A su regreso, el doctor sostuvo largas conversaciones con sus hermanas. No se tomó el trabajo de narrar sus viajes ni de comunicar sus impresiones de tierras lejanas a Mrs. Penniman, a la cual se limitó a entregar en recuerdo de su envidiable experiencia bajo la forma de un vestido de terciopelo. Pero habló con ella de asuntos más domésticos, no perdió el tiempo en comunicarle que seguía siendo un padre inflexible.
—No dudo de que habrás visto mucho a Mr. Townsend, y habrás hecho todo lo posible por consolarle de la ausencia de Catherine —le dijo—. No te lo pregunto y no tienes por qué negarlo. No te lo preguntaría por nada del mundo, ni te expondría a la molestia deque tuvieses que meditar una respuesta. Nadie te ha delatado, ni espiado lo que hacías. Elizabeth no me ha contado nada, y sólo me ha hablado de ti para ponderarme tu buen aspecto y tu buen ánimo. Esto es sencillamente una suposición mía, una inducción, como dicen los filósofos. Considero muy probable que hayas ofrecido un refugio a la interesante víctima. Mr. Townsend ha estado mucho en esta casa; hay en ella algo que me lo dice. Como sabes, los médicos terminamos por adquirir una percepción muy fina, y en mi sensorio existe la impresión de que se asentado cómodamente en estas sillas, y se ha calentado en este fuego. No le regateo estos placeres; son los únicos de que va a disfrutar a expensas mías. Parece probable que yo vaya a economizar a las suyas. No sé lo que le has dicho ya, ni lo que vas a decirle luego; pero quiero que sepas que si le has animado para que crea que va a ganar algo con su tenacidad, o que yo me he apartado una pulgada de la posición asumida hace un año, le has jugado una mala partida, por lo cual puede exigirte reparaciones. No estoy del todo seguro de que no entable un pleito contra ti. Claro que tú lo hiciste de buena fe; te hiciste la ilusión de que me rendiríais por el cansancio. Ésa es la alucinación más infundada que ha visitado jamás el cerebro de una genial optimista. No estoy cansado en absoluto; estoy tan fresco como al empezar; voy a tirar otros cincuenta años. Catherine, al parecer, tampoco ha cambiado; está tan fresca como antes; por lo tanto, estamos como al principio. Tú sabes esto tan bien como yo. Lo que yo deseo es hacerte conocer lo que pienso. Medítalo bien, Lavinia. ¡Cuídate del justo resentimiento de un cazador de dotes decepcionado!
—No puedo decir que lo esperaba —dijo Mrs. Penniman—. Y tenía la estúpida esperanza de que regresases sin ese odioso tono irónico con que tratas los temas más sagrados.
—No subestimes la ironía; es, frecuentemente, de gran utilidad. Sin embargo, no es siempre necesaria, y voy a demostrarte con qué gracia prescindo de ella. Me gustaría saber si crees que Morris Townsend va a persistir.
—Voy a responderte con tus propias armas —dijo Mrs. Penniman—. Espera y observa.
—¿A eso llamas mis propias armas? Yo nunca he sido tan grosero.
—Entonces te diré que Morris persistirá más de lo que conviene a tu comodidad.
—Mi querida Lavinia —exclamó el doctor—, ¿a eso llamas ironía? Yo lo llamo pugilismo.
Sin embargo, Mrs. Penniman, a pesar de su pugilismo, estaba bastante asustada y tomó sus temores en consideración. Entretanto, su hermano consultó con Mrs. Almond, con la cual fue tan generoso como con Lavinia y mucho más comunicativo.
—Me figuro que le tuvo allí todo el tiempo —dijo—. Tengo que examinar el estado de mi bodega. No importa que me lo cuentes ahora; yo ya le he dicho a ella lo que tenía que decirle.
—Sí, creo que Morris estuvo mucho en la casa —repuso Mrs. Almond—. Pero tienes que reconocer que al dejar sola a Lavinia era natural que ella buscase la sociedad.
—¡Lo reconozco!, y por eso no voy a armar ningún escándalo por lo del vino; lo consideraré como una reparación a Lavinia. Ella es capaz de decir que se lo ha bebido sola. Piensa en el mal gusto que significa el que ese hombre haya entrado y salido libremente de mi casa, o el que haya venido a ella. Si eso no le describe, es indescriptible.
—Su plan es sacar todo lo que pueda. Lavinia le habrá mantenido un año —dijo Mrs. Almond—. Eso ha ganado.
