El doctor escribió su franca carta a Mrs. Montgomery, que la contestó puntualmente, mencionando la hora en que podía presentarse en la Segunda Avenida. La viuda vivía en una primorosa casita de ladrillo rojo, que había sido pintada recientemente, dejando los bordes de los ladrillos claramente pintados de blanco. En la actualidad, esa casa, y sus compañeras, han desaparecido para dejar lugar a una fila de edificios más majestuosos. La casita tenía persianas verdes sin ranuras, sino con agujeritos, dispuestos en grupos; y delante de ella había un patio diminuto adornado con un arbusto de misterioso carácter, y rodeado de una empalizada baja, pintada del mismo color que las persianas. El edificio parecía una gran casa de muñecas, y podía haber sido sacado del estante de un bazar. El doctor Sloper, cuando fue a hacer su visita, se dijo, al mirar a los objetos enumerados, que Mrs. Montgomery era, evidentemente, una respetable y ahorrativa mujercita; las modestas proporciones de su casa parecían indicar que era de escasa estatura, que hallaba una virtuosa satisfacción en mantenerse muy pulcra, y había resuelto que ya que no podía ser espléndida, al menos estaría inmaculada. Le recibió en un gabinetito, que era exactamente como el doctor habíase imaginado: un pequeño cenador adornado con un follaje de papel de seda, con gotas de cristal entre las cuales, para continuar la analogía, la temperatura de la estación del follaje se mantenía por medio de una estufa de hierro, que lanzaba una llama azul y olía fuertemente a barniz. Los muros se hallaban embellecidos con grabados envueltos en una gasa rosa, y las mesitas, adornadas con volúmenes de poesías, generalmente encuadernados en negro, con brillantes dibujos dorados. El doctor tuvo tiempo de fijarse en todos aquellos detalles; pues Mrs. Montgomery, cuya conducta le parecía inexcusable, en atención a las circunstancias, le tuvo esperando diez minutos. Finalmente apareció, arreglándose los pliegues de su traje de popelina, y ruborizadas de temor sus redondas mejillas.
Mrs. Montgomery era una mujer menuda, gruesa y rubia, con ojos claros y brillantes, y un extraordinario aire de limpieza y vivacidad. Pero todas aquellas cualidades se hallaban evidentemente combinadas con una humildad natural, y el doctor la estimó en cuanto la vio. Una valiente personita, de percepción aguda, pero que, sin embargo, desconfiaba de su talento social; tal fue el resumen mental que hizo el doctor de Mrs. Montgomery; la cual, como él vio, se hallaba muy halagada por el honor que significaba la visita del médico. Mrs. Montgomery consideraba al doctor como uno de los caballeros más distinguidos de Nueva York; y mientras fijaba en él sus agitados ojos, mientras cruzaba sobre su regazo las manos cubiertas con mitones, parecía decirse que su visitante respondía a la idea que ella se había formado de él. Se excusó por haber tardado; pero él la interrumpió:
—No importa —le dijo—, pues mientras he estado esperando he tenido tiempo de pensar cómo voy a comenzar.
—¡Hable, por favor! —murmuró Mrs. Montgomery.
—No es tan fácil —repuso el doctor, sonriendo— Por mi carta habrá comprendido que yo deseo hacerle varias preguntas, y quizás no le sea fácil responderlas.
—Sí, ya lo he pensado; no va a ser fácil.
—Pero tiene que comprender mi situación, mi estado de espíritu. Su hermano desea casarse con mi hija, y yo deseo averiguar qué clase de hombre es. Lo más acertado, a mi juicio, es venir a preguntárselo a usted.
Mrs. Montgomery, evidentemente, tomaba muy en serio la situación; se hallaba en un estado de extrema concentración moral. Mantenía sus lindos ojos, que estaban iluminados por una especie de brillante modestia, fijos en el rostro del doctor, y, sin duda, ponía una gran atención a sus palabras. La expresión de la mujer indicaba que consideraba un gran acierto la idea del doctor, pero que tenía miedo de expresar sus opiniones.
—Me alegro mucho de verle —dijo con un tono que parecía reconocer, al mismo tiempo, que aquello no tenía nada que ver con la pregunta.
El doctor sacó partido de aquella confesión:
—No he venido para darle un gusto; he venido a hacerle decir cosas desagradables, y a usted eso no le puede agradar. ¿Qué clase de caballero es su hermano?
