Inmediatamente hablaron, claro está, de Catherine.
—¿Me ha enviado un mensaje, o algo? —preguntó Morris. Daba la impresión de esperar que le enviase una chuchería o un mechón de cabello.
Mrs. Penniman se turbó un poco, pues no había hablado a su sobrina de aquella expedición.
—Exactamente un mensaje, no —dijo—. Yo tuve miedo de pedírselo, podía excitarse.
—Yo no la considero muy excitable. —Y Morris sonrió con amargura.
—Es mejor que eso, es constante y sincera. —¿Entonces cree que resistirá?
—¡Hasta la muerte!
—¡Oh, espero que no llegaremos a tanto! —dijo Morris.
—Debemos ponernos en lo peor, y para eso he venido a hablarle.
—¿Qué llama lo peor?
—La naturaleza dura e intelectual de mi hermano —dijo Mrs. Penniman.
—¡Demonios!
—Mi hermano es insensible a la piedad —añadió Mrs. Penniman por vía de explicación.
—¿Quiere decir que no se avendrá?
—No podremos vencerle mediante la discusión. Lo tengo bien estudiado. Sólo se le puede vencer por un hecho consumado.
—¿Hecho consumado?
—Entonces cederá —dijo Mrs. Penniman con acento significativo—. A mi hermano sólo le importan los hechos, hay que oponerse a él con hechos.
—Bien —repuso Morris—, es un hecho mi deseo de casarme con su hija. Yo se lo hice saber el otro día, pero él no se dejó vencer.
Mrs. Penniman quedó silenciosa un momento, y su sonrisa bajo la sombra de su gran capote, al borde de la cual llevaba un velo negro dispuesto a modo de cortina, se fijó en el rostro de Morris, con mayor brillantez aún.
—¡Cásese primero con Catherine, y luego vaya a hablar con mi hermano! —exclamó.
—¿Me recomienda eso? —preguntó el joven, frunciendo el entrecejo.
Ella estaba un poco asustada, pero prosiguió audazmente:
—Yo veo así el problema: un matrimonio secreto, un matrimonio secreto —repetía la frase porque le gustaba.
—¿Quiere decir que yo debo escaparme con Catherine? ¿Que debo raptarla?
—No es ningún crimen, cuando uno se ve impulsado a ello —dijo Mrs. Penniman—. Mi esposo, como le he dicho ya, era un sacerdote distinguido, uno de los hombres más elocuentes de su época. Una vez casó a una joven pareja, que había huído de la casa del padre de la novia; mi esposo se interesó por la historia. No vaciló en casarlos y todo salió a pedir de boca. El padre de ella se conformó al fin y tuvo una gran idea del joven. Mr. Penniman los casó a las siete de la tarde. La iglesia se hallaba tan oscura que apenas se veía, y Mr. Penniman estaba muy agitado; simpatizaba con la pareja. Yo creo que no hubiera podido hacer aquello otra vez.
—Desgraciadamente, ni Catherine ni yo tenemos un Mr. Penniman que nos case —dijo Morris.
—¡No, pero me tienen a mí! —repuso Mrs. Penniman expresivamente—. ¡Yo no puedo realizar la ceremonia, pero puedo ayudarles; puedo vigilar!
«¡Esta mujer es una idiota!», pensó Morris, pero tuvo que decir algo muy diferente. Sin embargo, no fue del todo amable.
—¿Ha sido para decirme eso para lo que me citó aquí?
Mrs. Penniman se daba cuenta de que su misión era un poco vaga, y que no podía ofrecerle ninguna compensación tangible del largo paseo.
—Creí que usted tendría interés en ver a una persona que vive con Catherine —observó con considerable majestad, y además, añadió que aprovecharía esta oportunidad para enviarle algo.
Morris Townsend extendió las manos vacías con una sonrisa melancólica.
Le estoy muy agradecido, pero no tengo nada que enviar.
