La familia de Washington Square acostumbraba a pasar las veladas de los domingos en casa de Mrs. Almond. La semana siguiente a la conversación que he narrado, esa costumbre no se interrumpió; y en tal ocasión, hacia la mitad de la velada, el doctor Sloper se retiró a la biblioteca, en compañía de su cuñado, para tratar un asunto de negocios. Estuvo ausente veinte minutos, y cuando volvió a la reunión, animada por la presencia de varios amigos de la familia, vio que Morris Townsend había entrado, y se había apresurado a buscar un lugar, junto a Catherine. En el gran salón se habían formado diversos grupos, y el ruido de las voces y las risas, permitía que aquellas dos personas se confabulasen, según la frase del doctor, sin atraer la atención. Sin embargo observó que su hija se daba cuenta de la vigilancia de que era objeto. Permanecía sentada, inmóvil, con los ojos fijos en su abanico, ruborizada, y encogida como si pretendiese disminuir la indiscreción de la cual se confesaba culpable.
El doctor sintió lástima de ella. La pobre Catherine no desafiaba; carecía del genio para las bravatas, y se sentía inquieta al comprender que su padre miraba con disgusto las atenciones que tenía para con ella Morris Townsend. Tanta lástima sintió el doctor que dio media vuelta para ahorrarle la sensación de que era vigilada; y el médico era tan inteligente, que en su mente rindió unaespecie de justicia poética a la situación en que se hallaba Catherine.
«Tiene que ser muy desagradable para una muchacha vulgar e impasible como Catherine, tener a su lado un buen mozo que le dice que es su esclavo, si eso es lo que le dice. No es de extrañar que le guste, y que piense que yo soy un tirano cruel; cosa que piensa, a pesar de su miedo, pero no tiene el ánimo suficiente para reconocerlo. ¡Pobre Catherine! —meditó el doctor—. ¡La creo capaz de defenderme, cuando Townsend me ataque!»
Y aquella reflexión le hizo ver tan claramente la oposición natural entre su punto de vista, y el de la enamorada joven, que se dijo que quizás él tomaba el asunto demasiado en serio y se ponía la venda antes de que lo hiriesen. No debía condenar sin oírle a Morris Townsend. El médico tenía una gran aversión a tomar las cosas demasiado en serio; creía que la mayoría de las decepciones provenían de ello; y durante un instante se preguntó si no aparecería ridículo a los ojos de aquel inteligente joven, en quien sospechaba una aguda percepción de las incongruencias. Un cuarto de hora más tarde Catherine se había librado de Morris, que se hallaba de pie, junto a la chimenea, hablando con Mrs. Almond.
«Vamos a probar nuevamente», se dijo el doctor. Cruzó la habitación y se reunió con su hermana, a la cual hizo una seña para que le dejase a solas con el joven. Ella lo hizo al poco tiempo, y Morris se le quedó mirando, sonriente, sin el menor indicio de evasiva.
«¡Es increíblemente presumido!» pensó el doctor, y en voz alta añadió:
—Me dicen que usted está buscando un empleo.
—Bien, un empleo es quizás más de lo que yo podría esperar —repuso Morris—. Suena demasiado bien. Yo busco un trabajo donde pueda ganar algo honradamente.
—¿Y qué clase de trabajo prefiere?
—¿Quiere decir que para cual estoy capacitado? Creoque para muy pocos. No dispongo más que de mi brazo derecho, como dicen en los melodramas.
—Es usted excesivamente modesto —dijo el doctor—; además de un buen brazo derecho, posee un cerebro sutil. Yo sólo le conozco de vista, pero por su fisonomía veo que es usted extremadamente inteligente.
—¡Ah! —murmuró Townsend—, no sé qué responder a eso. ¿Me aconseja entonces que no desespere?
Y miró a su interlocutor como si la pregunta tuviese un doble significado. El doctor percibió la mirada y la midió antes de responder.
—Sentiría mucho reconocer que un joven robusto necesita desesperar. Si no logra una cosa, puede encontrar otra. Sólo debo añadir, que en su búsqueda debe actuar con discreción.
—Sí, con discreción —repitió Morris Townsend—. Antes no he sido discreto; pero creo que me he enmendado—. Y durante un momento permaneció con la mirada fija en sus brillantes zapatos. Luego, por fin—: ¿Tendría la amabilidad de sugerirme algo conveniente? —preguntó levantando la vista y sonriendo.
«¡Qué descaro!», exclamó para sí el doctor. Pero luego reflexionó que él había sido el primero en tocar aquel delicado punto, y que sus palabras podían haber sido interpretadas como un ofrecimiento de ayuda.
—No tengo nada que ofrecer —dijo—, pero le confieso que a veces pienso en usted. A veces uno sabe de oportunidades. Por ejemplo, ¿le importaría salir de Nueva York?
—Creo que no puedo. Tengo que hallar mi fortuna aquí o en ninguna parte —dijo Morris Townsend—. Aquí tengo mis lazos familiares, mis responsabilidades. Tengo a una hermana viuda de la cual he estado separado mucho tiempo y para la cual soy casi todo. No me gustaría decirle que iría a alejarme de ella. Cuenta conmigo.
