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Poco a poco, el doctor Sloper se fue retirando de su profesión; visitaba sólo a los parientes cuyos síntomas tenían una cierta originalidad. Volvió a Europa, y permaneció dos años allí. Catherine fue con él, y en aquella ocasión Mrs. Penniman formó parte del grupo. Al parecer, Europa ofrecía pocas sorpresas a Mrs. Penniman, que solía observar en los lugares más románticos:

—Para mí, todo es familiar —decía.

Debemos añadir que estas observaciones no iban dirigidas a su hermano ni a su sobrina, sino a sus compañeros turistas, al cicerone, o incluso al pastor del primer plano.

Un día, después de su regreso de Europa, el doctor dijo a su hija algo que la sobresaltó; le parecía que venía muy del fondo de su pasado.

—Querría que me prometieses algo antes de morir.

—¿Por qué hablas de muerte? —dijo ella.

—Porque tengo sesenta y ocho años.

—Espero que vivas aún mucho tiempo —dijo Catherine.

—Yo también, pero un día pillaré un resfriado, y entonces mis esperanzas no valdrán de nada. Moriré así, y cuando ello suceda, recuerda que te lo avisé. Prométeme no casarte con Morris Townsend después de mi muerte.

Esto fue lo que sobresaltó a Catherine; pero su sobresalto fue silencioso y durante un momento no dijo nada.

—¿Por qué hablas de él? —preguntó al fin.

—Tú rebates todo lo que digo. Hablo de él, porque es un tópico como otro cualquiera. Sigue vivo y anda aún buscando mujer. Tuvo una y se deshizo de ella. No sé porqué medios. Últimamente estaba en Nueva York, y tu tía Elizabeth le vio en casa de tu prima Marian.

—Ninguna de ellas me ha dicho nada.

—El mérito es de ellas, no tuyo. Morris está gordo, calvo, y no ha logrado hacer fortuna. Pero como no creo que esto baste para predisponerte en contra de él, quiero que me hagas esa promesa.

—¡Gordo y calvo! —aquellas palabras presentaban una imagen extraña en la mente de Catherine, de la cual no se había borrado nunca el recuerdo del joven mejor parecido del mundo—. Creo que no comprendes —dijo ella—. Yo pienso muy raramente en Mr. Townsend.

—En tal caso, te será muy fácil seguir adelante. Prométeme que, después de mi muerte, harás lo mismo.

De nuevo, durante un momento, Catherine quedó silenciosa; el ruego de su padre la sorprendía profundamente; abría una antigua herida, y renovaba su dolor.

—No puedo prometer eso —repuso ella.

—Me darías una gran satisfacción —dijo su padre.

—Tú no comprendes; yo no puedo prometer eso.

El doctor permaneció silencioso un instante.

—Te lo pregunto por una razón especial. Voy a modificar mi testamento.

Aquella razón no convenció a Catherine; y en realidad, apenas la entendía. Todos sus sentimientos se confundían en que su padre quería tratarla como había hecho años antes. Entonces había sufrido mucho; y ahora, la tranquilidad y la rigidez que había adquirido, protestaban. Catherine había sido tan humilde en su juventud, que ahora podía permitirse el lujo de tener un poco de orgullo, y la petición de su padre, y que él se creyese en libertad de hacerla, herían su dignidad. La dignidad de la pobre Catherine no era agresiva; jamás hacía ostentación; pero si se la buscaba, se la hallaba. Su padre la había buscado mucho.

—No puedo prometer —dijo Catherine simplemente.

—Eres muy obstinada —dijo el doctor.

—Creo que no comprendes.

—Entonces, explícame.

—No puedo explicar ni prometer —dijo Catherine.

—A fe mía —exclamó su padre—, ¡no tenía idea de lo obstinada que eres!

Catherine sabía que ella era obstinada, y ello le daba cierta alegría. Entonces era una mujer madura. Un año después de esto, ocurrió el accidente del que el doctor había hablado; pilló un fuerte resfriado. Un día de abril se dirigía en coche a Bloomingdale para visitar a un paciente de cerebro insano, que se hallaba en un manicomio particular, y cuyos familiares deseaban conocer la opinión de un médico famoso; le sorprendió un chaparrón, y como iba en un coche descubierto, quedó calado hasta los huesos. Volvió a su casa con escalofríos, y al día siguiente se hallaba gravemente enfermo.

—Es una congestión pulmonar —le dijo a Catherine—. Necesitaré muchos cuidados. Serán inútiles, porque no me restableceré. Pero quiero que se haga todo como si fuese a curarme. No me gusta ver enfermos mal cuidados: y tú debes atenderme, como si creyeses que iba a ponerme bien. —Le dijo qué médico debía llamar y le dio una multitud de instrucciones detalladas; Catherine le atendió siguiendo aquella hipótesis optimista. Pero el doctor no se había equivocado en su vida, y en aquella ocasión tampoco lo hizo. Tenía cerca de setenta años, y aunque su naturaleza era fuerte, no disponía ya de gran vitalidad. Murió a las tres semanas de enfermedad durante las cuales Mrs. Penniman y Catherine estuvieron junto a su lecho.

Cuando se abrió su testamento, al cabo de un intervalo decoroso, se vio que constaba de dos partes. La primera, estaba hecha diez años antes, y consistía en una serie de disposiciones mediante las cuales dejaba una gran parte de sus bienes a su hija, e importantes legados a sus dos hermanas. La segunda, era un codicilio de origen reciente, por el cual se mantenían las pensiones de Mrs. Penniman y Mrs. Almond, pero se reducía la herencia de Catherine a una quinta parte de la suma inicial. Tiene una fortuna suficiente, por parte de su madre —decía el documento—, y nunca ha gastado más que una parte de dicha renta; por lo tanto, su fortuna es lo bastante grande para atraer a los aventureros sin escrúpulos, a los cuales tengo motivos para creer que los sigue mirando como clase interesante." El grueso de la fortuna del doctor Sloper quedó dividido en siete partes, destinadas a diversos hospitales y escuelas de medicina de los Estados Unidos.

Mrs. Penniman consideraba monstruoso que un hombre jugase así con la fortuna de otros, pues, después de la muerte del doctor, su dinero ya no era de él.

—Claro que tú vas a impugnar el testamento —le dijo a Catherine.

—No —repuso su sobrina—. Lo encuentro muy bien. ¡Aunque hubiese preferido un testamento muy distinto!