Morris volvió de nuevo a Washington Square, tal como le sugiriera la señora Penniman, sin lograr la despedida final de Catherine; y repitió sus visitas dos veces, sin hallar que Mrs. Penniman hubiera hecho gran cosa para preparar la retirada del joven.
La estratagema era complicada, según lo entendió Townsend, y como a él le resultaba demasiado desagradable, acabó por echarle la culpa a la señora Penniman, la cual, como él solía decirse, le había metido en el lío y estaba obligada a sacarle de él. Para decir la verdad, Mrs. Penniman, en el retiro de sus aposentos —y ante el espectáculo de Catherine, que por aquellos días tenía el aspecto de una joven exhibiendo su trousseau—, había medido sus responsabilidades, y se había asustado ante su magnitud. La tarea de preparar a Catherine, y de facilitar la retirada de Morris, presentaba dificultades, que aumentaban en la ejecución, e incluso llevaron a la impulsiva Lavinia a preguntarse si la rectificación del proyecto original del joven había sido concebida por un espíritu feliz. Un porvenir brillante, una carrera mejor, una conciencia libre del peso de haberse interpuesto entre una joven y sus derechos naturales. Aquellas cosas excelentes se lograban por medios poco fáciles. De Catherine, la viuda recibía escasa ayuda; al parecer, la pobre joven no sospechaba el peligro. Miraba los ojos de su amado con infinita confianza, y aunque tenía en su tía menos fe que en el joven a quien había hecho tantas promesas, no le daba ningún pretexto para que se explicase ni se confesase.
Mrs. Penniman, vacilante, declaró que Catherine era muy estúpida, y pospuso la gran escena, como ella la llamaba, de día a día, vagando por la casa, con la bomba sin estallar entre las manos. Las escenas de Morris eran pequeñas hasta entonces; pero aun así le resultaban superiores a sus fuerzas. El joven hacía sus visitas lo más breves posibles, y cuando se sentaba con Catherine le costaba trabajo mantener la conversación. Ella esperaba que Morris fijase el día de la boda; y mientras él no estuviese dispuesto a ser explícito acerca de aquel punto, parecía una burla el tratar de hablar de materias más abstractas. Catherine no sabía disimular, y no trataba de ocultar su expectación. Esperaba a que Morris se decidiese; esperaría modesta y pacientemente; y que él no hablase en aquel momento supremo, podría parecer extraño, pero indudablemente Morris tendría buenas razones para ello. Catherine hubiera sido una esposa chapada a la antigua, de las que consideran las razones como favores inesperados, y que no esperan recibirlos diariamente de igual modo que recibir un ramo de camelias. Sin embargo, durante el período de su compromiso, una joven, aún con las más modestas pretensiones, espera recibir más ramos de flores que en otras ocasiones; y entonces había tal carencia de perfume en el aire que por fin excitó la alarma de la muchacha.
—¿Estás enfermo? —le preguntó a Morris—. Pareces inquieto y estás pálido.
—No me siento nada bien —dijo Morris; y se le ocurrió que si lograba que Catherine le compadeciese, podría escapar.
—Me temo que trabajas demasiado; no debías trabajar así.
—Tengo que hacerlo. —Y luego añadió, con cierta brutalidad—: No quiero deberte todo.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Soy demasiado orgulloso —dijo Morris.
—Sí, eres demasiado orgulloso.
—Bien, tienes que tomarme como soy —continuó él—, no vas a cambiarme.
—No quiero cambiarte —dijo ella con suavidad—. Te aceptaré tal cual eres. —Y permaneció en pie, mirándole.
—Ya sabes lo que la gente habla del hombre que se casa con una mujer rica —observó Morris—. Es muy desagradable.
—Pero yo no soy rica —dijo Catherine.
—Eres lo bastante rica como para que se hable de mí.
—Claro que se habla de ti; pero eso es un honor.
—Un honor del que prescindiría con mucho gusto.
