Si Morris Townsend no iba a ser incluído en el viaje, tampoco lo fue Mrs. Penniman, a quien le hubiera gustado mucho la invitación, pero quien —para hacerle justicia— soportó su decepción con gran señorío.
—Me hubiera encantado ver las obras de Rafael, y las ruinas, las ruinas del Panteón —le dijo a Mrs. Almond—, pero, por otra parte, me alegro de estar sola y en paz durante varios meses en Washington Square. Necesito descansar; he sufrido tanto en los últimos cuatro meses…
Mrs. Almond consideró que era una crueldad de su hermano no llevar de viaje a la pobre Lavinia; pero comprendió perfectamente que si el fin de la expedición era que Catherine olvidase a su amado, el doctor no debía llevar con su hija a la mejor amiga del joven. «Si Lavinia no hubiese sido tan tonta, habría podido ver las ruinas del Panteón» se dijo; y continuó lamentando la locura de su hermana, aunque le aseguró que había oído hablar mucho de las ruinas en cuestión, satisfactoriamente descritas por Mr. Penniman. Mrs. Penniman se hallaba convencida de que el motivo de su hermano para realizar el viaje, era tender una trampa a la fidelidad de Catherine; y, francamente, comunicó a su sobrina aquella convicción.
—Tu padre espera que olvides a Morris —le dijo (ahora siempre llamaba «Morris» al joven)—; piensa: «ojos que no ven, corazón que no siente». Cree que todas las cosas que vas a ver, te van a borrar su imagen.
Catherine pareció grandemente alarmada.
—Si piensa eso, yo debería hablarle de antemano.
Mrs. Penniman movió la cabeza.
—Díselo después, querida, cuando se haya tomado el trabajo y realizado todo el gasto. Eso es lo que él se merece.
Y añadió, ya más endulzada, que sería maravilloso pensaren las personas amadas entre las ruinas del Panteón. El disgusto de su padre había costado, como ya sabemos, gran pesar a la muchacha, pesar del más puro y generoso, sin el menor atisbo de rencor ni resentimiento; pero, por primera vez, después que el doctor desechó tan secamente sus excusas por ser una carga para él, en la pena de la muchacha hubo un chispazo de cólera. Había sentido el desdén de su padre y ello le había quemado; las palabras acerca de su mal gusto le calentaron los oídos durante tres días. Durante aquel período, fue menos considerada; tenía una idea; una idea vaga, pero de acuerdo con su sentido de la ofensa; creía que ahora quedaba absuelta de culpa y podía obrar a su antojo. Escribió a Morris diciéndole que la esperase en la plaza para dar un paseo por la ciudad. Ya que se iba a Europa por el respeto que sentía hacia su padre, bien podía darse antes aquella satisfacción. Entonces se sentía más libre y resuelta; había una fuerza que la impulsaba. Por fin, su pasión la poseía totalmente.
Morris se reunió con ella al fin, y juntos dieron un largo paseo. Ella le dijo inmediatamente lo que había sucedido; que su padre deseaba llevársela a Europa, durante unos seis meses; ella haría lo que Morris estimase mejor. Interiormente esperaba que él estimase que lo mejor era quedarse. Pasó algún tiempo antes de que el joven expresase su opinión; mientras caminaban, le hizo una serie de preguntas. Una de ellas le chocó especialmente, por su incongruencia:
—¿Te gustaría ver todas las maravillas que hay allí? —le preguntó Morris.
—¡Oh, no, Morris! —dijo Catherine en tono de disculpa.
«¡Cielo santo, qué mujer más tonta!», pensó Morris Townsend.
—Mi padre espera que yo te olvide —dijo Catherine—, que todas esas cosas te aparten de mi mente.
—Y quizás sea así, querida.
—Por favor, no digas eso —repuso Catherine mientras andaban—. Mi padre va a sufrir una decepción.
Morris rio.
—Sí, yo espero que se decepcione. Pero tú habrás visto Europa —añadió humorísticamente—. ¡Qué chasco!
—A mí no me interesa ver Europa —dijo Catherine con cierta convicción.
—Pues debía interesarte, querida; y quizás tu padre se ablande allí.
Catherine, consciente de su obstinación, no esperaba aquello, y no podía librarse de la idea de que yendo al extranjero y permaneciendo fiel a Morris, le jugaba a su padre una mala pasada.
—¿No te parece que eso sería un engaño? —preguntó ella.
—¿No quería él engañarte? —exclamó Morris—. Le está bien empleado. Yo creo que debes ir.
—¿Y retrasar tanto nuestro matrimonio?
—Nos casaremos cuando vuelvas. Puedes comprar el trousseau en París.
