35

La atención que Mrs. Penniman concedía al caballero no tenía los límites que Catherine, por el bien de ella, hubiera deseado conocer. Duró lo bastante para permitirle aguardar otra semana, sin hablar de él nuevamente. Y volvió a tratar el tema en iguales circunstancias. Mrs. Penniman estaba sentada, pasando la velada en compañía de su sobrina: pero en aquella ocasión no hacía tanto calor, la lámpara estaba encendida, y Catherine se había sentado junto a ella con una labor. Mrs. Penniman estuvo sentada en la terraza durante media hora; luego entró y se movió vagamente por la habitación. Finalmente, se dejó caer en una silla inmediata a Catherine, con las manos cruzadas y el aire excitado.

—¿Te vas a enfadar si te hablo nuevamente de él? —le preguntó.

Catherine levantó los ojos.

—¿Quién es él?

—El hombre que amaste.

—No me enfadaré, pero no me agradará.

—Te envió un mensaje —dijo Mrs. Penniman—. Yo le prometí entregarlo, y tengo que cumplir mi promesa.

Durante todos aquellos años, Catherine había tenido tiempo de olvidar lo poco que había tenido que agradecer a su tía en sus épocas de desolación; hacía mucho que le había perdonado a Mrs. Penniman el tomar demasiado sobre sí. Pero por un momento aquella actitud de interposición y desinterés, aquel traer de mensajes y aquel cumplimiento de promesas, le hizo recordar que su compañera era una mujer peligrosa. Había dicho que no se enfadaría, y sintió haberlo dicho:

—¡A mí qué me importa el que cumplas o no tu promesa! —repuso.

Sin embargo, Mrs. Penniman, con su alto concepto de los compromisos sagrados, siguió adelante:

—He avanzado bastante para retroceder —dijo sin molestarse en explicar lo que significaba aquello— Morris Townsend desea especialmente verte, Catherine; cree que si supieses cuánto y por qué desea verte, consentirías en ello.

—No puede haber razón para ello —dijo Catherine—, ninguna razón buena.

—Depende de ello su felicidad. ¿No es ésa una buena razón? —preguntó Mrs. Penniman con aire impresionante.

—Para mí, no. Mi felicidad no depende de eso.

—Yo creo que te sentirás más feliz después de verle. Se marcha de viaje, va a continuar sus vagabundeos. Su vida es solitaria, inquieta y triste. Quiere hablarte antes de partir; su deseo se ha convertido en una idea fija; piensa en ello constantemente. Tiene que decirte algo muy importante. Cree que nunca le juzgaste bien, y esa creencia le oprime terriblemente. Desea justificarse; cree que con unas cuantas palabras podría hacerlo. Quiere encontrarse contigo como un amigo.

Catherine escuchó aquel extraordinario discurso sin hacer una pausa en su labor; había tenido varios días para hacerse a la idea de que Morris Townsend era algo de actualidad. Cuando su tía hubo terminado, dijo sencillamente:

—Por favor, dile a Mrs. Townsend que yo deseo que me deje en paz.

Apenas acababa de hablar, cuando el timbre de la puerta vibró en la noche de verano. Catherine miró el reloj; eran las nueve menos cuarto; muy tarde para visitas, especialmente en el verano, cuando la ciudad estaba vacía. En aquel mismo momento, Mrs. Penniman se sobresaltó y entonces los ojos de Catherine se volvieron hacia su tía. Se encontraron con los de Mrs. Penniman, y durante un momento los sondearon. La tía Lavinia se ruborizó; su mirada parecía querer confesar algo. Catherine interpretó bien su significado y se levantó prontamente.

—Tía Penniman —dijo con un tono que asustó a su compañera—, ¿te has tomado la libertad…?

—¡Mi querida Catherine —tartamudeó Mrs. Penniman—, espera a que le hayas visto!

Catherine había asustado a su tía, pero ella también estaba asustada; sentía ganas de salir para decir al criado que no quería recibir a nadie; pero el miedo de encontrarse con su visitante, la contuvo.

—Mr. Morris Townsend.

Esto fue lo que oyó decir al criado, vaga, pero distintamente, mientras vacilaba. Estaba vuelta de espaldas a la puerta del salón, y durante un momento permaneció así, dándose cuenta de que su visitante había entrado. Sin embargo, él no hablaba; y finalmente ella se volvió. Entonces vio un caballero de pie en el centro de la habitación, de la cual su tía se había retirado discretamente.

