Fue casi el último estallido pasional de su vida; al menos no tuvo otro que el mundo conociese. Pero aquél fue largo y terrible. Catherine se arrojó sobre el sofá y se entregó a su dolor. Apenas sabía lo que había ocurrido; ostensiblemente sólo había tenido una diferencia con su prometido, como habían tenido antes tantas otras muchachas; pero aquello no sólo no era una ruptura, sino que no debía mirarlo como una amenaza. Sin embargo, Catherine sintió una herida; aunque no hubiera sido él quien se la había producido, a Catherine le hacía el efecto de que Morris había arrojado su máscara. Quería huir de ella; había sido violento y cruel, y dicho cosas muy extrañas. La muchacha estaba aturdida; hundió la cabeza en los almohadones sollozando y hablándose. Pero al fin se levantó por miedo de que su padre o Mrs. Penniman entrasen; y entonces se quedó sentada allí, con la vista fija, mientras la oscuridad invadía la habitación. Se dijo que quizás Morris volviera para decirle que no había hablado en serio; y aguzó el oído esperando oírle llamar, tratando de creer que aquello era probable. Pasó largo tiempo, pero Morris siguió ausente; las sombras aumentaron; la noche se hizo sobre la mezquina elegancia del saloncito de colores claros; el fuego se extinguió. Cuando hubo oscurecido, Catherine se acercó a la ventana y miró por ella; la muchacha permaneció allí una media hora, con la esperanza de ver que Morris subía las escaleras. Finalmente la muchacha se apartó al ver llegar a su padre. Él la había visto junto a la ventana y se detuvo un momento al pie de la escalera, quitándose el sombrero con aire de exagerada cortesía. El gesto se hallaba tan poco de acuerdo con la situación en que ella se hallaba; aquel majestuoso tributo de respeto a una pobre muchacha desdeñada y abandonada estaba tan fuera de lugar, que Catherine sintió horror y corrió a su cuarto. Le parecía que acababa de renunciar a Morris.
Media hora más tarde tuvo que presentarse, y en la mesa la sostuvo la inmensidad del deseo de que su padre no advirtiese lo sucedido. Aquello fue una gran ayuda para ella después, y le sirvió desde el principio, aunque nunca tanto como ella suponía. En aquella ocasión, el doctor Sloper estuvo muy locuaz. Contó muchas historias acerca de un maravilloso perro de aguas que había visto en la casa de una anciana a la cual había visitado profesionalmente. Catherine no sólo trataba de dar la impresión de que escuchaba las anécdotas del perro, sino que luchaba por interesarse por ellas para no pensaren su escena con Morris. Quizás aquello era una alucinación; él estaba equivocado; ella tenía celos; la gente no cambia así de un día para otro. Entonces comprendió que ella había tenido dudas antes —extrañas sospechas que eran a la vez vagas y agudas— y que él había cambiado mucho desde su regreso de Europa. Después trató de escuchara su padre, que contaba las cosas muy bien. Luego se fue directamente a su cuarto; pasar la velada con su tía era superior a sus fuerzas. Durante toda la noche se estuvo interrogando a solas. Su situación era horrible; pero ¿era producto de su imaginación, engendrado por una excesiva sensibilidad, o representaba con toda claridad que había sucedido lo peor que podía suceder entonces? Mrs. Penniman, con un tacto que era tan poco corriente como digno de encomio, la dejó en paz. Lo cierto era que al despertarse sus sospechas tuvo el deseo, natural en una persona tímida, de que la explosión se localizase. Y mientras hubiese vibraciones en el aire, se mantenía alejada.
Durante la noche pasó varias veces ante la puerta del cuarto de Catherine, como si esperase oír una queja detrás de ella. Pero en la habitación reinaba un silencio completo; y, por lo tanto, antes de irse a la cama, pidió permiso para entrar. Catherine estaba levantada y tenía en las manos un libro que simulaba leer. No tenía ganas de acostarse, porque creía que no iba a dormir. Después que Mrs. Penniman se hubo ido, permaneció levantada la mitad de la noche y no ofreció a su visitante ningún aliciente para que se quedase. Su tía se acercó muy suavemente y le dijo con gran solemnidad:
—Mucho me temo que algo te sucede, querida. ¿Puedo hacer algo en tu ayuda?
