25

El viaje fue realmente malo, y Catherine, el llegar a Nueva York, no tuvo la compensación de, como su padre había dicho, «irse» con Morris Townsend. Sin embargo, le vio al día siguiente de desembarcar; y entretanto, el joven se convirtió en el sujeto natural de las conversaciones entre nuestra heroína y su tía Lavinia, con lo cual la misma noche de su llegada la joven estuvo encerrada largo tiempo antes de que ambas damas se retirasen a descansar.

—Yo le he visto mucho —dijo Mrs. Penniman—. No es fácil de conocer. Yo supongo que tú crees que le conoces; pero no es así, querida. Algún día le conocerás; pero será cuando hayas vivido con él. Yo casi puedo decir que he vivido con él —prosiguió Mrs. Penniman, mientras Catherine se la quedaba mirando—. Yo creo que ahora le conozco; he tenido tan estupendas oportunidades. Tú también las tendrás, mejor dicho, las tendrás mejores. —Y la tía Lavinia sonrió—. Entonces comprenderás lo que te digo. Morris es un joven magnífico, lleno de pasión, de energía y de sinceridad.

Catherine escuchaba con una mezcla de interés y de recelo. La tía Lavinia era persona simpatizante, y Catherine, durante el último año, mientras recorría las galerías y templos extranjeros, y mientras cruzaba los caminos de posta, entregada a pensamientos que jamás expresaba, frecuentemente había echado de menos la compañía de una persona de su sexo. Creía que el contarle su historia a cualquier mujer la consolaría, y había momentos en que se sentía inclinada a franquearse con la dueña del hotel, o la modista. Si hubiese tenido una mujer junto a ella, habría llorado sobre su pecho; y pensaba que, a su regreso, ésa sería su respuesta al primer abrazo de su tía Lavinia. Pero cuando las dos mujeres se encontraron en Washington Square, no hubo lágrimas; y cuando se hallaron a solas, se produjo una cierta sequedad en las emociones de Catherine. Comprendió de pronto que su tía había gozado un año entero de la sociedad de su amado, y que no le causaba placer oír hablar a Mrs. Penniman del joven, como si tuviera de él un conocimiento completo. No es que Catherine fuese celosa, pero le atormentaba el sentimiento de la inocente falsedad de Mrs. Penniman y se alegraba de haber regresado. Sin embargo, a pesar de todo aquello, era una bendición poder hablar de Morris, pronunciar su nombre, estar con una persona que no fuese injusta con él:

—Has sido muy amable con Morris —dijo Catherine—. Él me lo ha escrito frecuentemente. Nunca lo olvidaré, tía Lavinia.

—Yo he hecho lo que he podido; ha sido bien poco. Dejarle que viniese a hablar conmigo y darle una taza de té, eso fue todo. Tu tía Almond pensó que era demasiado, y me regañó mucho; pero, al menos, me prometió no traicionarme.

—¿Traicionarte?

—Sí; no decírselo a tu padre. Morris solía sentarse en el despacho de tu padre —dijo Mrs. Penniman lanzando una risita.

Catherine quedó un momento silenciosa. Aquella idea le desagradaba y le traía a la imaginación la afición que su tía sentía por los secretos. Debemos de informar al lector que Morris había tenido el tacto de no decirle que se había sentado en el despacho de su padre. El joven la conocía sólo unos meses, y su tía la conocía quince años; y, sin embargo, él no cometió la torpeza de creer que a Catherine le gustaría aquello.

—Siento mucho que le hicieses entrar en la habitación de mi padre —dijo la muchacha al cabo de un momento.

—Yo no le hice entrar; entró espontáneamente. Le gustaba mirar los libros y las cosas que hay en las vitrinas. Él las conoce bien; él conoce todo.

Catherine quedó de nuevo silenciosa, y luego dijo:

—Me gustaría que hubiese encontrado algún empleo.

—Lo ha encontrado. Es una buena noticia, y él me encargó que te la dijese en cuanto llegases. Ha entrado en sociedad con un comisionista. Todo se ha arreglado en una semana.

Para Catherine aquello era realmente una buena noticia; tenía un aire de prosperidad.

—¡Cuánto me alegro! —dijo, y durante un instante estuvo tentada de arrojarse al cuello de la tía Lavinia.

—Es mucho mejor que estar sometido a alguien; y él no está acostumbrado a eso —prosiguió Mrs. Penniman—. Está en condiciones de igualdad con su socio. ¡Ves qué bien hacía en aguardar! ¡Me gustaría saber lo que tu padre dice ahora! Tienen una oficina en Duane Street y han impreso tarjetas; él me trajo una para mostrármela. La tengo en mi habitación, y mañana tela enseñaré. Eso fue lo que él medijo la última vez que estuvo aquí: «¡Ve qué bien hice en esperar!» ahora tiene empleados a sus órdenes, en lugar de ser él un subordinado. Él no ha nacido para eso; yo le he dicho muchas veces que no me lo imaginaba de subordinado.

Catherine convino en ello y se alegró de que Morris tuviese una posición independiente; pero se vio privada del placer de darle aquella noticia a su padre. A su padre le daría igual que Morris se hubiese establecido o lo hubiesen desterrado. Los baúles de Catherine habían sido llevados a su habitación, y mientras los abría cesaron las referencias de Morris. Catherine había traído un regalo para todos; es decir, para todos menos para Morris, al cual sólo le trajo su corazón entero. Con Mrs. Penniman fue muy generosa, y la tía Lavinia pasó media hora plegando y desplegando, mientras lanzaba exclamaciones de gratitud. Durante un rato tuvo puesto un espléndido chal de cachemira, que Catherine le había rogado que aceptase, poniéndoselo sobre los hombros y ladeando la cabeza para ver hasta dónde bajaba la punta.

