10

Catherine recibió al joven el siguiente día, en el terreno elegido por ella —entre el casto tapizado de un gabinete neoyorquino amueblado de acuerdo a la moda de hace cincuenta años—. Morris se tragó su orgullo e hizo el esfuerzo necesario para cruzar los umbrales del desdeñoso padre de Catherine, acto de magnanimidad que no podía menos que hacerle doblemente interesante.

—Tenemos que decidir algo… Tenemos que trazarnos un plan —declaró él, pasándose la mano por los cabellos y mirándose en el largo y estrecho espejo que adornaba el espacio situado entre las dos ventanas, y que tenía en su base una dorada cornucopia cubierta por una delgada losa de mármol blanco, que a su vez sostenía unas tablas reales dobladas en forma de dos libros, dos brillantes infolios, en los cuales se hallaba escrito con letras verdes y doradas Historia de Inglaterra.

Si Morris describió al dueño de la casa como un burlón despiadado, es porque le consideraba muy sobre aviso, y aquél era el medio más fácil de expresar su desagrado, desagrado que había sabido muy bien ocultar al doctor. Probablemente el lector pensará que la vigilancia del doctor no había sido excesiva, y que la joven pareja había disfrutado de completa libertad. Su intimidad era entonces considerable y podría opinarse que tratándose de una persona reservada y tímida, nuestra heroína había sido muy liberal con sus favores. En unos cuantos días, el joven la había hecho escuchar cosas para las cuales no debía haber estado preparada; conocedor de sus dificultades, el joven trataba de ganar terreno. Recordó que la fortuna favorecía a los audaces, y aunque lo hubiese olvidado, Mrs. Penniman se lo habría hecho recordar. Mrs. Penniman enloquecía por los dramas y se complacía pensando que se iba a representar uno de ellos. Uniendo el celo del apuntador a la impaciencia del auditorio, había hecho todo lo posible por subir el telón cuanto antes. Ella esperaba figurar también en la representación: ser el confidente, el coro encargado del epílogo. Hay que decir que a veces se olvidaba de la modesta heroína de la obra, contemplando ciertas grandes escenas que habían de tener lugar entre ella y el héroe.

Lo que Morris le dijo a Catherine fue que la amaba, o mejor dicho, que la adoraba. Virtualmente se lo había hecho conocer ya; sus visitas habían sido una elocuente insinuación de ello. Entonces le hizo votos de enamorado, y como signo memorable le pasó el brazo por la cintura y la besó. Aquella dichosa certidumbre se produjo antes de lo que Catherine había esperado, y ella la consideró, naturalmente, como inapreciable tesoro. Hasta puede dudarse si había esperado el poseerlo; no lo había aguardado ni se había dicho que alguna vez había de venir. Como he tratado de explicar, no era ávida ni exigente; aceptaba lo que le daban día a día; y si la deliciosa costumbre de las visitas de su amado, que le proporcionaban una dicha mezcla de confianza y timidez, se hubiese terminado bruscamente, no sólo no habría dicho que era una mujer abandonada, sino que no habría pensado que era una decepcionada. Después que Morris la hubo besado, para mejor probarle su devoción, ella le rogó que se marchase, que la dejase sola para pensar. Morris le obedeció, dándole antes un nuevo beso. Pero las meditaciones de Catherine carecían de coherencia. Durante largo tiempo sintió en sus labios y en sus mejillas el roce de los labios del joven; aquella sensación era más bien un obstáculo que una ayuda a la reflexión. Catherine hubiera querido ver claramente la situación para decidir lo que haría si, como temía, su padre no aprobaba su unión con Morris. Pero lo único que veía con toda claridad era que resultaba muy raro el que alguien no estimase a Morris; tenía que haber algún misterio, alguna equivocación, que al cabo del tiempo se disiparía. Por lo tanto, aplazó su decisión; ante la visión de un conflicto con su padre, bajó los ojos y permaneció sentada e inmóvil, conteniendo el aliento y esperando. El corazón le latía violentamente y experimentaba una sensación penosa. Cuando Morris la besaba, y le decía aquellas cosas, el corazón le latía, pero esto era peor aún, la asustaba.