—¿Ni siquiera una palabra? —le preguntó su compañera, con sugestiva sonrisa.
Morris volvió a fruncir el ceño.
—Dígale que se mantenga firme —dijo con cierta sequedad.
—Ésa es una buena frase, una frase noble; le hará feliz durante muchos días. Catherine es muy tierna, muy valiente —prosiguió Mrs. Penniman, arreglándose el abrigo y disponiéndose a partir. Mientras hacía aquello, tuvo una inspiración: halló la frase, que consideraba como justificación del paso que había dado.
—Si se casa con Catherine a toda costa —dijo—, daré a mi hermano una prueba de que no es lo que él se figura.
—¿Y qué se figura?
—¿No lo sabe usted? —preguntó Mrs. Penniman.
—No tengo por qué saberlo —dijo Morris con nobleza.
—Ya sé que lo encolerizará.
—Yo desprecio eso —declaró él.
—¡Ah, entonces lo sabe! —dijo Mrs. Penniman, agitando el dedo—. Mi hermano se figura que usted quiere el dinero.
Morris vaciló un instante, y luego dijo:
—Ya lo creo que quiero el dinero.
—Ah, no; pero él no piensa eso. ¿Usted no quiere el dinero más que a Catherine, verdad?
Él apoyó los codos en la mesa, y ocultó el rostro entre las manos.
—Usted me tortura —murmuró. Y, ciertamente, aquél era el efecto del inoportuno interés que la dama se tomaba por el asunto.
Pero ella insistió:
—Si se casa con ella, en contra de la voluntad de su padre, él dará por sentado que usted no espera nada de él, que está dispuesto a pasarse sin ello; y así, verá que no es un interesado.
Morris levantó la cabeza.
—¿Y qué ganaré con ello?
—Que mi hermano verá que estaba equivocado al creer que usted venía por el dinero.
—¿Y entonces se lo dejará a un hospital? ¿Es eso lo que quiere decir? —preguntó Morris.
—No, no quiero decir eso; aunque eso sería muy hermoso —añadió prontamente Mrs. Penniman—. Quiero decir que al ver que había sido injusto con usted, querría darle una compensación.
Morris movió la cabeza, aunque debemos confesar que la idea le había impresionado un poco.
—¿Le cree usted tan sentimental?
—No, no es sentimental —dijo Mrs. Penniman—, pero, para ser justa con él, diré que tiene, en su estrecho criterio, un cierto sentido del deber.
Morris examinó brevemente aquella contingencia, y la descartó por absurda.
—Su hermano no tiene ningún deber para conmigo —dijo al cabo de un momento—. Ni yo para con él.
—Sí, pero aun así, mi hermano tiene deberes para con Catherine.
Mrs. Penniman se levantó, lanzando un susurro, como para dar a entender que consideraba a Morris falto de imaginación.
—Sí, pero en ese caso, Catherine también los tiene para con él.
—Catherine siempre ha cumplido con sus deberes; ¿y ahora cree que no los tiene para con usted?
—Sonaría mal que yo lo dijese. Le estoy muy agradecido por su amor —añadió Morris.
—Le contaré a usted lo que me han dicho. Y ahora recuerde que si me necesita, me tiene a su disposición allí. —Y Mrs. Penniman, a quien no se le ocurría otra cosa, hizo con la cabeza un movimiento en dirección a Washington Square.
Morris contempló durante unos momentos la arena que cubría el suelo del establecimiento; parecía dispuesto a quedarse allí un poco más.
—¿Cree usted que si Catherine se casa conmigo, su padre la desheredará? —preguntó, alzando la vista y con cierta brusquedad.
Mrs. Penniman se le quedó mirando, sonriente.
—Ya le he explicado lo que sucederá, y, a fin de cuentas, será lo mejor.
—¿Quiere decir que, ocurra lo que ocurra, Catherine recibirá el dinero?