—Entonces Lavinia tendrá que mantenerlo durante el resto de sus días —exclamó el doctor—, pero sin vino, como dicen en las fables d’hotel.
—Catherine me ha dicho que él ha puesto un negocio y gana mucho dinero.
El doctor se la quedó mirando.
—A mí no me lo ha dicho, ni Lavinia se ha dignado hacerlo. ¡Ah! —exclamó—. Catherine prescinde de mí. No es que eso importe, en lo que respecta al asunto.
—Pero no ha prescindido de Mr. Townsend —dijo Mrs. Almond—. Eso lo he visto en el primer momento. Ha vuelto igual como se fue.
—Exactamente la misma; ni una pizca más inteligente. Mientras estuvimos fuera, no se fijó en una piedra, ni en una estatua, en una vista o en una catedral.
—¿Cómo iba a fijarse? Tenía otras cosas en qué pensar; no ha estado ni un momento fuera de su mente. A mí me conmueve.
—A mí me conmovería si no me irritase tanto. Ahora ése es el efecto que me produce. Lo he probado todo con ella; he sido realmente despiadado. Pero todo inútil; es impermeable. Por lo tanto, he pasado a un estado de exasperación. Al principio tenía una gran curiosidad; quería ver si ella resistiría. ¡Pero Dios del cielo, mi curiosidad está ya satisfecha! Veo que es capaz de resistir, y ahora ya podía cejar.
—Catherine no cejará —dijo Mrs. Almond.
—Cuidado, si no quieres exasperarme también. Si Catherine no suelta su presa, se la arrancarán, y la harán morder el polvo. Ésa es la posición para mi hija. No ve que cuando le van a empujar a uno es mejor saltar. Y luego vendrá quejándose de sus magulladuras.
—Catherine no se quejará nunca —dijo Mrs. Almond.
—Entonces mayor razón para que me parezca mal. Pero lo terrible es que ya no puedo evitarlo.
—Si Catherine tiene que sufrir una caída —dijo Mrs. Almond, riendo con suavidad—, tenemos que extender la mayor cantidad posible de alfombras. —Y llevó a cabo su idea, mostrando hacia la muchacha una ternura maternal.
Mrs. Penniman escribió inmediatamente a Morris Townsend. La intimidad entre ambos era entonces consumada, pero yo tengo que contentarme con sólo tomar nota de algunos de sus aspectos. La parte de Mrs. Penniman era un sentimiento singular, que podía ser mal interpretado, pero que no significaba ninguna vergüenza para la pobre dama. Era un romántico interés por el atractivo y desdichado joven, pero, sin embargo, aquel interés no era para despertar los celos de Catherine. Mrs. Penniman no estaba en absoluto celosa de su sobrina. Se sentía como si fuese la hermana o la madre de Morris —una hermana o una madre de temperamento emocional— y tenía el deseo absorbente de verle cómodo y feliz. Había procurado hacerlo durante todo el año en que su hermano le dejó el campo libre, y sus esfuerzos tuvieron el éxito que ya hemos indicado. Mrs. Penniman no había tenido hijos, y Catherine, a la cual trató de dar la importancia que habría dado naturalmente a una joven Penniman, había recompensado parcialmente su celo. Catherine, como objeto de afecto y solicitud, no había tenido jamás el encanto pintoresco que, a entender de ella, hubiera sido el atributo natural de su progenie. Incluso la pasión maternal de Mrs. Penniman habría sido romántica y artificial, y Catherine no estaba constituída para inspirar una pasión romántica. Mrs. Penniman la quería igual que siempre, pero había llegado a creer que con Catherine ella no había tenido oportunidades. Por lo tanto, y sentimentalmente hablando, aun sin desheredar a su sobrina, había adoptado a Morris Townsend, que le daba oportunidades en abundancia. Mrs. Penniman habría sido feliz teniendo un hijo apuesto y tiránico, y habría puesto un gran interés en sus asuntos amorosos. Bajo aquella luz había llegado a mirar a Morris Townsend, que al principio había tenido para con ella una deferencia delicada y calculada, una especie de exhibición a la cual la viuda era especialmente sensible. Luego disminuyó su deferencia grandemente, pues economizaba sus recursos, pero la impresión estaba ya producida, y hasta la brutalidad del joven tenía una especie de valor filial. Si Mrs. Penniman hubiese tenido un hijo, probablemente habría tenido miedo de él, y en ese punto de nuestra historia lo tenía seguramente de Morris Townsend. Aquél fue uno de los resultados de su domesticación en Washington Square. El joven la trató sin consideración, como si hubiese sido su propia madre.