17

Mrs. Penniman le dijo a Catherine aquella noche —ambas damas se hallaban sentadas en el salón de atrás— que había tenido una entrevista con Morris Townsend; al recibir la noticia, la muchacha sintió pena. Durante un momento se encolerizó; era, quizás, la primera vez que se encolerizaba. Le parecía que su tía era muy entrometida; y tuvo el vago recelo de que lo echase todo a perder.

—No comprendo por qué has ido a verle. No creo que esté bien —dijo Catherine.

—Sentía lástima de él; creía que alguien debía verle.

—Nadie más que yo —dijo Catherine, pensando que aquél era el discurso más presuntuoso de toda su vida, y, sin embargo, sintiendo que tenía algún derecho a pronunciarlo.

—Pero tú no podías, querida —repuso su tía—. Y yo no sabía lo que podía ocurrirle.

—Yo no le he visto, porque mi padre me lo ha prohibido —dijo Catherine con sencillez.

Pero aquella sencillez irritó a Mrs. Penniman.

—¡Supongo que si tu padre te prohíbe que duermas, te vas a quedar en vela! —comentó.

Catherine se la quedó mirando.

—No te comprendo. Te encuentro muy rara.

—¡Bien, querida, algún día me comprenderás! —Y Mrs. Penniman, que leía el periódico de la noche, al que examinaba de cabo a rabo, prosiguió tal operación. Se envolvió en silencio; estaba decidida a que Catherine le presentase algo acerca de su entrevista con Morris. Pero Catherine estaba tan silenciosa, que su tía perdió la paciencia; y estaba a punto de decir a la muchacha que no tenía corazón, cuando la muchacha habló finalmente.

—¿Qué te dijo? —preguntó.

—Me dijo que estaba dispuesto a casarse contigo, a pesar de todo.

Catherine no respondió, y Mrs. Penniman perdió de nuevo la paciencia; debido a esto, dijo finalmente que Morris estaba muy guapo, pero extraordinariamente demacrado.

—¿Parecía triste? —preguntó su sobrina.

—Tenía unas ojeras muy negras —dijo Mrs. Penniman—. Estaba muy distinto de la primera vez que le vi; aunque si le hubiese visto así, la primera vez, me habría llamado más la atención. Incluso en su desgracia tiene brillantez.

Para Catherine aquello era una viva pintura que, a pesar de todo, no podía menos de contemplar.

—¿Dónde le viste? —preguntó al poco rato.

—En Bowery, en una confitería —dijo Mrs. Penniman, creyendo que debía fingir un poco.

—¿Dónde está eso? —volvió a preguntar Catherine, al cabo de una pausa.

—¿Quieres ir allí, querida? —dijo su tía.

—¡Oh, no! —Y Catherine se puso en pie, y acercándose a la chimenea, se dedicó a contemplar los carbones encendidos.

—¿Por qué eres tan seca, Catherine? —dijo, al fin, Mrs. Penniman.

—¿Tan seca?

—Tan fría, tan poco impresionable.

La muchacha se volvió rápidamente.

—¿Dijo eso él?

Mrs. Penniman vaciló un instante.

—Te diré lo que él me dijo. Dijo que él sólo temía una cosa: que tú tuvieses miedo.

—¡Miedo de qué?

—De tu padre.

Catherine miró de nuevo al fuego, y al cabo de un instante dijo:

—Yo tengo miedo de mi padre.

Mrs. Penniman se levantó de su asiento y se acercó a su sobrina.

—¿Entonces piensas renunciar a Morris?

Catherine permaneció inmóvil un momento, con los ojos fijos en las brasas. Por fin, levantó la cabeza y miró a su tía.

—¿Por qué me persigues así?

—No te persigo. ¿Te he hablado antes alguna vez?

—Creo que me has hablado varias veces.

—Entonces, mucho me temo que sea necesario, Catherine —dijo solemnemente Mrs. Penniman—. Siento que no te des cuenta de la importancia —hizo una pausa; Catherine la miraba—, de la importancia de no decepcionar a ese joven y generoso corazón. —Y Mrs. Penniman volvió a ocupar su asiento junto a la lámpara y se puso a leer el periódico.

Catherine continuó junto al fuego, con las manos a la espalda, mirando a su tía, que no había visto jamás aquella fijeza en la mirada de la muchacha.

—Creo que no me conoces ni me comprendes —dijo Catherine.

—Si es así, no me extraña; te confías tan poco a mí.

Catherine no trató de negar aquello, y durante un tiempo reinó el silencio. Pero Mrs. Penniman estaba inquieta, y el periódico de la noche no consiguió encadenar su imaginación.

—Si sucumbes al miedo de la cólera de tu padre —dijo—, no sé lo que va a ser de nosotros.

—¿Te dijo él que me dijeses esas cosas?

—Me dijo que emplease mi influencia.

—Estás equivocada —dijo Catherine—. Morris confía en mí.

—¡Espero que él nunca se arrepienta de ello! —Y Mrs. Penniman dio un brusco golpecito en el periódico. No sabía qué hacer con su sobrina, que, de repente, se había puesto severa y contradictoria.

Al poco tiempo, aquella tendencia por parte de Catherine se hizo aún más aparente.

—No debes citarte más con Morris Townsend —dijo—. No me parece bien.

Mrs. Penniman se puso en pie con gran majestad.

—Mi pobre niña, ¿estás celosa de mí? —preguntó.

—¡Tía Lavinia! —exclamó Catherine, enrojeciendo.

—No creo que seas tú la que debe decirme lo que está bien.

Catherine no hizo concesiones en aquel punto.

—El engañar no puede estar bien.

—¡Yo no te he engañado a ti!

—Sí, pero yo le he prometido a mi padre…

—No dudo de que tú le hayas prometido a tu padre; pero yo no le he prometido nada.

Catherine reconoció aquello, y lo hizo silenciosamente.

—No creo que le guste a Mr. Townsend —dijo al fin.

—¿El citarse conmigo?

—En secreto.

—No era en secreto; el local estaba lleno de gente.

—Pero en un sitio alejado, en Bowery.

Mrs. Penniman vaciló un poco.

A los caballeros les gustan esas cosas —observó al poco rato—. Yo conozco bien a los hombres.

—Si mi padre lo supiese, no le gustaría.

—¿Piensas informarle de ello?

—¡No, tía Lavinia! Pero, por favor, no vuelvas a hacerlo.

—¿Si lo hago de nuevo, se lo contarás, es eso lo que quieres decir? Yo no comparto tu miedo; siempre he sabido defender mi posición. Pero no pienso dar un nuevo paso en favor tuyo; eres muy ingrata. Ya sabía yo que no tenías un temperamento espontáneo, pero te creía firme, y así se lo dije a tu padre. Estoy decepcionada, pero tu padre, no. —Y con estas palabras, Mrs. Penniman se despidió secamente de su sobrina y se retiró a su habitación.