Al día siguiente, por la tarde, el doctor Sloper se quedó en casa aguardando la visita de Mr. Townsend, cosa que le pareció, quizás por ser un hombre muy ocupado, un gran honor hacia el pretendiente de Catherine, al mismo tiempo que quitaba a la pareja motivos de lamentarse. Morris se presentó con fisonomía bastante serena. Aparentemente había olvidado el «insulto» de que había hablado a Catherine dos noches antes y el doctor Sloper no perdió el tiempo en hacerle saber que estaba ya preparado para la visita.
—Catherine me habló ayer de lo que ha habido entre ustedes dos —dijo—. Tiene que permitirme que le diga que usted debía haberme hecho conocer sus intenciones antes de haber ido tan lejos.
—Yo lo habría hecho —repuso Morris— si usted no me hubiese dado la impresión de dejar a su hija en plena libertad. Ella parece ser dueña de sus actos.
—Literalmente lo es. Pero moralmente no se ha emancipado aún lo suficiente para elegir esposo sin consultarme. Yo la he dejado en libertad, pero eso no quiere decir que haya sido indiferente. Lo cierto es que el asunto se ha concretado con sorprendente rapidez. Catherine sólo le conoce hace unos días.
—Hace poco, es cierto —dijo Morris con gravedad—. Reconozco que no hemos tardado mucho en llegar a un acuerdo. Pero ello era natural desde el momento en que estuvimos seguros de nosotros. Mi interés por miss Sloper comenzó el mismo día en que la conocí.
—¿De veras no había comenzado antes del encuentro? —preguntó el doctor.
Morris le miró un instante.
—Había oído decir que era una muchacha encantadora.
—¿Usted piensa que Catherine es una muchacha encantadora?
—Seguramente. De lo contrario, no estaría sentado aquí.
El doctor meditó un momento.
—Mi querido joven —dijo al fin—, usted tiene que ser muy susceptible. Como padre de Catherine, creo tener un tierno aprecio por sus buenas cualidades; pero no tengo inconveniente en decirle que nunca la he considerado una muchacha encantadora, ni he esperado jamás que otros lo hicieran.
Morris Townsend recibió esta declaración con una sonrisa no desprovista totalmente de indiferencia.
—Yo no sé lo que pensaría de ella si fuese su padre. No puedo ponerme en ese lugar. Hablo desde mi punto de vista.
—Habla muy bien —dijo el doctor—, pero eso no basta. Yo le dije ayer a Catherine que no aprobaba su compromiso.
—Ella me lo hizo saber y me apenó mucho. Me siento muy decepcionado. —Y Morris quedó un instante silencioso con la vista fija en el suelo.
—¿Esperaba que yo quedase muy complacido y arrojase a mi hija en sus brazos?
—No, ya tenía la idea de que yo no le era agradable.
—¿Y qué le dio esa idea?
—El hecho de ser pobre.
—Eso suena mal —le dijo el doctor—, pero es lo cierto, hablando estrictamente, como hijo político. Su carencia de medios, de profesión, de recursos visibles y de posibilidades, le coloca a usted en una categoría en la cual sería una imprudencia mía elegir marido para mi hija, que es una mujer débil con una gran fortuna. En cualquier otra capacidad, no tengo nada contra usted. Como yerno, le abomino.
Morris Townsend escuchó respetuosamente.
—Yo no considero a miss Sloper como mujer débil —dijo al cabo de un tiempo.
—Usted tiene que defenderla, es lo menos que puede hacer. Pero yo conozco a mi hija hace veinte años y usted la conoce hace seis semanas. Sin embargo, aunque ella no fuese una mujer débil, usted seguiría siendo un hombre sin fortuna.
—¡Ah, sí; ése es mi punto flaco! Y por lo tanto, usted me cree mercenario, piensa que vengo por el dinero de su hija.
—No digo eso. No tengo obligación de decirlo; y el decirlo, como no fuese por obligación, sería de muy mal gusto. Digo sencillamente que usted pertenece a una categoría no recomendable.
—Pero su hija no se casa con una categoría —apremió Townsend con su seductora sonrisa—. Se casa con un individuo, con un individuo al cual le ha hecho la merced de decirle que le ama.
—Un individuo que tiene muy poco que ofrecer a cambio de eso.
—¿Es posible ofrecer más que el afecto más tierno y una devoción eterna? —preguntó el joven.
—Eso depende de cómo se tome. Es posible ofrecer otras cosas más, no sólo es posible, sino que es la costumbre. Una devoción eterna se mide después; entre tanto, se suelen dar algunas seguridades materiales. ¿Cuáles tiene usted? ¿Una figura excelente y unos buenos modales? Todo eso está muy bien, pero no es lo bastante.
—Podría añadir algo más a eso —dijo Morris—. La palabra de un caballero.
—¿La palabra de un caballero de que amará siempre a Catherine? Tiene que ser un caballero muy cumplido para estar seguro de ello.
—La palabra de un caballero de que no soy mercenario, de que mi afecto por miss Sloper es el sentimiento más puro y desinteresado que jamás se albergó en el pecho humano. Su fortuna me importa tanto como las cenizas de la chimenea.