—Eso no depende de ella, sino de usted. Trate de aparecer tan desinteresado como es realmente —dijo Mrs. Penniman. Morris volvió a mirar al suelo, y ella prosiguió—: Mr. Penniman y yo no teníamos nada, y fuimos muy felices. Catherine tiene la fortuna de su madre, que, en la época en que se casó mi cuñada, se consideraba muy apetecible.
—¡Oh; no hable de eso! —dijo Morris; y realmente era superfluo, pues él había mirado el asunto desde todos los puntos de vista.
Austin se casó con una mujer rica, ¿por qué no ha de hacerlo usted?
—¡Ah, pero su hermano era médico! —objetó Morris.
—Bien, todos los jóvenes no pueden ser médicos.
—Yo considero esa profesión muy desagradable —dijo Morris con un gran aire de independencia intelectual; y, al cabo de un momento, dijo con cierta inconsecuencia—: ¿Cree usted que hay un testamento a favor de Catherine?
—Creo que sí… incluso los médicos mueren; y quizás hay un poco también en mi testamento —añadió francamente Mrs. Penniman.
—¿Y cree que lo alterará en lo que respecta a Catherine?
—Sí, para rectificarlo luego.
—Ah, pero uno no puede contar con eso —dijo Morris.
—¿Es que desea contar con eso? —preguntó Mrs. Penniman.
Morris enrojeció un poco.
—No quisiera que, por mi causa, Catherine sufriera ninguna pérdida.
—No tenga miedo. No tema nada y todo saldrá perfectamente.
Y entonces, Mrs. Penniman pagó su taza de té, Morris sus ostras, y juntos salieron al mal iluminado desierto de la Séptima Avenida. Había anochecido ya, y los faroles se hallaban separados grandemente por un pavimento en el cual los huecos y las hendiduras tenían un papel desproporcionado. Un ómnibus, adornado con extraños dibujos, pasó balanceándose sobre el empedrado dislocado.
—¿Cómo va a ir a su casa? —preguntó Morris, contemplando el vehículo con aire de interés. Mrs. Penniman se había colgado de su brazo.
Ella vaciló un momento.
—Yo creo que así vamos bien —dijo, dejándole sentir el valor de su apoyo.
Por lo tanto, Morris atravesó con ella las tortuosas calles, y dejando atrás las vías populosas del centro, llegaron al silencio de Washington Square. Se detuvieron un momento al pie de la escalera de mármol del doctor Sloper, al fin de la cual una puerta blanca con una brillante placa, le pareció a Morris el portal de la felicidad; y luego, el compañero de Mrs. Penniman lanzó una mirada melancólica a una ventana iluminada que había en el piso superior.
—¡Amigo mío, ésa es mi habitación! —observó Mrs. Penniman.
Morris se estremeció.
—Entonces, no había necesitado venir hasta aquí para contemplarla.
—Eso, como quiera. Pero la habitación de Catherine está detrás. Son dos ventanas del segundo piso. Desde la otra salida se ven.
—Yo no quiero verlas —dijo Morris, volviéndose de espaldas a la casa.
—De todas maneras, yo le diré que ha estado aquí —dijo Mrs. Penniman, señalando el lugar donde había estado, y le daré su mensaje de que se mantenga firme.
—Sí, claro; pero ya sabe que yo le escribo todas esas cosas.
—Cuando se dice de palabra, parece tener mayor significado. Y recuerde que si me necesita, me tiene allí —y Mrs. Penniman lanzó una mirada a la ventana de su cuarto.
Después se separaron, y Morris, al quedar solo, contempló la casa un momento; luego se volvió y recorrió la plaza, pegado a la empalizada. En seguida regresó y se detuvo un momento frente a la residencia del doctor Sloper. Sus ojos la recorrieron; su mirada llegó a detenerse en las ventanas del cuarto de Mrs. Penniman. A su entender, aquella casa era endiabladamente cómoda.