24

El doctor, durante los primeros seis meses del viaje, no habló a su hija de la pequeña diferencia que existía entre ellos, en parte por sistema y en parte porque tenía otras muchas cosas en qué pensar. Era inútil tratar de adivinar el estado de los afectos de Catherine sin preguntarle directamente; porque si en Nueva York no era nada expresiva, las montañas de Suiza y los monumentos de Italia no le dieron ninguna animación. Era siempre un dócil y razonable instrumento de su padre, acompañándolo en sus recorridos con respetuoso silencio, no quejándose jamás de fatiga, siempre dispuesta a salir a la hora que él había convenido la noche anterior; y no haciendo críticas necias, ni apreciaciones refinadas:

«Es tan inteligente como un lío de ropas», pensaba el doctor, aunque Catherine tenía la superioridad sobre el lío de ropas, en que éste se caía o se perdía, y ella estaba siempre firme en supuesto. Pero su padre había esperado aquello, y no quiso atribuir a una sentimental depresión las limitaciones intelectuales que, como turista, tenía Catherine. Ésta había perdido del todo las características de víctima, y durante todo el tiempo que estuvieron de viaje ni profirió un suspiro audible: el doctor se figuraba que mantendría correspondencia con Morris Townsend, pero como nunca veía las cartas del joven, no decía nada, y Catherine siempre entregaba sus misivas al correo de posta. La muchacha recibía noticias de su amado con bastante regularidad, pero las cartas de Morris venían dentro de las de Mrs. Penniman; por lo tanto, cuando el doctor entregaba a su hija una carta escrita con letra de su hermana, era involuntario instrumento de la pasión que condenaba. Catherine lo pensó así, y seis meses antes se lo habría advertido; pero entonces se consideraba absuelta. En el corazón de la muchacha había una herida abierta por las palabras de su padre, cuando ella le habló siguiendo un impulso que le dictaba su honor; trataría de complacerle en todo lo posible, pero no volvería a hablarle de aquella forma, y, secretamente, leía las cartas de Morris.

Un día de fines de verano, los dos viajeros se hallaban solos en un solitario valle de los Alpes. Cruzaban uno de los pasos, y durante la larga ascensión habían bajado del coche y se habían adelantado. Entonces el doctor descubrió un sendero que, atravesando el valle, conducía a un punto mucho más alto. Siguieron aquel camino y, finalmente, perdieron el sendero: el valle era muy abrupto y el avance resultaba difícil. Sin embargo, ambos eran buenos andarines y tomaron bien la aventura; de vez en cuando se detenían para que Catherine descansase; y entonces ella se sentaba sobre una piedra y contemplaba las toscas rocas y el cielo encendido. Era al caer de una tarde de fines de agosto; la noche se acercaba, y al llegar a una altura el aire se hizo muy frío. Por el oeste, la fría luz rojiza hacía aún más oscuras y escarpadas las laderas del valle. Durante una de dichas pausas, el padre de Catherine se apartó de ella para subir a una altura desde la cual se disfrutaba una hermosa vista. Catherine quedó sola, sentada en medio de un silencio únicamente interrumpido por el rumor de un arroyo lejano. Pensaba en Morris Townsend, y el lugar era tan desolado y solitario que le parecía que su amado se hallaba muy lejano. Su padre estuvo ausente mucho tiempo. Pero al final apareció, dirigiéndose hacia ella en medio del crepúsculo, y Catherine se puso en pie para continuar la marcha. Sin embargo, cuando llegó junto a ella, el doctor no hizo ningún ademán de seguir adelante, como si tuviese algo que decirle. Se detuvo frente a ella y se le quedó mirando con ojos que parecían haber conservado la luz delas nevadas cumbres que acababan de contemplar. Luego, bruscamente, en tono bajo, le hizo una pregunta inesperada:

—¿Has renunciado a él?

La pregunta era tan inesperada, que Catherine estaba mal preparada para ella.

—No, papá —respondió.

Él la miró un momento, sin decir palabra.

—¿Te escribe? —preguntó.

—Sí, dos veces por mes.

El doctor recorrió el valle con la mirada, y luego, moviendo su bastón, le dijo a Catherine, en el mismo tono bajo:

—Estoy muy enfadado.

Ella se preguntó qué querría decir, si pretendía asustarla. Si así era, el lugar estaba muy bien elegido: aquella cañada solitaria, abandonada por la luz del sol, hacía sentir a la joven la soledad en que se hallaba. Miró en torno suyo, y tuvo frío en el corazón; durante un momento experimentó un gran miedo. Pero sólo pudo murmurar suavemente:

—Lo siento.

—Tú pones a prueba mi paciencia —prosiguió su padre—, y debías saber quién soy. No soy bueno. Aunque soy exteriormente tranquilo, en mi interior soy apasionado; y te aseguro que sé ser muy severo.

Catherine no comprendía por qué le decía aquellas cosas. ¿La habría traído allí a propósito? ¿Sería aquél su plan?, se preguntó Catherine. ¿Lo haría para asustarla y sacar partido de su miedo? ¿Miedo de qué? El lugar era imponente y solitario, pero no podía causarle daño. En las palabras de su padre había una fría intensidad que daba miedo, pero aún así no hizo pensar a Catherine que quizás formase parte de su plan, poner su mano —la mano fina y ágil de un médico famoso— en la garganta de su hija. Sin embargo, la joven retrocedió un paso.

