15

El doctor estaba intrigado por el proceder de Catherine; su actitud en aquella crisis sentimental le parecía extraordinariamente pasiva. No le había vuelto a hablar, después de la escena de la biblioteca, el día anterior a su entrevista con Morris; y pasó una semana sin que se produjese ningún cambio en su actitud. En ella no había ninguna invocación a la piedad, y el doctor quedó un poco decepcionado al ver que Catherine no le daba una oportunidad de borrar su dureza pasada, con alguna manifestación de liberalidad, que operase como compensación. Estuvo pensando en ofrecerle hacer un viaje por Europa; pero decidió hacerlo únicamente en el caso en que ella pareciese hacerle mudos reproches. Creía que su hija mostraría una habilidad para los reproches mudos, y se sorprendió al no verse expuesto a aquellas baterías silenciosas. Su hija no decía nada, ni tácita ni explícitamente, y como generalmente hablaba poco, en su reserva no había una reserva especial. Y la pobre Catherine no tenía mal humor, para ello le faltaba talento histriónico; tenía, sencillamente, una gran paciencia. Estaba pensando en su situación, y lo hacía de un modo deliberado y desapasionado, con el fin de sacar el mejor partido de ella.

—Ella hará lo que yo le he dicho —se dijo el doctor; y luego hizo la reflexión de que su hija no era una mujer de gran espíritu.

No sé si el doctor esperaba una mayor resistencia que le proporcionase mayor diversión; pero se dijo, como había hecho antes, que, a pesar de sus momentáneas alarmas, la paternidad no era una vocación emocionante.

Entretanto, Catherine había hecho un descubrimiento muy diferente; había descubierto que era muy emocionante el tratar de ser una buena hija. Tenía una sensación enteramente nueva, que podía describirse como un estado de expectación ante sus propios actos. Se observaba como si hubiese observado a otra persona, y se preguntaba qué haría. Era como si aquella persona, que era a la vez ella y no ella, hubiese nacido de repente, inspirándole una curiosidad natural acerca de la realización de funciones no comprobadas.

—Me alegro de tener una hija tan buena —le dijo su padre, besándola, al cabo de varios días.

—Yo trato de ser buena —repuso ella, volviéndose, con la conciencia no del todo tranquila.

—Si deseas decirme alguna cosa, ya sabes que no debes vacilar. No estás obligada a guardar silencio. No me importaría que Mr. Townsend se convirtiera en tópico corriente de nuestra conversación, y cuando tengas algo que decirme acerca de él, tendré mucho gusto en oírte.

—Gracias —repuso Catherine—. Por ahora, no tengo nada que decirte.

El doctor no le preguntó si había visto de nuevo a Morris, pues estaba seguro que si lo hubiese hecho se lo habría contado. Realmente, Catherine no le había visto; sólo le había escrito una larga carta; el menos, la carta era larga para ella; y puede añadirse que para Morris lo fue también; consistía en cinco páginas, de letra notablemente clara y linda. Catherine tenía una letra preciosa, y hasta estaba un poco orgullosa de ella: le gustaba mucho copiar, y poseía volúmenes enteros de extractos que daban testimonio de su habilidad; volúmenes que había mostrado a su amado, una vez que sintió con mayor fuerza la felicidad de ser importante para él. Catherine le dijo a Morris, por escrito, que su padre le había manifestado su deseo vehemente de que no le viese más, y ella le rogaba que no volviese a la casa hasta que ella «tomase una decisión». Morris le contestó con una epístola apasionada, en la cual le preguntaba, en nombre del Cielo, qué era lo que tenía que decidir. ¿Acaso no se había decidido ya dos semanas antes, y es que era posible que acariciase la idea de romper con él? ¿Iba a flaquear al comienzo de la prueba, después de tantas promesas de fidelidad? Y le hacía una relación de la entrevista con su padre —relación no del todo de acuerdo con la dada en estas páginas—. «Estuvo muy violento —escribía Morris—, pero ya conoces el dominio que tengo de mí. Tengo que echar mano de todo él, cuando recuerdo que dispongo de él, para terminar con tu cruel cautividad». En respuesta a esto, Catherine le envió una nota de tres líneas: «Estoy en una situación difícil; no dudes de mi cariño, pero déjame tiempo para pensar». La idea de una lucha con su padre, de oponer su voluntad a la de él, le oprimía el alma, y le hacía guardar silencio, como un gran peso fijo nos mantiene inmóviles. En su espíritu no había entrado la idea de terminar con su amado; pero quería asegurarse de que había algún medio específico de solucionar la dificultad. La seguridad era vaga, pues no contenía ningún elemento de convicción positiva de que su padre mudase de opinión. Sólo tenía la idea de que si ella era buena, la situación mejoraría, de modo misterioso. Para ser buena, tenía que ser paciente, exteriormente sumisa, evitar hacer algún juicio duro contra su padre, y no cometer ningún acto de franco desafío. Después de todo, él tenía razón, quizás, para pensar así; para ello Catherine no necesitaba creer que el juicio del doctor acerca de los motivos de Morris para casarse con ella era justo, sino que era natural que los padres concienzudos fuesen recelosos e incluso injustos. Probablemente, en el mundo había personas tan malas como su padre sospechaba que era Morris, y si hubiese la menor probabilidad de que Morris fuese uno de aquellos siniestros seres, el doctor tenía razón en tomarlo en cuenta. Él no podía saber lo que sabía ella, que en los ojos del joven se leía el amor más puro; pero, con el tiempo, el Cielo proporcionaría algún medio de que se enterase. Catherine confiaba mucho en el Cielo, y esperaba que la ayuda divina la sacase de aquel dilema. Ella no se creía capaz de comunicarle tal conocimiento a su padre; incluso en sus errores e injusticias había algo superior. Pero, al menos, ella podía ser buena, y si era buena, el Cielo hallaría algún medio de reconciliar todo aquello: la dignidad de los errores de su padre, y la dulzura de su propia confianza, el estricto cumplimiento de sus deberes filiales, y el disfrute del afecto de Morris Townsend.

