Aunque Catherine logró mantenerse tranquila, prefería practicar esta virtud en privado, y se abstuvo de bajar al té, que los domingos, a las seis, hacía las veces de cena. El doctor Sloper y su hermana se sentaron frente a frente, pero Mrs. Penniman jamás miró a los ojos de su hermano. Más tarde, los dos hermanos fueron a casa de Mrs. Almond, donde ambas damas discutieron la desgraciada situación de Catherine, con una franqueza sólo condicionada por las misteriosas reticencias de Mrs. Penniman.
—Me encanta que no se case con ella —dijo Mrs. Almond—. Pero, de todas maneras, debían azotarlo.
Mrs. Penniman, escandalizada ante la rudeza de su hermana, replicó que había actuado movido por los motivos más puros y nobles: el deseo de no empobrecer a Catherine.
—¡Me alegro mucho de que Catherine no se empobrezca, pero espero que él no tenga jamás un penique de sobra! ¿Y qué te ha dicho a ti la pobre muchacha? —preguntó Mrs Almond.
—Me ha dicho que soy un genio del consuelo —dijo Mrs. Penniman.
Tal fue el relato del asunto que dio a su hermana, y quizás con la conciencia de aquel genio, a su regreso a Washington Square, fue a llamar a la puerta del cuarto de Catherine. La muchacha salió a abrirle; aparentemente, se hallaba muy tranquila.
—Sólo quiero darte un consejo —le dijo—. Si tu padre te hace alguna pregunta, dile que todo sigue igual.
Catherine permanecía de pie, con la mano en el pestillo, mirando a su tía, pero no invitándola a que entrase.
—¿Crees que me lo va a preguntar?
—Estoy segura de ello. Me lo ha preguntado a mí, cuando volvíamos de casa de tu tía Elizabeth. Yo le he explicado todo a tu tía. A tu padre le he dicho que no sabía nada.
—¿Crees que me preguntará cuando vea… cuando vea… —Aquí Catherine se detuvo.
—Cuanto más vea, más desagradable se pondrá —dijo su tía.
—¡Va a ver lo menos posible! —declaró Catherine.
—Dile que vas a casarte.
—Y voy a hacerlo —dijo Catherine suavemente—, cerrándole la puerta a su tía.
No podría haber dicho aquello dos días después, por ejemplo, el martes, cuando por fin recibió una carta de Morris Townsend. Era una epístola considerablemente larga, de cinco páginas grandes, y escrita en Filadelfia. Era un documento explicativo, y aclaraba muchas cosas, entre ellas, las consideraciones que habían llevado al autor a aprovechar una urgente ausencia «profesional» para tratar de borrar de su mente la imagen de aquélla cuyo camino había atravesado sólo para sembrarlo de ruinas. Él no esperaba tener más que un éxito parcial en la empresa, pero le prometía que, a pesar de su fracaso, no se interpondría jamás entre el generoso corazón de Catherine y sus brillantes perspectivas y deberes filiales. Terminaba insinuando que su profesión quizás le obligase a viajar durante algunos meses, y esperando que cuando ambos se hubiesen acomodado a sus respectivas posiciones —aunque tardasen el hacerlo varios años—, se reuniesen como amigos, y víctimas inocentes de una gran ley social. Que la vida de él fuese tranquila y feliz era el mayor deseo del que aún se atrevía a firmar como su obediente servidor. La carta estaba muy bien escrita, y Catherine, que la conservó durante muchos años, pudo, cuando su amargura hubo disminuído, admirar su gracia de expresión. Por el presente, durante largo tiempo después de recibirla, la única ayuda que tuvo, fue su decisión, más firme cada día, de no apelar a la compasión de su padre.
El doctor dejó pasar una semana, y luego, un día por la mañana, a una hora en que Catherine le veía raramente, entró en el salón de atrás. Había buscado el momento de hallarla a solas. Catherine estaba sentada, haciendo una labor, y el doctor quedó en pie, frente a ella. Iba a salir; tenía el sombrero puesto y se estaba calzando los guantes.
—Me parece que no me estás tratando con la consideración que merezco —le dijo al cabo de un rato.
—No sé qué he hecho —repuso Catherine con los ojos fijos en su labor.
—Al parecer, has desterrado de tu mente el ruego que te hice en Liverpool, antes de nuestra partida; el ruego de que me notificaras con anticipación cuándo te ibas a ir de mi casa.
—No me he ido de tu casa —dijo Catherine.
—Pero piensas irte, y por lo que me das a entender, tu partida está cercana. En realidad, estás presente de cuerpo, pero ausente de espíritu. Tu mente está con tu futuro esposo, y podías estar ya bajo el techo conyugal, a juzgar por el beneficio que extraemos de tu sociedad.
—Trataré de estar más animada —dijo Catherine.
—Indudablemente debías estarlo; si no lo estás, eres muy exigente. Al placer de casarte con un hombre encantador, se une el de salirte con la tuya; ¡eres una muchacha muy afortunada!
Catherine se puso en pie; se ahogaba. Pero dobló cuidadosamente su labor, inclinando sobre ella su rostro ardoroso. Su padre seguía en el lugar donde se había detenido; la muchacha esperaba que se fuese, pero él se abotonó los guantes y luego se puso las manos en las caderas.
—A mí me convendría saber cuándo voy a tener la casa desocupada —prosiguió—. Cuando tú te vayas, tu tía se irá también.
Ella le miró, por fin, con una mirada larga y silenciosa, en la cual había, a pesar de su orgullo y su resolución, parte del ruego que trató de hacer. Los fríos ojos grises de su padre se clavaron en los suyos, y el doctor insistió:
—¿Va a ser mañana? ¿La semana que viene, o la otra?
—¡No me iré! —dijo Catherine.
El doctor levantó las cejas.
—¿Te ha dejado?
—Yo he roto mi compromiso.
—¿Roto el compromiso?
—Le he pedido que se fuese de Nueva York, y él se ha ausentado por largo tiempo.
El doctor quedó a la vez intrigado y decepcionado, pero resolvió su perplejidad diciéndose que su hija simplemente falseaba, justificadamente, si se quería, pero de todos modos falseaba los hechos; y consoló su decepción, que no era la del hombre que ha perdido la oportunidad de un pequeño triunfo con el que contaba, con unas pocas palabras que dijo en voz alta:
—¿Y cómo toma él tu despedida?
—¡No lo sé! —dijo Catherine, menos ingeniosamente de lo que hasta entonces había hablado.
—¿Quieres decir que no te importa? ¡Eres muy cruel, después de animarle y de jugar con él durante tanto tiempo!
El doctor, después de todo, se había salido con la suya.