Catherine estuvo a punto de preguntarle si no era una compensación de aquella modestia que la pobre muchacha que había tenido la desgracia de proporcionársela, le amase tanto y tuviese tanta confianza en él; pero vaciló pensando que aquellas palabras quizás parecieran elegantes, y mientras ella vacilaba, Morris se marchó.
Sin embargo, la próxima vez que él vino, Catherine sacó de nuevo a relucir el tema, y le dijo que era demasiado orgulloso. Él repitió que no podía cambiar, y entonces ella sintió el impulso de decir que mediante un pequeño esfuerzo lo lograría.
A veces Morris pensaba que una pelea con ella le serviría a sus fines; pero la cuestión era pelear con una muchacha dispuesta a hacer todas aquellas concesiones.
—Me figuro que te crees que todos los esfuerzos son tuyos —comenzó—. ¿No crees que yo también tengo que hacer esfuerzos?
—Ahora todos son tuyos —dijo ella—. Mis esfuerzos han terminado.
—Bien; los míos, no.
—Debemos soportar juntos los contratiempos —dijo Catherine—. Eso es lo que debemos hacer.
Morris ensayó una sonrisa natural.
—Hay algo que no vamos a poder soportar juntos; por ejemplo, la separación.
—¿Por qué hablas de separación?
—¡Ah, no te gusta!; ¡yo sabía que no había de gustarte!
—¿A dónde vas, Morris? —preguntó ella de repente. Morris la miró un instante y entonces ella sintió miedo de él.
—¿Vas a prometerme que no harás una escena?
—¡Una escena! ¿Hago yo escenas?
—¡Todas las mujeres las hacen! —dijo Morris con un tono de gran experiencia.
—Yo no las hago. ¿A dónde vas?
—¿Si te dijese que me iba por asuntos de negocios, lo considerarías tan extraño?
Ella se le quedó mirando un momento.
—No. No, si tú me llevas contigo.
—¿Llevarte conmigo en viaje de negocios?
—¿Qué negocios son esos? Tu deber es estar conmigo.
—¡Yo no me gano la vida contigo! —dijo Morris—. ¡O, mejor dicho —exclamó con una repentina inspiración—, eso es lo que hago, o lo que dice la gente que hago!
Aquél era quizás un golpe maestro, pero no produjo efecto.
—¿A dónde vas? —repitió simplemente Catherine.
—A Nueva Orleáns… a comprar algodón.
—Yo estoy dispuesta a ir a Nueva Orleáns —dijo Catherine.
—¿Crees que voy a llevarte a un nido de fiebre amarilla? —exclamó Morris—. ¿Crees que voy a exponerte en esta época?
—Si hay fiebre amarilla tú no debes ir tampoco.
—Voy por ganar seis mil dólares —dijo Morris—. ¿Me quieres quitar esa satisfacción?
—No tenemos necesidad de esos seis mil dólares. Tú piensas demasiado en el dinero.
—Tú puedes proporcionarte el lujo de decir eso. Es una gran oportunidad; nos enteramos de ella la otra noche.
—Y le explicó en lo que la oportunidad consistía; le contó una larga historia repitiendo varios de los detalles de la notable operación emprendida por él y su socio.
Pero la imaginación de Catherine, por razones que ella conocía mejor que nadie, no se dejó inflamar por el proyecto.
—Si tú puedes ir a Nueva Orleans —dijo—, yo puedo ir también. La fiebre amarilla te daría con igual facilidad que a mí. Ya soy tan fuerte como tú, y no tengo ningún miedo de las fiebres. Cuando estuvimos en Europa, recorrimos muchos lugares insalubres; mi padre me hacía tomar píldoras. Nunca tuve nada ni sentí miedo. ¿De qué valen esos seis mil dólares si tú mueres de la fiebre? Cuando dos personas se van a casar no deben pensar tanto en el dinero. No debías pensar en el algodón, debías pensar en mí. Puedes ir a Nueva Orleáns en otra ocasión. Éste no es el momento oportuno; ya hemos esperado demasiado. —Catherine hablaba forzadamente y con las manos asía el brazo de Morris.
