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Hasta ahora, nuestra historia fue avanzado muy lentamente, pero al aproximarse a su fin, tiene que dar un largo paso. Con el transcurso del tiempo, le pareció al doctor que el relato de su hija, de la ruptura con Morris Townsend, que le había hecho el efecto de una pura bravata, quedó hasta cierto punto justificado por las consecuencias. Morris permaneció tan rígidamente ausente, como si hubiese muerto de amor, y aparentemente Catherine ocultó el recuerdo de aquel estéril episodio, como si hubiese terminado por la voluntad de ella. Sabemos que la joven había recibido una herida profunda e incurable, pero el doctor no tuvo medios de conocerla. Sentía curiosidad acerca de ello, y habría dado gran cosa por averiguar la verdad; pero su castigo consistió en que jamás lo supo; digo su castigo, por el abuso del sarcasmo en las relaciones con su hija. Hubo una gran cantidad de sarcasmo en el silencio de Catherine y los demás ayudaban en su empresa a la muchacha. Mrs. Penniman no dijo nada a su hermano; en parte, porque él no le preguntaba; la desdeñaba demasiado para ello, y en parte, porque ella pensaba que su atormentadora reserva y su serena profesión de ignorancia la vengaban de la teoría del doctor, de que ella se había entrometido en el asunto. El doctor había ido dos o tres veces a visitar a Mrs. Montgomery, pero ella no tenía nada que decirle. Sólo sabía que el compromiso de su hermano se había roto; y ahora que miss Sloper de hallaba fuera de peligro, prefería no declarar en contra de Morris. Antes lo había hecho contra su voluntad, porque le daba lástima de miss Sloper; pero ahora no tenía por qué compadecerla. Morris no le había dicho nada de sus relaciones con miss Sloper, ni antes ni después. Estaba siempre fuera y le escribía muy raramente. Ella pensaba que por entonces se hallaba en California. Desde la catástrofe, Mrs. Almond se había encargado de Catherine, pero aunque la muchacha estaba muy agradecida a su cariño no reveló ningún secreto, y la buena mujer no pudo dar ninguna satisfacción al doctor. Incluso aunque hubiese podido narrar con todo detalle la historia del desdichado amor de Catherine la dama habría sentido cierta satisfacción en mantener a su hermano en la ignorancia, pues por entonces Mrs. Almond no estaba de acuerdo con el doctor. Había adivinado que Catherine había sido burlada cruelmente; no supo nada por Mrs. Penniman, que no se había atrevido a exponer los puros motivos de Morris a Mrs. Almond, a pesar de considerarlos suficientemente buenos para Catherine; y consideraba a su hermano demasiado indiferente a lo que la pobre muchacha había sufrido y estaría sufriendo aún. El doctor Sloper tenía su teoría y él alteraba sus teorías raramente. Aquel matrimonio habría sido abominable y la muchacha se había salvado por milagro. No había que compadecerla por aquello, y el tratar de condolerse sería hacer concesiones a la idea de que Catherine había tenido derecho a pensar en Morris.

—Desde el principio tuve esta idea, y me mantengo firme en ella —dijo el doctor—. No veo en ello ninguna crueldad.

Mrs. Almond replicó diciendo que si Catherine se había deshecho de su indigno Morris, merecía que se le reconociese aquel mérito; y el esfuerzo que había hecho para adoptar el punto de vista de su padre tenía que haber sido muy grande, y el doctor debía apreciarlo.

—Yo no estoy seguro de que ella se haya deshecho de él —dijo el doctor—. No hay la menor probabilidad de que después de haberse resistido tercamente durante dos años, se aviniera a razones de repente. Es infinitamente más probable que él la haya dejado.

—Razón de más para ser cariñoso con ella.

—Yo soy cariñoso con ella. Pero no puedo ponerme patético; no puedo llorar la cosa más afortunada que podía haberle ocurrido.

—No tienes compasión —dijo Mrs. Almond—. Ése no ha sido nunca tu punto fuerte. No tienes más que mirarla para ver que, con razón o sin ella, y fuese ella o él la causa de la ruptura, la pobre Catherine tiene el corazón destrozado.