—No me sucede nada ni necesito ayuda de nadie —dijo Catherine mintiendo abiertamente, y probando con ello que no sólo nuestras faltas, sino nuestras desgracias más involuntarias, tienden a corromper la moral.
—¿No te ha ocurrido nada?
—Nada.
—¿Estás segura, querida?
—Completamente segura.
—¿Y de veras no puedo hacer nada por ti?
—Nada, tía, haz el favor de dejarme en paz —dijo Catherine.
Mrs. Penniman, aunque antes había tenido miedo de un recibimiento excesivamente caluroso, quedó decepcionada ante uno tan frío; y al relatar después, como hizo, a muchas personas, con considerables variaciones de detalle, la historia del fin del compromiso de su sobrina, tuvo buen cuidado de decir que la muchacha la había echado de su habitación. Era característico de Mrs. Penniman el relatar aquel hecho, no por malignidad hacia Catherine, a la cual compadecía, sino sencillamente por su natural disposición a embellecer todos los temas que tocaba.
Catherine, como ya he dicho, estuvo levantada media noche, como si aún esperase oír que Morris llamase a la puerta. Al día siguiente, su esperanza fue muy razonable; pero no se vio compensada por la reaparición del joven. Tampoco escribió; no hubo una sola palabra de explicación o de disculpa. Afortunadamente para Catherine, hallaba alivio de su excitación, que por entonces era intensa, en su determinación de que su padre no notase nada. Ya tendremos ocasión de saber lo bien que supo engañar a su padre; pero sus artes inocentes le valían de poco ante una persona de la perspicacia de Mrs. Penniman. La dama comprendió fácilmente que Catherine estaba agitada, y cuando había alguna agitación, Mrs. Penniman no era persona que renunciase a su natural participación en ella. Volvió a la carga la velada siguiente, y le dijo a su sobrina que se confiase a ella, que le abriese su corazón. Quizás ella pudiese explicar algunas cosas que entonces parecían oscuras, y acerca de las cuales sabía más de lo que Catherine suponía. Si la noche anterior Catherine había estado fría, entonces estuvo desdeñosa.
—Estás completamente equivocada, y yo no tengo la menor idea de la que quieres decir. No sé lo que tratas de insinuarme, y nunca he tenido la menor necesidad de las explicaciones de nadie.
De este modo, la joven se defendía y de hora en hora tenía a raya a su tía. Pero la curiosidad de Mrs. Penniman crecía de hora en hora. Habría dado su dedo meñique por saber lo que Morris había hecho y dicho, qué tecla había tocado, qué pretexto había encontrado. Le escribió, naturalmente, pidiéndole una entrevista; pero, naturalmente, tampoco recibió respuesta. Morris no tenía ganas de escribir; pues Catherine le había enviado dos breves notas que no tuvieron contestación. Las dos notas eran tan breves que puedo citarlas en toda su extensión: «¿No puedes darme ninguna prueba de que no querías ser tan cruel, como parecías, el martes?» Aquélla fue la primera; otra era un poco más larga: «Si yo estuve el martes recelosa o poco razonable, si te molesté o inquieté de alguna manera, te pido perdón y te prometo no volver a ser tan necia. Estoy suficientemente castigada y no lo comprendo. Morris querido, ¡me estás matando!» Aquellas notas fueron enviadas el viernes y el sábado; pero el sábado y el domingo pasaron sin que la joven tuviera la satisfacción que deseaba. Su castigo crecía; sin embargo, continuó sufriéndolo con una gran cantidad de superficial entereza. El sábado por la mañana, el doctor, que había estado observando en silencio, le dijo a su hermana Lavinia:
—¡Ya ha sucedido! ¡Ese canalla la ha dejado!
—¡No! —exclamó Mrs. Penniman, que había estado pensando en lo que iba a decirle a Catherine, pero no se había proporcionado una línea de defensa contra su hermano, de forma que aquella indignada negativa era el único arma de que disponía:
—¡Si te parece mejor, le diré que le ha pedido que suspenda la sentencia temporalmente!