La brillante mirada de Mrs. Montgomery se hizo vaga. Sonrió y estuvo un tiempo sin contestar, hasta que el doctor se impacientó. Y su respuesta, cuando se produjo, no fue satisfactoria:
—Es difícil hablar del propio hermano.
—No, cuando se le quiere, y se pueden decir de él muchas cosas buenas.
—Aun así, si de las palabras de uno dependen grandes cosas —dijo Mrs. Montgomery.
—De usted no depende nada.
—Me refiero a… —y vaciló.
—A su hermano; comprendo.
—No, a miss Sloper —dijo Mrs. Montgomery.
Al doctor le gustó aquello; tenía un acento de sinceridad.
—Exactamente; ésa es la cuestión. Si mi hija se casa con su hermano, todo lo referente a su felicidad depende de que su hermano sea un buen hombre. Catherine es la mejor criatura del mundo, y no le causaría el menor pesar. Él, por su parte, si no es lo que deseamos, puede hacerla muy desgraciada. Por eso yo deseo que usted arroje alguna luz sobre el carácter de su hermano. Claro que no está obligada a ello. Mi hija, a la cual no conoce, no representa nada para usted; posiblemente, yo sólo soy un viejo impertinente e indiscreto. Usted puede decirme que esta visita es de muy mal gusto, y que yo debería ocuparme de mis asuntos. Pero no creo que usted lo haga; creo que mi hija y yo vamos a interesarle. Estoy seguro de que si usted viese a Catherine, le interesaría muchísimo. No quiero decir que porque ella sea interesante en el sentido usual de la palabra, sino porque le tendría lástima. ¡Es tan tierna, tan sencilla, se la convertiría en víctima con tanta facilidad! Un mal esposo tendría grandes facilidades para hacerla desgraciada, pues ella no tendría ni la inteligencia ni la resolución para poner de relieve lo mejor de él, y, sin embargo, tendría una exagerada capacidad de sufrimiento. Veo —añadió el doctor con su risa más insinuante, con su risa más profesional— que usted está ya interesada.
—Lo estuve desde el momento que me dijo él que estaba comprometido —dijo Mrs. Montgomery.
—¡Ah, él le llama a eso un compromiso!
—Sí, él me ha dicho que a usted no le agrada.
—¿Y no le ha dicho que él no me agrada tampoco?
—Sí, también; yo repuse que no podía evitarlo —añadió Mrs. Montgomery.
—Claro que no. Pero sí puede decirme si estoy en lo cierto. —Y el doctor acompañó esta observación con otra sonrisa profesional.
Sin embargo, Mrs. Montgomery no sonrió; era evidente que no comprendía el aspecto humorístico de la apelación del médico.
—Eso es mucho pedir —dijo finalmente.
—Eso es indudable; y yo, en conciencia, debo recordarle las ventajas de que disfrutaría el joven que se casase con mi hija. Ella tiene de su madre una renta de diez mil dólares y si se casa con un hombre de mi agrado, tendrá, entonces cuando yo muera, dos veces más esa cantidad.
Mrs. Montgomery escuchó con atención aquella espléndida declaración financiera; no había oído nunca hablar de miles de dólares con tanta familiaridad. Enrojeció un poco de emoción.
—Su hija será inmensamente rica —dijo.
—Precisamente, eso es lo malo.
—Y si Morris se casa con ella, él… —vaciló tímidamente.
—¿Él sería el dueño de todo ese dinero? Nada de eso. Sería el dueño de los diez mil dólares que Catherine tiene de su madre; pero yo dejaría toda mi fortuna, ganada en el ejercicio de mi profesión, a mis sobrinos.
Al oír aquello, Mrs. Montgomery bajó los ojos y se quedó mirando la esterilla que cubría el suelo.
—Supongo que le parecerá —dijo el doctor riendo— que, al hacer eso, le juego a su hermano una mala pasada.
—En absoluto. Es mucho dinero para conseguirlo con el matrimonio. No creo que fuera justo.
—Es justo lograr todo el dinero posible. Pero, en este caso, su hermano no podría. Si Catherine se casa sin mi consentimiento, no obtendrá de mi bolsillo un solo penique.
—¿Es eso verdad? —preguntó Mrs. Montgomery, alzando la vista.
—Tan cierto como que estoy aquí.
—¿Aunque se muera de amor?