—¡El derramar lágrimas sobre los corazones destrozados no los mejora! Mi misión es procurar que reciba más golpes, y de eso voy a encargarme. Pero no reconozco la descripción que me haces de Catherine. No me hace el efecto de la joven que busca un cataplasma moral. En realidad, está mucho mejor que cuando él revoloteaba en torno suyo. Está muy bien; come, duerme, hace el ejercicio habitual y, como de costumbre, va recargada de adornos. Está siempre tejiendo algún bolsillo, o bordando algún pañuelo, y me parece que lo hace tan rápidamente como antes. No tiene mucho que decir, ¿pero cuándo ha tenido mucho que decir? Ha tenido su tormenta, y ahora descansa. Sospecho que, en general, le gusta.

—Le gusta lo que le gusta a la gente que le cortan una pierna machacada. El estado de espíritu, después de una amputación, es indudablemente de relativo reposo.

—Si la pierna es la metáfora que empleas por el joven Townsend, puedo asegurarte que no ha sido machacado. ¡Nada de eso!, está vivo y completamente intacto; y eso es lo que no me satisface.

—¿Te habría gustado matarle? —preguntó Mrs. Almond.

—Sí, mucho. Pienso que todo esto puede ser una pantalla.

—¿Una pantalla?

—Sí, un arreglo entre los dos. Il fait le mort, como dicen los franceses; pero mira con el rabillo del ojo. Puedes estar segura de que no ha quemado sus naves y ha conservado una para regresar en ella. Cuando yo muera, él se hará a la vela y ella se casará con él.

—Es interesante ver que acusas a tu única hija de ser la más vil de las hipócritas —dijo Mrs. Almond.

—No veo qué diferencia hace que sea mi única hija. Más vale acusar a una persona sola que a una docena. Pero yo no acuso a nadie. Catherine no es nada hipócrita, y yo niego que incluso simule ser desgraciada. La idea del doctor de que todo aquello era «una pantalla» tenía sus intermitencias y recrudecimientos; pero hay que decir que fue aumentando con los años, juntamente con su impresión del floreciente estado de Catherine. Naturalmente si durante los años que siguieran a la ruptura, el doctor no tuvo motivo de pensar que su hija sufría de mal de amor menos lo halló cuando la muchacha hubo recobrado el dominio de sí. El doctor se vio obligado a reconocer que si la pareja esperaba a que él desapareciese de escena, al menos su espera era muy paciente. De vez en cuando sabía que Morris estaba en Nueva York; pero nunca permanecía mucho tiempo en la ciudad, ni tenía, a saber del doctor, comunicación con Catherine. El doctor estaba seguro de que no se veían, y sospechaba que Morris no le escribió nunca. Después de la carta mencionada, Catherine tuvo otras dos veces noticias de él con intervalos considerables. Pero en ninguna de aquellas ocasiones contestó ella. Por otra parte, como el doctor advirtió, Catherine evitaba rígidamente la idea de casarse con otros hombres. Sus oportunidades no fueron numerosas, pero se produjeron con la frecuencia suficiente para poner a prueba su disposición. Catherine rechazó a un viudo, un hombre de buen carácter, gran fortuna y tres hijas pequeñas; había oído que a Catherine le gustaban mucho los niños, y habló de las suyas con cierta confianza; y no dio oídos a los ruegos de un abogado joven e inteligente, el cual, con la perspectiva de una gran clientela y la reputación de hombre agradable, había tenido la agudeza, cuando se trató de buscar esposa, de pensar que Catherine le convenía más que otras muchachas más lindas y jóvenes. Mr. Macalister, el viudo, había querido hacer un matrimonio de conveniencia, y eligió a Catherine al ver en ella latentes cualidades matronales; pero John Ludlow, el abogado, un año más joven que Catherine, estaba sinceramente enamorado de ella. Sin embargo, la muchacha no le miró a la cara, y le dijo claramente que venía a verla con demasiada frecuencia. Él se consoló después y se casó con una mujer muy distinta, la pequeña miss Sturtevant, cuyos atractivos eran obvios aún para la mente más obtusa. Catherine, por aquella época, había cumplido ya los treinta años, y ocupado un lugar entre las solteronas. Su padre habría preferido que se casase, y una vez le dijo que esperaba que no fuese demasiado exigente.