—Por lo visto, te complace que se hayan burlado de los afectos de tu hija.
—¡Cierto —dijo el doctor—, pues no lo había previsto! Es muy agradable ver que uno ha acertado.
—¡Pues tus palabras me hacen estremecer! —exclamó su hermana.
Catherine hizo rígidamente sus quehaceres habituales; es decir, hasta ir con su tía a la iglesia el domingo por la mañana. Generalmente, iba también al servicio religioso de la tarde; pero en aquella ocasión le faltó el ánimo, y rogó a Mrs. Penniman que fuese sola.
—Estoy segura de que tienes un secreto —dijo Mrs. Penniman significativamente, mirándola con gran seriedad y mucho interés.
—¡Si lo tengo, lo guardaré! —repuso Catherine, alejándose.
Mrs. Penniman salió para la Iglesia; pero antes de llegar se detuvo, dio media vuelta y antes de que hubiesen transcurrido veinte minutos, entraba de nuevo en su casa, miraba los salones vacíos, y luego subía la escalera, para llamar a la puerta del cuarto de Catherine. No obtuvo respuesta; Catherine no estaba dentro, y al poco Mrs. Penniman comprendió que no se hallaba en la casa.
—¡Se ha ido con él! ¡Ha huído! —exclamó Lavinia entrelazando las manos con envidia y admiración. Pero en seguida se dio cuenta de que Catherine no se había llevado nada, que en su cuarto estaban todos sus efectos personales, y entonces adoptó la hipótesis de que la muchacha había huído, no por amor, sino por resentimiento. «¡Le ha seguido hasta su casa! ¡Ha forzado sus puertas!» En aquellos términos, Mrs. Penniman describía la salida de su sobrina, la cual, vista a aquella luz, favorecía su sentido de lo pintoresco, sólo en grado inferior a la idea de un matrimonio clandestino. El ir a visitar a un prometido para llorarle y hacerle reproches, era una imagen tan agradable a la mente de Mrs. Penniman, que sintió una especie de decepción estética, al ver que en aquel caso faltaba el armonioso acompañamiento dela oscuridad y la tormenta. Una tranquila tarde de domingo no era el marco apropiado para ello. Y Mrs. Penniman no tenía un humor de acuerdo con la tarde, que transcurría muy lentamente, mientras con su capote y su chal esperaba, en el salón delantero, la vuelta de Catherine.
Este acontecimiento tuvo lugar al fin. Mrs. Penniman vio por la ventana a su sobrina que subía la escalera, y salió a esperarla al hall, donde cayó sobre ella, en cuanto entró en la casa, y la atrajo hacia el salón, cerrando la puerta con solemnidad. Catherine tenía el rostro encendido y los ojos brillantes. Mrs. Penniman no sabía qué pensar.
—¿Puedo preguntarte dónde has estado? —le dijo.
—He dado un paseo —dijo Catherine—. Pensé que tú estabas en la iglesia.
—Estuve; pero el servicio fue más corto quede costumbre. Por favor, ¿dónde has estado?
—No lo sé —dijo Catherine.
—¡Tu ignorancia es extraordinaria! Querida Catherine, ¿no tienes confianza en mí?
—¿Y qué voy a confiarte?
—Tu secreto. Tu pesar.
—No tengo ningún pesar —repuso Catherine indignada.
—¡Mi pobre niña! —insistió Mrs. Penniman—, no vas a engañarme. Lo sé todo. Me han rogado que conversase contigo.
—Yo no tengo ganas de conversar.
—Te aliviaría. ¿No conoces a Shakespeare? «El pesar mudo…» Mi querida, es mejor así.
—¿Qué es lo que es mejor?
Catherine era realmente perversa. Era normal que una joven abandonada por su amado tuviera una cierta cantidad de perversidad; pero no una cantidad que resultase inconveniente para sus apologistas.
—Que tú fueses razonable —dijo Mrs. Penniman con cierta severidad—; que te aconsejases de las gentes prudentes y de mundo; que te sometieses a consideraciones prácticas y que te avinieses a una separación.