—Eso me parece muy bien —dijo el doctor Sloper—. Los sentimientos familiares no suelen estar muy desarrollados en nuestra ciudad. Y creo que he oído hablar de su hermana.
—Es posible, aunque lo dudo. Ella hace una vida muy retirada.
—Todo lo retirada —dijo el médico riendo— que puede hacerla una mujer que tiene varios hijos pequeños.
—¡Ah, mis sobrinitos! ¡Eso es lo malo! Yo le estoy ayudando a educarlos —dijo Morris Townsend—. Soy para ellos una especie de preceptor; les doy lecciones.
—Muy loable, pero eso no es una carrera.
—No voy a hacer fortuna con eso —confesó el joven.
—No debe pensar tanto en la fortuna —dijo el doctor—. Pero yo le aseguro, que no pienso perderle de vista.
—Si mi situación se hace desesperada, quizás me tome la libertad de recordárselo —dijo Morris elevando un poco la voz, mientras su interlocutor se alejaba.
Antes de salir de la casa, el doctor tuvo algunas palabras con Mrs. Almond.
—Me gustaría ver a su hermana —le dijo el doctor—. ¿Cómo dices que se llama? ¿Mrs. Montgomery? Me gustaría tener una conversación con ella.
—Trataré de procurarte la entrevista —repuso Mrs. Almond—. Aprovecharé la primera oportunidad para invitarla; a menos —añadió Mrs. Almond— que ella prefiera ponerse enferma y llamarte.
—¡Ah, no!, eso no; ya tiene bastantes molestias. Aunque yo tendría la ventaja de ver a sus hijos. Me gustaría mucho verlos.
—Tú no pierdes detalle. ¿Piensas catequizarlos?
—Precisamente. Su tío me ha dicho que él se ha encargado de su educación para ahorrarle gastos a su hermana. Me gustaría hacerles unas cuantas preguntas de las cosas más recientes.
«Desde luego, Morris no tiene nada de maestro de escuela», se dijo Mrs. Almond un poco después, al ver a Morris inclinado sobre Catherine.
Y naturalmente, en las palabras del joven no había nada que recordase al pedagogo.
—¿Quiere encontrarse conmigo, mañana o pasado? —le dijo en voz baja a Catherine.
—¿Encontrarme con usted? —preguntó ella alzando hacia él sus ojos asustados.
—Tengo que decirle algo muy particular.
—¿No puede venir a casa? ¿No puede decirlo allí?
Townsend movió melancólicamente la cabeza.
—No puedo volver a su casa.
—¡Mr. Townsend! —murmuró Catherine. Tembló pensando en si su padre se lo habría prohibido.
—No puedo, sin perder la propia estimación —dijo el joven—. Su padre me ha insultado.
—¿Insultado?
—Sí, me ha echado en cara mi pobreza.
—¡Está equivocado, le ha entendido mal! —dijo enérgicamente Catherine, levantándose de la silla.
—Quizás yo sea demasiado orgulloso, demasiado sensible. ¿Pero me aceptaría si no fuese así? —preguntó con ternura.
—En lo que respecta a mi padre no debe tener tanta seguridad. Está lleno de bondad —dijo Catherine.
—Se rio de mí porque carecía de posición. Yo se lo consentí, por tratarse de usted.
—No sé —dijo Catherine—. No sé lo que piensa. Estoy segura de que su intención es buena. No debe ser demasiado orgulloso.
—Sólo estaré orgulloso de usted —repuso Morris—. ¿Quiere encontrarse conmigo en la plaza, por la tarde?
Catherine enrojeció vivamente, en respuesta a la declaración que acabó de citar, y se volvió sin hacer caso de la pregunta.
—¿Lo hará? —insistió él—. Allí no hay nadie, al anochecer.
—Usted es el que se burla cuando dice tales cosas.
—¡Querida niña! —murmuró el joven.
—Sabe muy bien que no tiene mucho para estar orgulloso de mí. Soy fea y tonta.
Morris saludó aquella observación con un ardiente murmullo, en el cual Catherine sólo pudo distinguir que para él, ella era lo más precioso del mundo.
Pero continuó:
—No soy siquiera… Siquiera… —e hizo una pausa.
—¿No es qué?
—No soy siquiera valiente.
—Entonces, si tiene miedo, ¿qué vamos a hacer?
Ella vaciló un momento y luego dijo:
—Venga a casa. De eso no tengo miedo.
—Preferiría la plaza —le apremió él—. Ya sabe lo vacía que está. No nos verá nadie.
—No me importa que nos vean. Pero déjeme ahora.
Él se alejó resignadamente; había logrado lo que quería. Afortunadamente, no supo que media hora después, al volver en compañía de su padre, la pobre muchacha, olvidando su declaración, comenzó a temblar de nuevo. Su padre no dijo nada; pero Catherine tenía la idea de que en medio de la oscuridad los ojos del doctor estaban fijos en ella. Mrs. Penniman también callaba; Morris Townsend le había dicho que su sobrina prefería una entrevista en un gabinete tapizado con chintz a una cita sentimental junto a una fuente tapizada de hojas secas, y ella estaba asombrada ante la rareza —casi la perversidad, por no decir indecencia— de la elección.