A Catherine le habría agradado considerar a Mrs. Penniman como un agente que la iluminase, papel que la dama estaba en muy malas condiciones de representar. Mrs. Penniman hallaba demasiada satisfacción en las sombras sentimentales de aquel pequeño drama para tener, por el momento, gran interés en disiparlas. Deseaba que la trama se complicase, y los consejos que daba a su sobrina tendían, en su imaginación, a producir tal resultado. Sus consejos eran contradictorios, y de un día a otro se contradecían; pero en todos ellos había el vehemente deseo de que Catherine hiciese algo extraordinario.

«Tienes que actuar, querida; en tu situación, la gran cosa es actuar» —dijo Mrs. Penniman—, hallando a su sobrina muy por debajo de sus oportunidades.

La esperanza de Mrs. Penniman era que la joven hiciese un matrimonio secreto, en el cuál ella oficiase de dama de honor o dueña. Se imaginaba la ceremonia realizada en alguna capilla subterránea; en Nueva York no eran frecuentes las capillas subterráneas, pero la imaginación de Mrs. Penniman no se enfriaba por tan poca cosa; y la pareja culpable —le gustaba llamar así a Catherine y a su cortejo— era conducida en un rápido vehículo a algún oscuro edificio de las afueras, donde ella les haría, cubierta con un espeso velo, visitas clandestinas; donde sufrirían un período de romántica privación; y cuando, últimamente, después que ella hubiera sido su providencia terrenal, su intercesor, su abogado y su medio de comunicación con el mundo, se reconciliarían con su hermano en un artístico cuadro, en el cual ella sería la figura principal.

Vacilaba aún en recomendar tal medida a Catherine, pero intentó hacer una atractiva pintura de ella a Morris Townsend. Se mantenía en comunicación diaria con el joven, al cual informaba por carta del estado de los asuntos en Washington Square. Como, según ella, le habían desterrado de la casa, no lo veía ya; pero terminó escribiéndole que deseaba entrevistarse con él. La entrevista sólo podía tener lugar en terreno neutral, y Mrs. Penniman estuvo meditando mucho antes de elegir el sitio. Le hubiese gustado que fuese el Cementerio de Greenwood, pero desechó la idea, por hallarse aquel lugar demasiado lejos; no podía estar ausente mucho tiempo, se dijo, sin atraer sospechas. Luego pensó en la Battery, pero allí hacía demasiado frío y demasiado viento, y se hallaba uno expuesto a la intrusión de los emigrantes irlandeses que desembarcaban, con grandes apetitos, en aquel punto; al fin, se decidió por un establecimiento donde vendían ostras, situado en la Séptima Avenida y servido por un negro, establecimiento que sólo conocía de pasada. Concertó la cita con Morris, para encontrarse allí con él, y al anochecer se dirigió allí, cubierta con un velo impenetrable. Ella le estuvo aguardando media hora; tenía que atravesar media ciudad, pero la espera fue de su agrado, pues hacía aún más intensa la situación. Pidió una taza de té, que resultó excesivamente malo, pero aquello le dio la sensación de sufrir por una causa romántica.

Cuando Morris llegó, finalmente se sentaron juntos en el rincón más oscuro del salón de atrás, durante media hora; y no es exagerado decir que aquella media hora fue la más feliz que había tenido Mrs. Penniman desde hacía muchos años. La situación era realmente emocionante, y apenas se fijó en que su compañero daba una nota falsa pidiendo un estofado de ostras y consumiéndolo delante de ella. Morris necesitaba la satisfacción que las ostras podían producirle, pues podemos decir al lector que consideraba a Mrs. Penniman, únicamente, como un instrumento.

El joven se hallaba en el estado de irritación propio del caballero que se ha visto desdeñado al dirigirse a una joven de características inferiores, y la insinuante simpatía de aquella matrona seca no le ofrecía ningún alivio práctico. La consideraba una farsante, y Morris juzgaba a los farsantes con gran cantidad de desconfianza. La había escuchado y había tratado de hacerse agradable a ella en un principio, con el fin de introducirse en Washington Square; pero entonces necesitaba de todo su dominio de sí, para mantenerse cortés. Le habría gustado decirle que era una vieja fantástica, y después meterla en un ómnibus y enviarla a su casa. Sin embargo, sabemos que Morris poseía la virtud de saberse dominar, y que, además, tenía la costumbre de querer hacerse agradable; por lo tanto, aunque el porte de Mrs. Penniman sólo exasperaba sus nervios, ya irritados, la escuchó con una sombría deferencia, que a ella le pareció admirable.