Catherine había sido de hielo hasta entonces, pero ante aquellas palabras se inflamó.
—¿Separación? ¿Qué sabes tú de nuestra separación?
Mrs. Penniman movió la cabeza con una tristeza en la cual había un poco de ofensa.
—Tu orgullo es mi orgullo, y tus susceptibilidades, las mías. Yo comprendo perfectamente tu punto de vista, pero también… —aquí sonrió melancólicamente—. Veo la situación en general.
Aquella sugestión no pasó desapercibida para Catherine, que repitió su violenta pregunta.
—¿Qué hablas de separación? ¿Qué sabes de ella?
—Debemos aprender resignación —dijo Mrs. Penniman vacilando, pero con acento sentencioso.
—¿Resignación? ¿A qué?
—A un cambio de nuestros planes.
—¡Mis planes no han cambiado! —dijo Catherine, lanzando una risita.
—¡Ah, pero han cambiado los de Mr. Townsend! —repuso su tía con suavidad.
—¿Qué quieres decir?
Había una imperiosa brevedad en el tono de aquella pregunta, contra la cual Mrs. Penniman se sintió obligada a protestar; la información que pensaba proporcionar a su sobrina era un favor, después de todo. Había probado la sequedad, y había probado la severidad; pero ninguna de ellas servía; la escandalizaba la obstinación de la muchacha.
—¡Ah, bien!… —dijo—. Si él no te ha hablado… —Y se apartó.
Catherine la contempló un momento en silencio; luego corrió hacia ella y le dio alcance antes de que llegase a la puerta.
—¿Decirme el qué? ¿Qué quieres decir? ¿Qué insinúas y con qué amenazas?
—¿No está roto? —preguntó Mrs. Penniman.
—¿Mi compromiso? ¡Nada de eso!
—En tal caso te pido perdón. ¡He hablado demasiado pronto!
—¿Demasiado pronto? ¡Pronto o tarde —gritó Catherine—, hablas necia y cruelmente!
—¿Entonces, qué ha pasado entre vosotros? —preguntó su tía conmovida por la sinceridad de aquel grito—, porque algo ha sucedido, indudablemente.
—¡No ha sucedido más que yo le amo más cada vez!
Mrs. Penniman quedó un momento silenciosa.
—Me figuro que ésa ha sido la razón de que hayas ido a verle esta tarde.
Catherine enrojeció como si hubiese recibido un golpe.
—¡Sí, he ido a verle! Pero ése es asunto mío.
—Muy bien; entonces, no se hable más de ello. —Y Mrs. Penniman se dirigió hacia la puerta; pero se detuvo al oír un grito implorante de la joven.
—Tía Lavinia, ¿adónde ha ido?
—¡Ah, reconoces que se ha ido! ¿No lo sabían en su casa?
—Me dijeron que no estaba en la ciudad. Yo no hice más preguntas; me daba vergüenza —dijo Catherine con sencillez.
—No necesitabas haber dado ese paso tan comprometedor si hubieses tenido un poco más de confianza en mí —observó con grandeza Mrs. Penniman.
—¿Ha ido a Nueva Orleans? —prosiguió Catherine.
Aquélla era la primera vez que Mrs. Penniman había oído hablar de Nueva Orleáns con relación al viaje de Morris; pero no quiso que Catherine supiese su falta de noticias. Trató de buscar esclarecimento en las instrucciones recibidas de Morris.
—Mi querida Catherine —dijo—, cuando se ha convenido una separación, cuanto más lejos se vaya él, mejor.
—¿Convenido? ¿Lo ha convenido contigo? —Durante los últimos cinco minutos había tenido una sensación consumada del entrometimiento de su tía, y quedó aterrada al pensar que Mrs. Penniman había estado jugando con su dicha.
—A veces, Morris me ha pedido consejos.
