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Morris no había estado del todo en lo cierto cuando dijo que Catherine había consentido en dar aquel paso decisivo. Dejamos a la joven en el momento en que declaraba que quemaría todos sus barcos; pero Morris, después de haber arrancado tal declaración, se dio cuenta de la existencia de buenas razones para no tomarla en cuenta. Evitó, con bastante gracia, el fijar el día, aunque dejó la impresión de que ya lo tenía pensado. Catherine tendría sus dificultades, pero las de su circunspecto pretendiente eran también considerables. Su premio era grande en verdad; pero sólo podía conseguirlo mediante algún procedimiento libre por igual de prudencia y precipitación. Habría que dar un paso arriesgado y ponerse en manos de la Providencia; la Providencia siempre protegía a los seres inteligentes, y éstos se distinguían por su resistencia a arriesgar el pellejo.

El premio de la unión con una mujer que era a la vez fea y pobre, debía estar relacionado con inmediatas desventajas, por medio de alguna cadena palpable. Entre el miedo de perder a Catherine y su posible fortuna, y el miedo de tomarla demasiado pronto, y hallar que su fortuna estaba tan carente de realidad como una serie de botellas vacías, Morris se sentía vacilar, hecho que deberían tener en cuenta los lectores, dispuestos a juzgar con dureza a un joven que, al parecer, hacía un indiferente uso de sus buenas dotes naturales. Morris no había olvidado que, en todo caso, Catherine disponía de diez mil dólares anuales; había dedicado a aquella circunstancia gran parte de sus meditaciones. Pero el joven se valoraba en mucho, y se consideraba muy superior a la suma mencionada. Pero al mismo tiempo se recordaba que aquélla era una suma considerable, que todo es relativo, que si una modesta renta es menos deseable que una renta grande, la completa ausencia de rentas no constituye una ventaja.

Aquellas reflexiones le tuvieron muy preocupado y le obligaron a recoger velas. La oposición del doctor Sloper era la incógnita del problema que tenía que resolver. El modo natural de resolverlo era casarse con Catherine; pero en matemáticas hay muchos métodos de abreviar, y Morris no perdía las esperanzas de dar con uno de ellos. Cuando Catherine le creyó y consintió en renunciar a la tentativa de convencer a su padre, Morris retrocedió hábilmente, como ya he dicho; y dejó sin fijar el día de la boda. Catherine tenía tal fe en su sinceridad, que no sospechó que estaba jugando con ella; sus problemas eran de otra clase. La pobre muchacha poseía un admirable sentido del honor, y desde el momento que había decidido no tener en cuenta los deseos de su padre, le parecía que no tenía derecho a disfrutar de su protección. Creía que sólo debía vivir bajo su techo mientras estuviese sometida a su voluntad. Aquélla era una posición gloriosa, pero Catherine pensaba que había perdido sus derechos a ella. Había unido su suerte con la del joven que su padre le había prohibido, rompiendo de este modo el contrato mediante el cual el doctor le había a proporcionado un hogar feliz. Desde el momento en que no podía renunciar al joven, debía renunciar a su hogar; y cuanto más pronto el objeto de su preferencia le ofreciese otro, muy pronto se normalizaría la situación en que ella se hallaba. Aquello era pura lógica; pero se hallaba mezclada con una cantidad infinita de penitencia meramente instintiva. Por entonces, los días de Catherine eran tristes, y el peso de algunas de sus horas, insoportable. Su padre no la miraba ni le hablaba nunca. El doctor sabía perfectamente lo que hacía, y aquello formaba parte de un plan. Su hija le miraba todo lo que se atrevía —pues tenía miedo de ofrecerse como objeto de las observaciones de su padre— y le compadecía por el dolor que ella le había causado. Mantenía la cabeza alta y las manos ocupadas, y continuaba sus quehaceres diarios; y cuando el estado de cosas en Washington Square le resultaba intolerable, cerraba los ojos y ce consolaba con la visión intelectual del hombre por cuya causa había roto una ley sagrada.