—Estoy segura de que puedes ser lo que quieras —dijo; y aquélla era su sencilla creencia.

—Estoy muy enfadado —replicó él, muy bruscamente.

—¿Qué te ha ocurrido tan de repente?

—Tan de repente, no. He estado interiormente furioso estos seis meses. Pero ahora me ha parecido un buen momento para exteriorizar mi cólera. Estamos solos y hay un gran silencio.

—Sí, lo hay —dijo Catherine, mirando vagamente en torno suyo—. ¿Por qué no volvemos al coche?

—Dentro de un momento. ¿Quieres decir que durante todo este tiempo no has cedido nada?

—Si pudiese, lo haría; pero no puedo.

El doctor miró en torno suyo.

—¿Te gustaría que te dejasen en un lugar así, para que te murieras de hambre?

—¿Qué quieres decir? —exclamó la muchacha.

—Ése va a ser tu destino; así es como él te dejará.

Él no la había tocado a ella, había tocado a Morris. Catherine sintió que el calor volvía a su corazón.

—No es cierto, padre —dijo—. Tú no debías decir eso. No es cierto, y no está bien que tú lo digas.

Él movió la cabeza lentamente.

—No, no está bien, porque tú no vas a creerme. Pero es cierto. Volvamos al coche.

Se apartó de ella, y Catherine le siguió; el doctor andaba de prisa, y al poco tiempo se había alejado. Pero de vez en cuando se detenía para que ella le diese alcance. Catherine avanzaba penosamente, con el corazón latiéndole por la pena que le había causado haberle hablado con violencia por primera vez. Por entonces se había hecho de noche y la joven terminó perdiéndole de vista. Pero siguió avanzando, y al cabo de un momento, el valle tuvo una brusca revuelta, y Catherine se encontró en la carretera, donde el coche aguardaba. En él estaba su padre, rígido y silencioso; también silenciosa, la muchacha ocupó su lugar junto a él.

Más tarde, al pensar en aquello, le pareció a Catherine que durante muchos días no se había cambiado una palabra entre ellos. La escena había sido muy extraña, pero no afectó de modo permanente los sentimientos de la joven hacia su padre, pues, después de todo, era natural que le hiciese una escena, ya que había guardado silencio durante seis meses. Y lo más extraño era que él hubiese dicho que no era bueno. Catherine estuvo pensando qué querría dar a entender con aquello. La joven no pudo dar crédito a la declaración, ni ésta satisfizo su resentimiento. Incluso en sus momentos de mayor amargura, Catherine no se consolaba pensando que su padre era menos perfecto. Lo dicho por el doctor formaba parte de su gran sutileza; los hombres tan inteligentes como su padre podían hacer y decir lo que quisiesen; y el ser severo era, seguramente, una virtud masculina.

El doctor dejó en paz a Catherine otros seis meses, durante los cuales ella se avino sin protesta a la prolongación del viaje. Pero al final de ellos le volvió a hablar: lo hizo en un hotel de Liverpool, la misma noche antes de embarcar para Nueva York. Habían estado cenando juntos, en un comedor oscuro; y en cuanto hubieron levantado los manteles, el doctor se levantó y se puso a pasear de un lado a otro. Catherine, por fin, tomó su vela para irse a acostar, pero su padre le hizo señas para que se quedase.

—¿Qué piensas hacer cuando lleguemos a casa? —le preguntó, mientras ella permanecía con la vela en la mano.

—¿Te refieres a Mr. Townsend?

—Sí, a Mr. Townsend.

—Probablemente nos casaremos.

El doctor dio varias vueltas, mientras ella aguardaba.

—¿Sigues recibiendo noticias suyas?

—Sí, dos veces por mes —dijo Catherine prontamente.

—¿Y siempre te habla de matrimonio?

—Sí; me habla también de otras cosas, pero siempre alude al matrimonio.

—Me alegro de saber que varía de temas; por el contrario, sus cartas serían muy monótonas.

—Escribe muy bien —dijo Catherine, alegre de la oportunidad de decir aquello.

—Esos tipos siempre escriben bien. Sin embargo, en un caso dado, eso no disminuye su mérito. Luego, en cuanto llegues, te vas con él.

Aquélla era una forma un poco ruda de expresión, y Catherine sintió su dignidad herida.

—No puedo decirte lo que sucederá cuando llegue —dijo.

—Eso es bastante razonable —repuso su padre—. Lo único que te pido es que me avises a tiempo. Cuando un hombre va a perder a su única hija, le gusta saberlo de antemano.

—¡Papá, tú no me perderás! —exclamó Catherine, derramando la cera.

—Tres días me bastan —continuó él—, si entonces estás en condiciones de decírmelo con seguridad, Morris debe estarme muy agradecido. Yo le he hecho un gran favor llevándote al extranjero. Con todos los conocimientos adquiridos, tú vales el doble. Hace un año eras, quizás, un poco limitada, un poco rústica; pero ahora has visto todo, has apreciado todo, y serás una compañera muy divertida. Hemos engordado la oveja para que él la mate.

Catherine se apartó y quedó junto a la puerta, con los ojos fijos en ella.

—Vete a la cama, Catherine —dijo su padre—, y como no vamos a subir a bordo hasta el medio día, puedes levantarte tarde. Probablemente tendremos un viaje muy malo.