—Tomo nota… tomo nota —dijo el doctor—. Pero después de hacerlo, vuelvo de nuevo a su categoría. Contra usted no hay más que un accidente, si quiere; pero, con mis treinta años de profesión sé muy bien que los accidentes pueden tener consecuencias graves.
Morris acarició su sombrero, notablemente brillante, siguió manteniendo un dominio de sí, que el doctor se vio obligado a confesar, era muy digno de encomio. Pero su decepción era muy aguda.
—¿No puedo hacer nada para que me crea?
—Si hubiese algo, yo sentiría tener que sugerírselo, porque, ¿no lo ve?, yo no quiero creer en usted —dijo el doctor sonriendo.
—Me iré a labrar el campo.
—Eso sería una necedad.
—Aceptaré el primer puesto que se me presente.
—¡Hágalo! ¡Pero por usted, no por mí!
—Comprendo; ¡me tiene por un holgazán! —exclamó Morris, con el tono de un hombre que ha hecho un descubrimiento. Pero inmediatamente percibió su error y enrojeció.
—No importa lo que yo piense, una vez que le he dicho que no quiero tenerle de yerno.
Pero Morris persistió:
—¿Cree que voy a gastarme el dinero de su hija?
El doctor sonrió.
—Como le dije, no tiene importancia lo que yo diga; pero reconozco que sí.
—Me figuro que eso es porque me he gastado el mío —dijo Morris—. Confieso francamente que he llevado una vida de licencia; he sido un loco. Si lo desea, le contaré mis locuras. Algunas de ellas han sido importantes, nunca he ocultado el hecho. He tenido mis travesuras de juventud, pero me he reformado. Es mejor haber terminado ya con las calaveradas. A su hija no le hubiese gustado un doctrinario; y me tomo la libertad de decir que a usted no le hubiese gustado tampoco. Además, entre mi fortuna y la de Catherine hay una gran diferencia. Yo gasté mi dinero; lo gasté porque era mío. Y no contraje deudas; cuando mi fortuna se acabó, me detuve. No debo un centavo a nadie.
—Permítame que le pregunte de qué vive ahora —dijo el doctor—, aunque reconozco que la pregunta es inconsecuente de mi parte.
—Vivo del resto de mis bienes —dijo Morris Townsend.
—Gracias —repuso el doctor gravemente.
—Aun reconociendo que yo diese una importancia indebida a la fortuna de miss Sloper —continuó—, ¿no sería eso una seguridad de que iba a cuidar muy bien de ella?
—El que cuidase mucho de ella significaría tanto como el que cuidase poco. Catherine padecería tanto por su economía como por su prodigalidad.
—¡Es usted muy injusto! —El joven hizo esta declaración cortésmente, sin ninguna violencia.
—Piense como quiera. Realmente, no me halaga el complacerle.
—¿Y el complacer a su hija? ¿Le agrada la idea de hacerla infeliz?
—Estoy resignado a que durante doce meses piense que soy un tirano.
—¡Durante doce meses! —exclamó Morris riendo.
—Entonces, durante toda la vida. Da igual quesea desgraciada de una manera que de otra.
Aquí Morris perdió los estribos.
—¡Ah, no es usted cortés! —exclamó.
—Usted me obliga… arguye demasiado.
—Tengo mucho que perder.
—Bien, sea lo que fuere —dijo el doctor—, ya lo ha perdido.
—¿Está seguro de ello? —preguntó Morris—. ¿Está seguro de que su hija va a renunciar a mí?
—Quiero decir, claro está, que lo ha perdido en lo que a mí se refiere. En cuanto a que Catherine renuncie a usted… no estoy seguro de ello. Pero como yo quiero aconsejárselo, y ella me tiene gran afecto y respeto, además de poseer en alto grado el sentimiento del deber, lo considero muy posible.
Morris comenzó nuevamente a acariciar su sombrero.
—Su hija también siente gran afecto por mí —observó finalmente.
Al llegar a este punto el doctor mostró los primeros síntomas de irritación.
—¿Piensa usted desafiarme?
—Llámele como quiera. No voy a renunciar a su hija.
El médico movió la cabeza.
—No tengo miedo de que se muera usted de pena. Ha nacido para gozar de la vida.
Morris rio.
—Entonces su oposición a mi matrimonio es doblemente cruel. ¿Piensa prohibir a su hija que me vea?
—Catherine ha pasado ya de la edad en que se prohíben las cosas a la gente, y yo no soy un padre de folletín. Pero voy a recomendarle que rompa con usted.
—No creo que ella lo haga —dijo Morris Townsend.
—Quizás no; pero yo habré hecho lo posible.
—Catherine ha ido demasiado lejos… —prosiguió Morris.
—¿Para retroceder? Entonces lo dejaremos donde está.
—Quería decir demasiado lejos para detenerse.
El doctor le miró un momento; Morris tenía una mano en la puerta.
—Debo decirle que su forma de hablar me parece en extremo impertinente.
—Tal vez sea así, señor Sloper, pero no diré ni una palabra más —repuso Morris y haciendo una venia, salió de la habitación con paso decidido.