—Me dijiste que no harías una escena —dijo Morris—. Yo le llamo a esto una escena.
—Tú eres el que la hace. Yo nunca te he pedido nada antes. Ya hemos aguardado demasiado. —Y para ella era un consuelo el que hasta entonces hubiese pedido tan poco; le parecía que aquello le daba derecho para insistir sobre el punto capital.
Morris meditó un momento.
—Está bien; no hablemos más de ello; haré el negocio por carta. —Y comenzó a acariciar su sombrero, como si fuera a marcharse.
—¿Te vas ya? —dijo ella poniéndose de pie y mirándolo cara a cara.
Morris no renunciaba a la idea de provocar una pelea; era el medio más sencillo. Inclinó los ojos sobre el rostro levantado de Catherine y le dijo frunciendo el ceño:
—No eres nada discreta; no deberías atropellarme.
Pero, como de costumbre, ella lo concedió todo.
—No, no soy discreta. Ya sé que he estado muy exigente. ¿Pero no es natural? Sólo ha sido un momento.
—En un momento se puede causar mucho daño. La próxima vez que venga trata de estar más tranquila.
—¿Cuándo vas a venir?
—¿Vas a ponerme condiciones? —preguntó Morris—. Vendré el sábado próximo.
—Ven mañana —rogó Catherine—. Quiero que vengas mañana. Estaré muy tranquila —añadió; y su agitación era entonces tan fuerte que aquella seguridad resultaba impropia. Un brusco miedo la había acometido; era semejante a la sólida conjunción de una docena de dudas independientes entre sí; y su imaginación, de un solo salto, había atravesado una enorme distancia. Por el momento, todo su ser se hallaba concentrado en el deseo de mantener a Morris en la habitación.
Morris inclinó la cabeza y la besó en la frente.
—Cuando estás tranquila, eres perfecta —dijo—; pero cuando te pones violenta, no estás en carácter.
Catherine deseaba que no hubiese violencia, excepto los latidos de su corazón, que no podía impedir, y prosiguió con la mayor suavidad posible:
—¿Me prometes que vas a venir mañana?
—¡He dicho el sábado! —repuso Morris sonriendo. Una vez fruncía el ceño y otra sonreía. No sabía ya qué hacer.
—Sí, el sábado también —repuso ella, tratando de sonreír—. Pero antes mañana.
Él se dirigió hacia la puerta y ella le siguió rápidamente. Apoyó el hombro contra ella; le parecía que estaba dispuesta a cualquier cosa para mantenerle allí.
—Si mañana no puedo venir, dirás que te he engañado —dijo.
—¿Por qué no vas a poder? Si quieres, podrás.
—¡Yo soy un hombre ocupado, no un faldero! —exclamó Morris severamente.
La voz del joven era tan dura y poco natural, que Catherine, lanzándole una mirada de desolación, se apartó de él; entonces Morris puso la mano en el pestillo; le parecía que era indispensable que huyese de ella. Pero en seguida Catherine se acercó a él y le dijo en tono no menos penetrante por ser bajo:
—Morris, ¿vas a dejarme?
—Sí, durante un tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—Hasta que seas otra vez razonable.
—De ese modo no seré nunca razonable. —Y ella trató de mantenerle allí un poco más; era casi una lucha—. ¡Piensa en lo que yo he hecho! —exclamó la joven—. ¡Morris, yo he renunciado a todo!
—Volverás a tener todo eso.
—No hablarías así si no proyectaras algo. ¿Qué es?… ¿qué ha sucedido?… ¿qué he hecho yo?… ¿por qué has cambiado?
—Te escribiré… así será mejor —tartamudeó Morris.
—¡No piensas volver! —gritó ella rompiendo a llorar.
—Mi querida Catherine —dijo Morris—, no creas eso. Te prometo que me volverás a ver.
Y con estas palabras Morris logró escapar, cerrando secamente la puerta tras él.