—Aunque se muera de amor, cosa que no considero probable.
—¿Sabe Morris eso?
—¡Tendré un gran placer en informarle! —exclamó el doctor.
Mrs. Montgomery siguió meditando; y su visitante, que venía dispuesto a conceder al asunto el tiempo necesario, se dijo si, a pesar de su aire concienzudo, ella no sería juguete de su hermano. Al mismo tiempo estaba un poco avergonzado de lo que le estaba haciendo pasar, y conmovido por la amabilidad con que lo soportaba. «Si fuese una farsante —se dijo—, se encolerizaría, a menos que fuese profundamente profunda. Y no es probable que lo sea tanto».
—¿Y por qué le desagrada Morris de tal modo? —dijo ella al cabo de un rato.
—No me desagrada como amigo, ni como compañero. Me parece un hombre encantador, y de un trato excelente. Me desagrada exclusivamente como yerno. Si el único oficio de un yerno fuese comer en la mesa paterna, yo estimaría grandemente a su hermano; es un espléndido comensal. Pero eso es una pequeña parte de su función, que consiste especialmente en cuidar y proteger a mi hija, que está especialmente mal preparada para cuidar de sí misma. En este aspecto es en el que no me satisface. Confieso, que me dejo guiar sólo por una impresión; pero tengo la costumbre de confiar en mis impresiones. Claro que usted puede muy bien contradecirme. Su hermano me parece egoísta y superficial.
Mrs. Montgomery abrió los ojos, y al doctor le pareció ver en ellos una luz de admiración.
—Me pregunto, ¿cómo habrá descubierto que Morris es egoísta? —exclamó.
—¿Usted cree que lo oculta tan bien?
—Muy bien, en efecto —dijo Mrs. Montgomery—. Y yo creo que todos somos bastante egoístas —añadió prontamente.
—Yo también lo creo; pero conozco seres que lo ocultan mejor que él. Como verá, yo tengo la costumbre de dividir a las gentes en clases y tipos. Yo podría fácilmente equivocarme respecto a su persona.
—Mi hermano es muy bien parecido —dijo Mrs. Montgomery.
El doctor la miró un momento.
—¡Todas las mujeres son iguales! Pero el tipo a que su hermano pertenece es la causa de vuestra ruina, y el que os hace víctimas suyas. La característica de este tipo es la decisión, a veces terrible en su intensidad, de no aceptar más que los placeres de la vida, y de conseguirlos mediante la ayuda del sexo débil. Los jóvenes que pertenecen a dicha clase no hacen nunca, para sí, algo que pueden lograr por intermedio de otros, y viven gracias al amor, a la devoción y a la superstición de los demás. Éstos, pertenecen al sexo femenino en un noventa por ciento de los casos. Esos jóvenes insisten principalmente en que otros padezcan por ellos; y las mujeres, como usted sabe, hacen eso muy bien. —El doctor hijo una pausa, y luego añadió bruscamente—. ¡Usted ha sufrido mucho, por causa de su hermano!
La exclamación fue brusca, pero perfectamente calculada. El doctor había quedado un poco decepcionado al no hallar a su sólida anfitriona con huellas más visibles de los estragos causados por la inmoralidad de Morris Townsend; pero se dijo que aquello no se debía a que el joven no la hubiese herido, sino a que ella supo curarse sus heridas. Pero las heridas se hallaban detrás de la estufa barnizada, de los grabados, de su pecho, cubierto de popelina; y si él sabía dar con el punto sensible, ella haría un movimiento que la vendería. Las palabras citadas eran una tentativa de colocar el dedo en la llaga, y la tentativa tuvo un poco del éxito esperado. Los ojos de Mrs. Montgomery se llenaron de lágrimas, y ella se permitió un orgulloso movimiento de cabeza.
—¡No comprendo cómo ha averiguado eso! —exclamó.
—Mediante una pequeña argucia filosófica, que llaman inducción. Ya sabe que tiene siempre la opción de contradecirme. Pero tenga la amabilidad de responder, ¿le da dinero a su hermano? Yo creo que debería responder a esto.
—Sí, yo le he dado dinero —dijo Mrs. Montgomery.
—¿Y no tenía mucho que darle?
Ella quedó silenciosa un momento.
—Si lo que me pide es una confesión de pobreza, eso es muy fácil hacerlo: yo soy muy pobre.