Y luego Morris, con un tono muy amable, explicó su punto de vista. A Catherine le convenía el viaje; así, los dos quedaban muy bien. Demostrarían que eran razonables y sabían aguardar. Estando tan seguros el uno del otro, podían esperar. ¿Qué podían temer? Aquélla era una nueva oportunidad de que el doctor mudase de opinión pues, después de todo, Morris se resistía ante la idea de verla desheredada. No lo hacía por él, sino por ella y por sus hijos. Él estaba dispuesto a aguardar; le costaría trabajo, pero lo haría. Y en Europa, entre tantas cosas bellas y tantos notables monumentos, quizás el anciano se conmoviese; las obras de arte tenían una influencia humanizadora. El doctor podía conmoverse mediante la paciencia de Catherine, y su buena voluntad para hacer cualquier cosa que le complaciese; si ésta supiese hablarle en algún lugar famoso —en Italia, una noche; en Venecia, en una góndola iluminada por la luna—, si ella era lista y sabía tocarle la cuerda sensible, quizás su padre le abriese los brazos y le dijese que le perdonaba. Catherine quedó muy sorprendida por aquella concepción del asunto, que consideró digna del brillante intelecto de su amado, a pesar de que miraba con recelo que gran parte de ella dependía de su poder de persuasión. La idea de «ser lista» en una góndola le parecía muy superior a su capacidad. Pero quedó resuelto entre ellos que Catherine le diría a su padre que estaba dispuesta a seguirle a donde él quisiera, haciendo la reserva mental de que amaba a Morris más que nunca.
Ella le informó al doctor que estaba pronta a embarcarse, y él hizo rápidamente todos los preparativos del viaje. Catherine tenía que despedirse de mucha gente, pero a nosotros sólo nos interesan dos de sus despedidas. Mrs. Penniman consideró el viaje de su sobrina de un modo muy elevado; le parecía bien que la futura esposa de Mr. Townsend embelleciera su mente mediante un viaje por el extranjero.
—Le dejas en buenas manos —dijo, besando la frente de Catherine (pues era aficionada a besar la frente de la gente); medio involuntario de expresar su simpatía por la parte intelectual—. Yo le veré con frecuencia; me consideraré como una antigua vestal cuidando del fuego sagrado.
—Te portas muy bien no viniendo con nosotros —repuso Catherine, sin pararse a examinar aquella analogía.
—Mi orgullo me sostiene —dijo Mrs. Penniman, golpeando el corpiño de su vestido, que siempre producía un ruido metálico.
Catherine se despidió brevemente de Morris y cambió con él muy pocas palabras.
—¿Cuando vuelvas te encontraré lo mismo? —preguntó, aunque su pregunta no era fruto del escepticismo.
—Igual, sólo mi amor habrá aumentado —dijo Morris, sonriendo.
En nuestro plan no figura narrar detalladamente el viaje del doctor Sloper por el hemisferio oriental. Recorrió Europa con considerable esplendor, y —como era de esperar en un hombre de su cultura— halló tantas antigüedades y objetos artísticos interesantes, que el viaje no duró seis meses, sino un año entero. En Washington Square, Mrs. Penniman se acomodó en la ausencia de su hermano. Disfrutaba del entero dominio de la casa vacía, que se enorgullecía de hacer más atractiva para sus amigos que cuando el doctor estaba en ella. Por lo menos para Morris Townsend, la casa era singularmente atractiva. Era el visitante más frecuente que tenía Mrs. Penniman, la cual había tomado la costumbre de invitarle a tomar el té. Morris tenía reservado un asiento muy cómodo junto a la chimenea de la sala de atrás —cuando las grandes puertas de corredera, de caoba con herrajes de plata, que dividían este aposento del vecino, se hallaban cerradas— y solía fumar cigarros en el despacho del doctor, donde con frecuencia pasaba una hora entera examinando las colecciones del propietario ausente. El joven desdeñaba, como sabemos, a Mrs. Penniman, pero como él no era tonto, y tenía gustos caros y escasos medios, consideraba la cosa como el perfecto castillo de la holganza. Para él se había convertido en un club de un solo miembro. Mrs. Penniman vio mucho menos a su hermana que cuando el doctor estaba en casa; pues Mrs. Almond se había atrevido a decirle que no le parecían bien las relaciones que mantenía con Mr. Townsend. Ella no debía ser tan amable con un joven de quien se hermano pensaba tan mal, y a Mrs. Almond le sorprendía que tratase de proteger el deplorable compromiso de Catherine.
—¡Deplorable! —exclamó Lavinia—. Morris será un magnífico esposo.
—No creo en esposos magníficos —dijo Mrs. Almond— sólo creo en esposos buenos. Si Catherine se casa con él y Austin le lega su fortuna, menos mal. Él será un esposo egoísta, holgazán y amable. Pero si Catherine no hereda y él se siente atado a ella, ¡que Dios la proteja! Él la culpará de su decepción y se lo hará pagar; será implacable y cruel. ¡Desdichada Catherine! Te recomiendo que hables con la hermana de Morris; ¡es una lástima que Catherine no pueda casarse con ella!
Mrs. Penniman no tenía ningún deseo de hablar con Mrs. Montgomery, cuya amistad no quiso cultivar; y aquellos tristes pronósticos del destino de su sobrina, sólo le hicieron lamentar que la generosa naturaleza de Mr. Townsend se amargase con las circunstancias. Para él, su elemento eran los placeres, y ¿cómo iba a sentirse bien donde no había nada agradable? Mrs. Penniman tuvo la idea fija de que Morris debía disfrutar de la fortuna del doctor, a la cual comprendía que ella tenía muy poco derecho.
«¡Si no se la deja a Catherine, a mí no me la va a dejar!», se dijo.