—Antes de morir, me gustaría verte casada con un hombre honrado —le dijo, después que John Ludlow fue rechazado, aunque el doctor le aconsejó que perseverase—. El doctor no ejerció más presión, y tuvo el acierto de no preocuparse por la soltería de su hija; en realidad, se preocupaba más de lo que aparentaba, y había ocasiones en que creía que Morris Townsend estaba oculto detrás de alguna puerta. «Si no lo está, ¿por qué no se casa con ella? —se preguntaba—. Por limitada que sea su inteligencia, debe comprender que nació para hacer lo que hacen todas». Sin embargo, Catherine se convirtió en una solterona admirable. Adquirió hábitos y reguló sus días conforme a un sistema propio, se interesó por las sociedades de caridad, asilos, hospitales y sociedades de beneficencia; y prosiguió con paso igual y silencioso los rígidos quehaceres de su vida. Sin embargo, aquella vida tenía una historia secreta y una pública, si se puede hablar de la historia pública de una solterona madura y tímida, para la cual la publicidad había sido siempre una combinación de terrores. Desde el punto de vista de Catherine, los principales acontecimientos de su vida eran que Morris Townsend se había burlado de ella, y que su padre había secado la fuente de sus afectos. Nada podía alterar aquellos hechos; estaban siempre presentes, como su nombre, su edad, su rostro vulgar. Nada podía curar el daño que Morris le había infligido y nada podía hacer que ella sintiese hacia su padre lo que había sentido por él en su juventud. En su vida había algo muerto, y su deber era tratar de llenar aquel vacío. Catherine tenía en gran consideración aquel deber; reprobaba el abatimiento y la cavilación. No tenía, claro está, facultad de ahogar sus recuerdos en la disipación; pero se mezclaba libremente en las usuales diversiones de la ciudad, y por fin se convirtió en una figura inevitable en todas las fiestas respetables. Gozaba de grandes simpatías, y con el paso del tiempo se hizo una especie de benévola tía del elemento joven de la sociedad. Las muchachas le confiaban sus asuntos amorosos —cosa que jamás hicieron con Mrs. Penniman—, y los muchachos le tomaban cariño, sin saber por qué. Adquirió unas cuantas inocentes excentricidades; sus costumbres, una vez formadas, eran rígidamente mantenidas; sus opiniones en materias sociales y morales, eran extremadamente conservadoras; y antes de que cumpliese los cuarenta años, era considerada como persona anticuada, y autoridad en costumbres ya pasadas. En comparación, Mrs. Penniman era una figura juvenil; al avanzar en la vida se iba rejuveneciendo.

No perdió nada de su gusto por la belleza y el misterio, pero tuvo pocas ocasiones de ejercitarlo. Con los últimos pretendientes de Catherine no logró establecer relaciones tan íntimas como las que le habían proporcionado tantas horas interesantes en compañía de Morris Townsend. Dichos caballeros tenían un indefinible recelo a sus buenos oficios, y jamás le hablaron de los encantos de Catherine. Sus rizos, sus hebillas y sus abalorios brillaban más a cada año que transcurría, y continuó siendo la misma oficiosa e imaginativa Mrs. Penniman, con la idéntica extraña mezcla de impetuosidad y circunspección que hemos conocido hasta ahora. Sin embargo, debemos decir que, respecto a un punto, la circunspección prevaleció. Durante diecisiete años no mencionó a su sobrina el nombre de Morris Townsend. Catherine se lo agradecía, pero aquel prolongado silencio, tan poco de acuerdo con el carácter de su tía, le producía cierta alarma, y jamás pudo librarse de la sospecha de que Mrs. Penniman recibía de vez en cuando noticias de él.