—Lo considero como un préstamo —dijo—; cuando yo muera, te lo dejaré; o mejor —añadió, besando de nuevo a su sobrina—, se lo dejará a tu hija mayor. —Y envuelta en el chal, permaneció en pie, sonriendo.

—Más vale que esperes a que llegue —dijo Catherine.

—No me gusta el modo en que dices eso —repuso Mrs. Penniman—. ¿Has cambiado?

—No, soy la misma.

—¿No has cedido en nada?

—Sigo igual que siempre —repitió Catherine, deseando que su tía fuese un poco menos simpatizante.

—Bien, me alegro —y Mrs. Penniman se puso a examinar en el espejo el chal obsequiado—. ¿Cómo está tu padre? —añadió al cabo de un momento, fijando los ojos en su sobrina—. Sus cartas eran tan escuetas… yo no podía adivinar.

—Papá está muy bien.

—Ya sabes a lo que me refiero —dijo Mrs. Penimman—. ¿Sigue tan implacable?

—¡No ha variado! —Está, si es posible, más firme aún.

Mrs. Penniman se quitó el chal y lo dobló cuidadosamente.

—Eso es terrible. ¿No has tenido éxito en tu proyecto?

—¿Qué proyecto?

—Morris me habló de él. La idea de cambiar a tu padre, en Europa; de aprovechar un momento en que estuviese impresionado por algún monumento (él pretende amar tanto el arte) para rogarle y conseguir su permiso.

—No lo he intentado. La idea fue de Morris; pero si él hubiese estado en Europa, habría visto que papá no se impresionaba en ese estilo. Ama el arte, muchísimo; pero cuantos más lugares hubiésemos visitado, y cuantos más monumentos admirase, más inútiles serían mis ruegos. Sólo conseguiría aumentar su decisión —dijo la pobre Catherine—. Nunca lograré convencerle, y ahora ya no espero nada de él.

—Bien, debo decir —repuso Mrs. Penniman— que yo no creí nunca que ibas a renunciar.

—No he renunciado; ahora ya no me importa.

—Te has hecho muy valiente —dijo Mrs. Penniman, con una risita—. Yo no te aconsejé que sacrifiques tus bienes.

—Soy más valiente de lo que era antes. Me has preguntado si he cambiado; he cambiado en ese aspecto —continuó la muchacha—. En eso he cambiado mucho. Y no son mis bienes. ¿Si a él no le importan, por qué han de importarme a mí?

Mrs. Penniman vaciló.

—Quizás a él sí le importan.

—A él le importan por mi causa, porque no quiere perjudicarme. Pero ahora verá, ahora sabrá lo poco que a mí me importa eso. Además —dijo Catherine—, yo tengo bastante dinero. Tendremos lo suficiente, ¿y no tiene él ya un negocio? Estoy encantada de eso. —Y siguió adelante, hablando con gran animación. Su tía nunca la había visto así y al observarlo lo atribuyó al efecto del viaje, que la había hecho más positiva, más madura. También pensó que Catherine había ganado en experiencia; estaba bastante linda. Mrs. Penniman se preguntó si a Morris le impresionaría aquello. Mientras pensaba en tales cosas, su sobrina le preguntó con cierta brusquedad:

—¿Por qué eres tan contradictoria, tía Lavinia? Una vez piensas una cosa, otra vez, otra. Hace un año, antes de que me marchase, me pedías que no temiese infamar a mi padre, y ahora pareces opinar lo contrario. Cambias mucho.

Aquél era un ataque inesperado y Mrs. Penniman no estaba acostumbrada, en ninguna discusión, a ver la guerra llevada a su propio campo; posiblemente porque el enemigo dudaba de hallar subsistencia allí. Para ella, los campos floridos de su razón no habían sido jamás devastados por una fuerza hostil. Quizás aquélla era la causa de que los defendiese con más majestad que agilidad.

—No sé de lo que me acusas, como no sea de interesarme profundamente por tu felicidad. Es la primera vez que oigo que me llaman caprichosa. Generalmente no suelen reprocharme ese defecto.

—El año pasado te encolerizaste parque yo no me casé inmediatamente, y ahora hablas de que trate de ganarme a mi padre. Me dijiste que le estaría bien empleado que me llevase a Europa para nada. Bien, para nada me ha llevado, y tú deberías estar satisfecha. No he cambiado nada, excepto mis sentimientos hacia mi padre. Ahora ya no me importa tanto: He sido todo lo buena que podía, y a él no le ha importado. Ahora tampoco me importa a mí. No sé si me he hecho mala; positivamente lo soy. Pero eso tampoco me importa. He vuelto para casarme; eso es todo lo que sé. Eso debía complacerte, a menos que hayas cambiado de idea; eres muy rara. Puedes hacer lo que gustes, pero no me vuelvas a decir que trate de convencer a mi padre. No volveré a pedirle nada; todo eso se ha acabado ya. Mi padre me ha apartado de él. Yo he vuelto para casarme.

Aquél era el discurso más autorizado que Mrs. Penniman había oído de labios de su sobrina, y le produjo la impresión deseada. La viuda quedó un poco asustada, y el tono resuelto de la joven no dejaba lugar a la réplica. Mrs. Penniman se asustaba muy fácilmente, y siempre exteriorizaba su miedo mediante una concesión, concesión que iba frecuentemente acompañada, como en el caso presente, por una risita un tanto nerviosa.