provenía de las calles, y la mala ventilación no ayudaba precisamente a disiparlos.

—Señor —me preguntó el padre—, ¿qué tiene nuestro hijo?

Me mantuve en silencio unos momentos mientras pegaba el oído a la espalda del muchacho. Lo acosté y lo tapé con el viejo saco que le servía de manta.

—¿Qué habéis comido hoy? —terminé por decir, al ver los restos de pan de avena que aún quedaban sobre la mesa.

—Sólo pan —contestó la madre.

—¿Cuánto hace que estáis comiendo sólo eso?

—Señor, hace dos meses tuvimos que abandonar nuestra tierra y venir a la ciudad. Pan de avena, junto con algunas legumbres, es lo único que podemos conseguir. Mi marido no tiene trabajo y hace semanas que se nos acabó el poco dinero que trajimos.

—A vuestro hijo y a vosotros os hacen falta más alimentos. El muchacho está muy débil, y si no los come, pronto morirá. Y, probablemente, vosotros seguiréis el mismo camino.

La madre se había acercado al pequeño y lo abrazaba. El padre se sentía impotente. Yo no pude soportar aquella escena, eché mano al cinturón y cogí una pequeña bolsa que ofrecí al hombre.

—Tomad y utilizadla para comprar alimentos: carne, pescado, pan de trigo. Y mañana presentaos a Lorenzo Colombo, contramaestre lanero, y decidle que vais de mi parte.

El hombre se arrodilló y me besó la mano. Nunca me gustaron aquellos gestos y lo aparté rápidamente.

Salí de la habitación y me di cuenta de que quizá no tenía que haberme dejado llevar por la caridad de forma tan rotunda. La habitación no tenía puerta, únicamente una tela la separaba del corredor de vecinos. Varios rostros me miraban; la codicia se reflejaba en algunos de ellos, y la desesperación, en otros. ¿Quién era aquel campesino para recibir dinero estando en las mismas condiciones que los demás? Con mi acción había puesto en peligro su vida y tal vez la mía. El mal se oculta en cualquier parte y la miseria humana es buena compañera para él.