Catherine no le habría reconocido. Morris tenía cuarenta y cinco años, y su figura no era la del joven esbelto que ella había conocido. Pero seguía teniendo buena presencia, y una barba rubia y lustrosa, extendida sobre un pecho bien configurado, contribuía a su efecto. Al cabo de un momento Catherine reconoció la parte superior del rostro, la cual, a pesar de que los rizos de su visitante se habían hecho muy claros, seguía siendo extraordinariamente seductora. Morris permanecía en una actitud muy deferente, con los ojos fijos en Catherine.

—Me he atrevido… me he atrevido —dijo, y luego hizo una pausa y miró entorno suyo, como si esperase que ella le invitase a tomar asiento. Era su antigua voz; pero no tenía el antiguo encanto. Durante un minuto, Catherine se dio cuenta de su clara decisión de no invitarle a que se sentase.

¿Por qué había venido? Había hecho mal viniendo. Morris estaba turbado, pero Catherine no le ayudaba en nada. No era que se alegrase de su turbación y por el contrario, excitaba todas sus probabilidades de aquella índole y le producía gran pena. ¿Pero cómo iba a darle la bienvenida, cuando sentía tanto que él no debía haber venido?

—Lo deseaba tanto, estaba decidido —continuó Morris. Pero de nuevo se detuvo. No era fácil. Catherine no decía nada y él podía haber recordado, con recelo, la capacidad que ella tenía para el silencio. Sin embargo ella lo seguía mirando y al hacerlo observó algo muy extraño. Parecía Morris y, sin embargo, no era él; era el hombre que había sido todo, y sin embargo, aquella persona no significaba nada. ¡Cuánto tiempo había pasado y cuánto había envejecido ella; cuánto había vivido! Había vivido de algo relacionado con él, y al hacerlo lo había consumido. Aquel hombre no parecía desgraciado. Estaba bien conservado, bien vestido, maduro y completo. Mientras Catherine le miraba, la historia de la vida de Morris se definió en sus ojos; había vivido cómodamente, sin dejarse atrapar. Pero incluso cuando Catherine se daba cuenta de esto, no sentía deseos de atraparle; su ausencia le era penosa y sólo deseaba que se fuese.

—¿No quieres sentarte? —preguntó él.

—Creo que es mejor que no lo hagamos.

—¿Te he ofendido viniendo? —Morris hablaba con gravedad y con un tono del más profundo respeto.

—Creo que no debías haber venido.

—¿No te dijo nada Mrs. Penniman? ¿No te dio mi mensaje?

—Algo me dijo, pero no la entendí.

—Me gustaría que me dejases decirlo a mí, que me dejases hablar en defensa mía.

—No lo estimo necesario —dijo Catherine.

—¿Para ti quizás no; para mí, sí. Sería una gran satisfacción y no tengo tantas. —Morris se acercaba; Catherine se desvió.

—¿No podemos ser de nuevo amigos? —preguntó él.

—No somos enemigos —dijo Catherine—. Yo sólo tengo sentimientos de amistad hacia ti.

—¡Ah, no sé si te das cuenta de la dicha que me produce el oírte decir eso!

Catherine no dijo nada que indicase que ella midiese la influencia de sus palabras, y al poco, él continuó:

—Tú no has cambiado; los años te han tratado bien.

—He vivido con mucha tranquilidad —dijo Catherine.

—El tiempo no te ha dejado huellas. Estás admirablemente joven. —Esta vez logró acercarse; Catherine vio su barba brillante y perfumada, y los ojos duros y extraños que había sobre ella. Era muy distinto de cuando era joven. Si ella le hubiese visto así por primera vez, no le habría gustado. Le hizo el efecto de que sonreía o trataba de sonreír.

—Catherine —dijo él, bajando la voz—. Yo jamás he dejado de pensar en ti.

—Por favor, no digas eso —repuso ella.

—¿Me odias?

—¡Oh, no! —dijo Catherine.

En el tono de ella había algo que le desanimó, pero se recobró en seguida.

—¿Entonces sientes aún amistad por mí?

—¡No comprendo por qué has venido aquí para preguntarme esas cosas! —exclamó Catherine.