—Uno no se lo espera, al ver su encantadora casita —dijo el doctor—. Pero mi hermana me dijo que su renta era moderada y su familia numerosa.
—Tengo cinco hijos —dijo Mrs. Montgomery—, pero me alegra poder decir que los crío decentemente.
—Sin duda, siendo abnegada y hábil. Me figuro que su hermano los ha tenido bien en consideración.
—¿En consideración?
—Quiero decir que se ha enterado bien de que son cinco. Me ha dicho que los educa.
Mrs. Montgomery se le quedó mirando un momento y luego añadió rápidamente:
—¡Oh, sí, les enseña inglés!
El doctor rio.
—¡Con eso le quita a usted muchas preocupaciones! ¿Su hermano sabe, claro está, que usted tiene muy poco dinero?
—Se lo he dicho muchas veces —exclamó Mrs. Montgomery con menos reserva que otras veces. Al parecer, se sentía aliviada por la clarividencia del doctor.
—Lo que significa que usted ha tenido ocasión de decírselo y que él suele darle sablazos. Perdone la crudeza de la expresión; yo, simplemente, menciono un hecho. No le pregunto cuánto dinero le ha pedido; eso no es asunto mío. Me he enterado de lo que sospechaba. —Y el doctor se puso en pie, acariciando su sombrero—. Su hermano vive a costa suya —dijo, ya dispuesto a retirarse.
Mrs. Montgomery se levantó también, siguiendo los movimientos del doctor, como si estuviese fascinada.
—Yo no me quejo —dijo con cierta inconsecuencia.
—No tiene que hacer protestas; usted no le ha traicionado. Pero yo le aconsejo que no le dé más dinero.
—¿No ve, pues, que a mí me interesa que se case con una mujer rica? —preguntó ella—. Si como usted dice, vive a costa mía, yo he de desear librarme de él; y poner obstáculos a su matrimonio, significa aumentar mis dificultades.
—Yo deseo que usted me someta sus dificultades —dijo el doctor—. Si yo le dejo a su cargo, es natural que le ayude a soportar los gastos. Si me lo permite, pondré a su disposición una suma para el mantenimiento de su hermano.
Mrs. Montgomery se le quedó mirando; evidentemente, pensó que se chanceaba; pero luego vio que no era así, y la complicación de sus sentimientos se hizo bastante penosa.
—Creo que debía ofenderme con usted —murmuró Mrs. Montgomery.
—¿Porque le he ofrecido dinero? Eso es una superstición —dijo el doctor—. Tiene que permitir que vuelva para hablar de estos asuntos. Me figuro que algunos de sus hijos serán niñas.
—Sí, tengo dos niñas —dijo Mrs. Montgomery.
—Bien, cuando crezcan y comiencen a pensar en casarse, ya verá usted cómo se preocupará por el carácter moral de sus futuros esposos. Entonces comprenderá bien mi visita.
—Pero no debe pensar que Morris tiene un mal carácter en lo que a moral se refiere.
El doctor se la quedó mirando, con los brazos cruzados.
—Hay algo que me gustaría, mucho, como satisfacción moral. Me gustaría oírla decir: «Mi hermano es muy egoísta».
Aquellas palabras pronunciadas con tono grave, parecieron crear momentáneamente una imagen material, ante los turbados ojos de Mrs. Montgomery. Ella lo comprendió durante un instante, y luego se desvió.
—¡Usted me angustia! —exclamó—. Después de todo, es mi hermano; y sus talentos… Sus talentos. —Al llegar aquí su voz se quebró, y antes de que el doctor lo advirtiese se había echado a llorar.
—Sus talentos son de primera —dijo el médico—. Tenemos que hallar el campo adecuado para ellos. —Y le aseguró, con todo respeto, la pena que le había causado el haberla trastornado así—. Lo he hecho por mi pobre Catherine —continuó—. Tiene que conocerla y entonces verá.
Mrs. Montgomery se limpió las lágrimas, y enrojeció por haberlas derramado.
—Me gustaría mucho conocer a su hija —repuso; y luego, en un instante—: ¡No consienta que se case con él!
El doctor Sloper salió sintiendo que en sus oídos resonaban las palabras: "¡No consienta que se case con él! Le proporcionaban la satisfacción moral de que había hablado, y las valoraba tanto más, porque evidentemente le habían costado mucho al orgullo familiar de la pobre Mrs. Montgomery.