—¿Eres tú la que le has cambiado? —gritó Catherine—. ¿Eres tú la que le has aconsejado y apartado de mí? ¡Morris no es tuyo, y no veo por qué tienes que meterte en cosas que sólo son nuestras! ¿Has sido tú la que has tramado esto y le has dicho que me deje? ¿Cómo has podido ser tan mala, tan cruel? ¿Qué te he hecho yo? ¿Por qué no puedes dejarme en paz? Yo tenía miedo de que lo echases a perder, ¡pues echas a perder todo cuanto tocas! Lo temía mientras estuvimos fuera; no descansaba pensando que tú, estabas a todas horas con él —continuó Catherine con creciente vehemencia, expresando, con la amargura y la clarividencia de su pasión que, bruscamente, saltando todos los procedimientos, la hacía juzgar a su tía finalmente y sin apelación— la inquietud que durante muchos meses llevaba en el corazón.
Mrs. Penniman quedó aterrada y aturdida; no vio oportunidad de explicar los puros motivos de Morris.
—¡Eres una ingrata! —exclamó—. ¡Me culpas por hablar con él, cuando no hablábamos más que de ti!
—¡Sí!, por eso él se preocupó; le hiciste que se cansase hasta de mi nombre. ¡Yo hubiera querido que nunca le hubieses hablado de mí! ¡Nunca te pedí ayuda!
—Estoy segura que de no haber sido por mí, él no habría venido a la casa, y tú no hubieses sabido que pensaba en ti —repuso Mrs. Penniman con cierta justicia.
—¡Ojalá no hubiera venido a esta casa, y ojalá no la hubiera visto! ¡Sería mejor que lo que me ocurre! —dijo la pobre Catherine.
—Eres una muchacha muy ingrata —repitió la tía Lavinia.
El estallido de su cólera y la sensación de culpa le dieron a Catherine, mientras duraron, la satisfacción emanada de toda afirmación de fuerza; la arrebataron, y siempre existe un placer en hendir el aire. Pero, en el fondo, la muchacha odiaba la violencia y se daba cuenta de su falta de aptitudes para un resentimiento organizado. Se calmó, haciendo un gran esfuerzo, pero con gran rapidez, y se paseó por la habitación, tratando de decirse que su tía había hecho todo con buenas intenciones. No logró decirlo con gran convicción, pero al cabo de un rato pudo hablar con serenidad.
—No soy ingrata, pero sí muy desgraciada. Es muy duro sentir gratitud por esto —dijo—. ¿Quieres decirme dónde está?
—¡No tengo la menor idea! No mantengo correspondencia secreta con él. —Y Mrs. Penniman hubiera deseado que así fuese, para poderle contar a Morris que Catherine la había insultado, después de todo lo que ella había hecho.
—¿Entonces era un plan de él, para romper? —dijo Catherine, que había logrado dominarse.
Mrs. Penniman vislumbró una oportunidad de dar explicaciones.
—¡No tuvo valor! —dijo—. ¡Le faltó el ánimo para perjudicarte! ¡No quería atraer sobre ti la maldición de tu padre!
Catherine escuchó aquello con los ojos fijos en su tía, y durante un tiempo siguió así.
—¿Te dijo él que me dijeras esto?
—Me dijo que te dijese muchas cosas, todas ellas muy delicadas y sutiles; y me dijo también que esperaba que tú no le despreciases.
—No le desprecio —dijo Catherine; y luego añadió—: ¿Va a estar fuera, siempre?
—Siempre, es mucho tiempo. Tu padre quizás no viva siempre.
—Quizás no.
—Estoy segura de que tú aprecias, de que tú comprendes, aun cuando te sangre el corazón —dijo Mrs. Penniman—. Indudablemente, le considerarás excesivamente escrupuloso. Yo también, pero respeto sus escrúpulos. Lo que él te pide es que tú hagas lo mismo.
Catherine se hallaba aún mirando a su tía, pero, al fin, habló como si no la hubiese oído ni entendido.
—Entonces, ha sido un plan regular. Él ha roto el compromiso deliberadamente; me ha dejado.
—Por el presente, Catherine; no ha hecho más que aplazarlo.
—Me ha abandonado —prosiguió Catherine.
—¿No lo has hecho tú conmigo? —preguntó con cierta solemnidad Mrs. Penniman.
Catherine movió la cabeza lentamente.
—¡No lo creo! —dijo, y salió de la habitación.