Sin embargo, cuando el joven habló de decidir algo, de trazar un plan, comprendió que tenía razón, y respondió sencillamente y sin vacilar.

—Tenemos que cumplir nuestro deber —dijo—. Tenemos que hablar con mi padre. Yo lo haré esta noche; mañana lo harás tú.

—Eres muy buena por ofrecerte a hacerlo la primera —repuso Morris—. El joven, el feliz mortal es quien lo suele hacer primero. Pero como tú quieras.

A Catherine le agradó el pensar que ella iba a ser valiente por causa de él, y su satisfacción le hizo sonreír.

—Las mujeres tienen más tacto —dijo—, deben hacerlo antes. Son más conciliadoras; saben persuadir mejor.

—Vas a tener que echar mano de todas tus dotes de persuasión —dijo Morris—. Pero, después de todo, eres irresistible.

—Por favor, no hables así, y prométeme lo siguiente: mañana, cuando hables con mi padre, debes estar respetuoso con él.

—Todo lo posible —le prometió Morris—. No creo que sirva de nada, pero lo intentaré. Preferiría no tener que luchar por ti.

—No hables de luchas; no lucharemos.

—Tenemos que estar preparados —dijo Morris—, especialmente tú. ¿Sabes lo que va a decirte tu padre?

—No, Morris, dímelo.

—Te dirá que soy un mercenario.

—¿Mercenario!

—Es una palabra gruesa que encierra en significado mezquino. Significa que vengo por tu dinero.

—¡Oh! —murmuró Catherine.

La exclamación era tan conmovedora que Morris se permitió una nueva demostración de afecto.

—Seguramente va a decirlo —añadió.

—Es fácil estar preparada para eso —dijo Catherine—; diré simplemente que está equivocado, que otros hombres pueden ser así, pero tú no.

—Tienes que afirmarlo enérgicamente, pues ése va a ser su principal argumento.

Catherine miró un minuto a Morris y luego dijo:

—Le convenceré; pero me alegro de que seamos ricos —añadió.

Morris fijó los ojos en la copa de su sombrero, y dijo muy convencido:

—No, eso es una desgracia; de ahí nacen todas nuestras dificultades.

—Pues si ésa es nuestra desgracia, no somos tan desgraciados. La mayoría de la gente no consideraría malo eso.

Yo le convenceré y además tendremos el dinero.

Morris escuchó en silencio aquella robusta lógica.

—Dejaré mi defensa a cargo tuyo; para defenderse de un cargo semejante el hombre tiene que agacharse.

Catherine estuvo silenciosa un tiempo; miraba a Morris, que a su vez miraba por la ventana.

—Morris —dijo bruscamente—, ¿estás seguro de que me amas?

Él se volvió y se inclinó sobre ella:

—Amor mío, ¿puedes dudarlo?

—Sólo hace cinco días que lo sé —dijo ella—, pero ahora creo que no podría vivir sin tu amor.

—No tendrás que intentarlo —dijo él lanzando una risita tranquilizadora. Luego, al cabo de un momento, añadió—: Hay otra cosa que debes decirme. —Catherine había cerrado los ojos después de sus últimas palabras, y entonces asintió con la cabeza, sin abrirlos—. Tienes que decirme —prosiguió— que si tu padre se opone resueltamente a nuestro matrimonio tú me seguirás siendo fiel.

Catherine abrió los ojos, y la mirada que había en ellos era la mejor promesa.

—¿Me serás fiel? —dijo Morris—. Sabes que eres dueña de tus actos, que eres mayor de edad.

—¡Ah, Morris! —murmuró ella por toda respuesta, o mejor dicho, por toda respuesta no, pues puso su mano entre las del joven. Él la conservó entre las suyas, y se las besó. Eso es todo lo que importa recordar de su conversación; pero Mrs. Penniman, si hubiese estado presente, probablemente habría dicho que hubiera sido mejor entre las hojas otoñales y junto a la pequeña fuente de Washington Square.