19

Por razones relacionadas con aquella decisión, al día siguiente tuvo una conversación privada con Mrs. Penniman. La llamó a la biblioteca, y allí le informó que esperaba que en el asunto de Catherine, pusiera bien los puntos sobre las íes.

—No sé lo que quieres decir con esa expresión —díjole su hermana—. Hablas como si yo estuviese aprendiendo el alfabeto.

—El alfabeto del sentido común, que es algo que nunca vas a aprender —repuso el doctor.

—¿Me has llamado para insultarme? —preguntó Mrs. Penniman.

—Nada de eso. Simplemente quería avisarte. Tú has tomado bajo tu protección al joven Townsend; eso es asunto tuyo. Yo no tengo nada que ver con tus sentimientos, tus fantasías, tus afectos y tus ilusiones; lo que te ruego es que te guardes todo eso para ti. Yo ya le he explicado mi punto de vista a Catherine; ella me ha entendido bien, y todo lo que haga para animar a Mr. Townsend será contradiciendo en absoluto mis deseos. Y todo lo que tú hagas para ayudarle a consolarla será, permíteme la expresión, una decidida traición. Y ya sabes que la alta traición es un delito máximo: cuida bien de no incurrir en él.

Mrs. Penniman echó atrás la cabeza y abrió los ojos sorprendida.

—Me parece que hablas como un gran autócrata.

—Hablo como el padre de mi hija.

—Pero no como el hermano de su hermana —exclamó Lavinia.

—Mi querida Lavinia —dijo el doctor— a veces me pregunto si seremos hermanos; somos tan extraordinariamente distintos. Sin embargo, a pesar de estas diferencias creo que en alguna oportunidad, podemos entendernos; y ahora eso es lo esencial. Anda muy derecha en lo relativo a Mr. Townsend; eso es todo lo que te pido. Es muy probable que hayas mantenido correspondencia con él durante las últimas tres semanas, incluso que le hayas visto. Yo no te lo pregunto, no necesito decirlo. —El doctor tenía la condición moral de que su hermana le contaría una mentira que le desagradaría escuchar—. Deja de hacer lo que has estado haciendo; eso es todo lo que deseo.

—¿Y también deseas matar a tu hija? —preguntó Mrs. Penniman.

—Al contrario, yo deseo que viva y sea feliz.

—La matarás; ha pasado una noche horrorosa.

—No se morirá por pasar una mala noche; ni una docena de malas noches. Recuerda que yo soy un médico distinguido.

Mrs. Penniman vaciló un instante y luego se arriesgó a replicar:

—El que seas un médico distinguido no te ha impedido el perder a dos miembros de tu familia.

Se había arriesgado, pero su hermano le lanzó una mirada terrible, incisiva como una lanceta de un cirujano, que la dejó helada de espanto. Y el doctor le contestó con palabras que estaban de acuerdo con la mirada.

—Tampoco me importa perder la sociedad del otro miembro aún.

Mrs. Penniman se retiró con aire de mérito despreciado. Y entró en el cuarto de Catherine. Ella sabía lo de la terrible noche, pues las dos se habían reunido, la noche anterior, después que Catherine se hubo separado de su padre. Mrs. Penniman se hallaba en el descansillo del segundo piso, cuando su sobrina subió la escalera; no es de extrañar que una persona tan sutil hubiese adivinado que Catherine había estado encerrada con su padre. Menos asombroso aún es que sintiese curiosidad de saber el resultado de la entrevista, y que dicho sentimiento, combinado con su gran amabilidad y generosidad, le hiciese lamentar las palabras amargas cambiadas entre ella y su sobrina. En cuanto la desdichada joven apareció en el oscuro pasillo, le hizo una viva demostración de simpatía. Catherine se hallaba igualmente deseosa de olvidar lo ocurrido; sólo vio que su tía la estrechaba en sus brazos. Mrs. Penniman llevó a la joven a su cuarto y allí estuvieron reunidas hasta la madrugada, la joven con la cabeza apoyada en el regazo de la vieja, primero sollozando silenciosamente, y luego completamente inmóvil. Mrs. Penniman se alegraba de que aquella escena suprimiera virtualmente la prohibición de Catherine, de que tuviese nuevas comunicaciones con Mr. Townsend. Sin embargo, no se alegró cuando al volver al cuarto de su sobrina, antes de desayunar, vio que Catherine se había levantado y se preparaba para bajar.

—No debes ir a desayunarte —le dijo—. No estás bien después de esa terrible noche.

—Sí, estoy bien y sólo temo llegar tarde.

—¡No te entiendo! —exclamó Mrs. Penniman—. Deberías quedarte tres días en cama.

—No, no podría —dijo Catherine, para quien la idea no ofrecía atractivos.

Mrs. Penniman quedó desesperada; y advirtió, con enojo, que las huellas del llanto de la noche anterior habían desaparecido de los ojos de Catherine. Ésta presentaba un semblante irreprochable.

—¿Qué efecto esperas causar sobre tu padre —le preguntó su tía— si bajas, como si nada te hubiese ocurrido?

—A mi padre no le agradaría que me quedase en la cama —dijo Catherine sencillamente.

—Tanto mayor motivo para quedarte en ella. ¿Cómo vas a conmoverle?

Catherine meditó un momento.

—No lo sé; pero de ese modo no. Yo quiero estar como siempre.

Terminó de vestirse, y bajó, según la expresión de su tía, como si nada le hubiese ocurrido. En realidad era demasiado modesta para un sentimentalismo consecuente.

Y sin embargo, era completamente cierto que había pasado una noche horrible. Incluso después que se hubo ido Mrs. Penniman, no logró conciliar el sueño; permaneció mirando la desconsoladora oscuridad, con los ojos y los oídos llenos del movimiento con que su padre la había echado de la habitación y las palabras con que le había dicho que era una hija ingrata. El corazón se le partía. Había momentos en que pensaba que su padre tenía razón y que al hacer lo que hacía era una hija mala. Era mala, pero no podía evitarlo. Trataría de parecer buena aunque tuviera pervertido el corazón; y de vez en cuando creía, que podría conseguir algo mediante ingeniosas concesiones a la forma, aunque siguiese queriendo a Morris. Los proyectos de Catherine eran indefinidos, y no debemos descubrir su debilidad. El mejor de todos, quizás, se mostraba en aquella frescura que enfurecía a Mrs. Penniman, asombrada ante la ausencia de demacración en una joven que se había pasado la noche temblando por la maldición paterna. La pobre Catherine también se daba cuenta de su frescura; aquello le hacía pensar en el porvenir de un modo que aumentaba sus preocupaciones. Le parecía una prueba de su fortaleza, de que viviría muchos años, quizás más de lo conveniente; y aquella idea le abrumaba, pues al parecer le daba una pretensión más, en el momento en que cualquier pretensión se oponía, a su buen proceder. Aquel día escribió a Morris Townsend pidiéndole que viniera a verla al día siguiente, usando muy pocas palabras y no dando explicaciones. Quería decírselo todo, personalmente.