Puede pensarse que el doctor se mostró excesivamente tajante en entrevista con Morris Townsend, y así lo reconoció él mismo hablando con la señora Almond. Pero, como dijo él, tenía su impresión formada; la consideraba suficiente y no sentía deseos de modificarla. Se había pasado la vida valorando a la gente —aquello formaba parte de su profesión—, y de veinte casos acertaba en diecinueve.
—Quizás Mr. Townsend es el veinte —dijo Mrs. Almond.
—Quizás lo sea, aunque no me lo parece. Le concederé el beneficio de la duda, y para asegurarme iré a hablar con Mrs. Montgomery. Es casi seguro que ella me dirá que he hecho bien; pero es también posible que me pruebe que he cometido el mayor error de mi vida. Si lo hace, le pediré perdón a Mr. Townsend. No es necesario que la invites, como me ofreciste; le escribiré una carta franca, diciéndole lo que ocurre y pidiéndole permiso para visitarla.
—Mucho me temo que la franqueza esté principalmente detu parte. Esa pobre mujer se pondrá de parte de su hermano, sea como sea.
—¡Sea como sea! Lo dudo. La gente no quiere tanto a los hermanos.
—Cuando se trata de una cuestión de treinta mil anuales que entran en una familia… —dijo Mrs. Almond.
—Si ella le defiende por el dinero, será una farsante. Y si es una farsante, yo me daré cuenta de ello, y entonces no perderé el tiempo con ella.
—No es una farsante; es una mujer ejemplar. Pero no va a jugar una mala partida a su hermano, sólo por ser egoísta.
—Si merece la pena que yo le hable, preferirá jugarle una mala partida a su hermano que a Catherine. Y a propósito, ¿conoce a Catherine?
—Que yo sepa, no. Mr. Townsend no ha tenido interés en reunirlas.
—Si es una mujer ejemplar, me lo explico. Pero vamos a ver si en efecto responde a tu descripción.
—Tengo curiosidad de oír la tuya —dijo sonriendo Mrs. Almond—. Y entretanto, ¿cómo lo toma Catherine?
—Como toma todo: con mucha calma.
—¿No te ha hecho escenas?
—Ella no hace escenas.
—Yo creía que las muchachas enamoradas solían hacer escenas.
—Más suelen hacerlas las viudas ridículas. Lavinia me ha echado un sermón; me considera muy arbitrario.
—Lavinia tiene el don de errar —dijo Mrs. Almond—. Pero, de todas maneras, lo siento por Catherine.
—Yo también, pero ya se le pasará.
—¿Crees que va a renunciar a Morris?
—Cuento con ello. Catherine me respeta y admira.
—Ah, eso lo sabemos ya. Pero eso hace que mi lástima aumente. Hace el dilema doblemente penoso, y casi imposible el esfuerzo de elegir entre tú y su amor.
—Si no puede elegir, tanto mejor.
—Sí; pero Morris le rogará que se decida, y Lavinia se pondrá de su parte.
—Yo me alegro de que Lavinia no esté de mi parte; es capaz de arruinar la mejor causa. Lavinia es capaz de echar a perder la mejor de las causas. Pero le conviene andarse con cuidado —dijo el doctor—. No voy a consentir traiciones en mi casa.
—Sospecho que va a tener cuidado; pues, en el fondo, tiene un gran respeto por ti.
—Las dos me tienen miedo, a pesar de que soy inofensivo —repuso el doctor—. Y con eso cuento, con el saludable temor que inspiro.