De las tres personas de Washington Square, Mrs. Penniman era la que más tenía el aspecto propio de las grandes crisis. Si Catherine estaba silenciosa, ella lo estaba más aún, y sus efectos patéticos, en los que nadie se fijaba, eran completamente naturales. Si el doctor estaba frío, seco y absolutamente indiferente a la presencia de sus conpañeras, lo hacía tan discretamente que había que conocerle muy bien para darse cuenta de que le divertía ponerse tan desagradable. Pero Mrs. Penniman estaba completamente resignada, y significativemente silenciosa; sus calculados movimientos tenían un rumor muy trivial, lo hacía con el aire de querer decir algo más profundo. Entre Catherine y su padre no había pasado nada desde la noche en que ella fue a hablarle a su despacho. Ella tenía algo que decirle, creía que era su deber, pero se contenía por miedo de irritarle. El doctor también tenía que decirle algo a ella; pero había decidido no ser él quien hablase primero. Tenía interés, como sabemos, en ver el modo en que Catherine «resistía». Por fin, su hija le dijo que había visto de nuevo a Morris Townsend y que sus relaciones seguían siendo las mismas.

—Creo que nos casaremos dentro de poco. Y entretanto, probablemente, le veré con frecuencia: una vez por semana, nada más.

El doctor la miró fríamente de pies a cabeza, como si fuese una extraña. Era la primera vez, en una semana, que sus ojos se posaban en ella, lo cual era una suerte si había de hacerlo con aquella expresión.

—¿Por qué no tres veces por día? —preguntó—. ¿Qué te impide verle todo lo que quieras?

Ella se volvió un momento; tenía los ojos llenos de lágrimas. Luego dijo:

—Es mejor una vez por semana.

—No veo por qué es mejor. Es todo lo malo posible. Si piensas que me interesan esas pequeñas modificaciones, te equivocas grandemente. Tan malo es que lo veas una vez por semana como el que lo veas todo el día. Claro que nada de eso es asunto mío.

Catherine trató de seguir aquellas palabras, pero parecían encerrar un vago horror ante el cual ella retrocedía.

—Creo que nos casaremos pronto —repitió, por fin.

Su padre le lanzó de nuevo aquella mirada aterradora, como si ella fuese otra persona.

—¿Por qué me dices eso? No es asunto mío.

—¡Papá! —exclamó ella—, ¿de veras no te importa, aunque lo tomes así?

—No me importa nada. Desde el momento que te casas, me da igual cuándo y cómo; y si crees que con esas cosas me contentas, puedes ahorrarte el trabajo.

Con estas palabras se alejó. Pero al día siguiente le habló espontáneamente, y su actitud había cambiado un poco.

—¿Vas a casarte dentro de cuatro o cinco semanas? —le preguntó.

—No lo sé, papá —repuso Catherine—. No es fácil para nosotros decidirnos.

—Entonces, aplaza tu boda seis meses, y entretanto te llevaré a Europa. Me gustaría mucho llevarte.

Después de las palabras del día anterior, a Catherine le dio tanta alegría que a él le«gustase» que ella hiciese algo, y que conservase aún alguna ternura en su corazón, que lanzó una pequeña exclamación de gozo. Pero luego se dio cuenta de que Morris no estaba incluído en la proposición y de que a ella le gustaría más quedarse a su lado. Pero enrojeció y dijo, pensando que la idea no era original y que su tono dejaba mucho que desear.

—Me encantaría ir a Europa.

—Bien, entonces iremos. Haz tu equipaje.

—Tengo que hablar antes con Mr. Townsend —dijo Catherine.

Su padre fijó en ella sus fríos ojos.

—Si quieres decir que tienes que pedirle permiso, sólo me resta el esperar que te lo dé.

La muchacha quedó conmovida por el sonido patético de aquellas palabras; era el discurso más calculado y dramático que el doctor había pronunciado. Catherine comprendió que, dadas las circunstancias, aquélla era una oportunidad que se le presentaba de demostrar respeto hacia su padre; pero, a la vez, sentía otra cosa, y al poco tiempo la expresó:

—A veces pienso que si hago una cosa que tanto te desagrada, no debía vivir a tu lado.

—¿Vivir a mi lado?

—Sí, si vivo contigo, debo obedecerte.

—Si ésa es tu teoría, es la mía también —dijo el doctor riendo secamente.

—Pero si no te obedezco, no debo vivir contigo, ni disfrutar de tu bondad y protección.

Aquel argumento sorprendente dio al doctor la brusca impresión de haber subestimado a su hija; le parecía superior a una mujer que hasta entonces sólo había demostrado una obstinación pacífica. Pero le desagradó profundamente, y así se lo dio a entender:

—Es una idea de muy mal gusto. ¿Te la ha prestado Mr. Townsend?

—No; es mía —dijo Catherine con vehemencia.

—Entonces, guárdatela —repuso su padre, más decidido que nunca a llevársela a Europa.