—Porque durante muchos años, todo mi deseo ha sido que fuésemos amigos otra vez.

—¡Eso es imposible!

—¿Si tú lo permites, por qué no?

—No voy a permitirlo —dijo Catherine.

Él la miró en silencio.

—Comprendo; mi presencia te apena y te turba. Me iré pero tienes que darme permiso para volver de nuevo.

—Por favor, no vuelvas más.

—¿Nunca, nunca?

Catherine hizo un gran esfuerzo; quería decir algo que hiciese imposible que él cruzase de nuevo el umbral de la puerta.

—Has hecho mal. No hay razón para que hayas venido.

—¡Mi querida Catherine, eres injusta conmigo! —exclamó Morris—. ¡Hemos aguardado y ahora somos libres!

—Tú me trataste muy mal —dijo Catherine.

—No, si lo piensas bien. Tú viviste en paz con tu padre; y eso era lo que yo no me decidía a arrebatarte.

—Sí, eso lo tuve.

Morris sentía no poder decir que había tenido mucho más, pues no es necesario añadir que conocía el contenido del testamento del doctor Sloper. Sin embargo, no vaciló.

—¡Hay sinos peores! —exclamó con expresión, refiriéndose, al parecer, a su situación de desamparo. Luego añadió, con mayor ternura—: ¿No me has perdonado?

—Te perdoné hace muchos años, pero es inútil el intentar que seamos amigos.

—Si olvidamos el pasado, no, y ¡gracias a Dios, aún tenemos un porvenir!

—Yo no puedo olvidar —dijo Catherine—. Me trataste demasiado mal. Lo sentí mucho; lo sentí durante años. —Y luego continuó para demostrarle que no debía acercarse a ella de aquel modo—. No puedo comenzar de nuevo. Todo está muerto y enterrado. Fue demasiado grave; produjo un gran cambio en mi vida. Jamás creí que te vería aquí.

—¡Ah, estás llena de cólera! —exclamó Morris, que deseaba arrancar algún chispazo de pasión a la calma de Catherine. En tal caso, podía tener esperanza.

—No, no lo estoy. La cólera no se mantiene durante tantos años. Pero hay otras cosas. Quedan las impresiones, cuando han sido muy fuertes. Pero no puedo hablar.

Morris permanecía en pie, acariciándose la barba.

—¿Por qué no te has casado? —preguntó bruscamente—. Has tenido oportunidades.

—No quería casarme.

—Sí, eres rica y libre; no tenías nada que ganar.

—No, no tenía nada que ganar —dijo Catherine.

Morris miró vagamente en torno suyo, y exhaló un profundo suspiro.

—Bien, yo tenía la esperanza de que pudiésemos ser amigos aún.

—Yo pensaba haberte dicho, por medio de mi tía, y en respuesta a tu mensaje, si hubieses esperado la respuesta, que no era necesario que vinieras con esa esperanza.

—Adiós, entonces —dijo Morris—. Perdona mi indiscreción.

Él hizo una reverencia y ella se apartó y permaneció de pie, con los ojos fijos en el suelo, unos momentos después que hubo oído que él cerraba la puerta tras de sí.

En el hall, Morris se encontró con Mrs. Penniman, agitada y anhelosa; al parecer, había estado revoloteando por allí, bajo los impulsos irreconciliables de su curiosidad y su dignidad.

—¡Su plan ha sido magnífico! —dijo Morris, golpeando su sombrero.

—¿Tan dura es? —preguntó Mrs. Penniman.

—No le importa un comino; me lo ha dado a entender con sus fríos modales.

—¿Fueron muy fríos? —continuó solícitamente Mrs. Penniman.

Morris no se fijó en su pregunta; permanecía en pie, meditabundo, con el sombrero puesto.

—Entonces, ¿por qué diablos no se ha casado?

—¿Sí, por qué? —suspiró Mrs. Penniman. Y luego, como si se diese cuenta de que la explicación era inadecuada—. Pero no debe desesperar; tiene que volver.

—¿Volver? ¡Maldición! —Y Morris Townsend salió de la casa dejando a Mrs. Penniman con la boca abierta.

Entretanto, Catherine, en el salón, había tomado su labor y se había sentado nuevamente con ella, para toda la vida, por decirlo así.