A juzgar por los detalles de la escena anterior, cualquiera habría creído que al doctor Sloper le urgía esclarecer aquel asunto y, sin embargo, no era así. Por cierto, aquella situación le divertía. No se hallaba en un estado de vigilancia o de tensión respecto al futuro de Catherine; le preocupaba más, aunque tampoco demasiado, el ridículo que podía producir la agitación de su casa por causa de las repentinas y exageradas atenciones que un extraño dedicaba a Catherine, cuando hasta entonces ningún joven se había fijado en ella de una forma que pudiese considerarse amorosa.
Más aún, llegó hasta proponerse conseguir alguna diversión del pequeño drama —si drama era— en el cual Mrs. Penniman deseaba que Morris Townsend desempeñase el papel de héroe. Pero aún no tenía intención de regular el desenlace. Estaba dispuesto, como Elizabeth había sugerido, a dar al joven el beneficio de la duda. No corría ningún riesgo con ello; pues Catherine, a los veintidós años, era, después de todo, un capullo demasiado maduro que podía ser arrancado del tallo de cualquier tirón. Que Mr. Townsend fuese pobre, no era necesariamente un factor en contra suya; el doctor no había decidido que su hija se casase con un hombre rico. La fortuna que había de heredar, era suficiente para dos personas, y si un joven sin fortuna entraba en la lista de los pretendientes, se le juzgaría de acuerdo a sus méritos personales. Además el asunto tenía otros aspectos. El doctor consideraba de muy mal gusto la precipitación para acusar a la gente de motivos mercenarios, especialmente cuando su casa no había sido asaltada por los buscadores de fortunas; y, finalmente, tenía curiosidad de ver si realmente Catherine era apreciada por sus condiciones morales. Sonrió al pensar que el pobre Mr. Townsend había estado sólo dos veces en la casa, y le dijo a Mrs. Penniman que la próxima vez que viniese le invitase a comer.
Él vino muy pronto, y Mrs. Penniman cumplió gustosamente el encargo de su hermano. Morris Townsend aceptó la invitación de muy buen grado, y la comida tuvo lugar unos días después. El doctor pensó acertadamente que no debían invitar solo al joven; aquello daría una importancia excesiva al convite. Por lo tanto se llamó a dos o tres personas más; pero Morris Townsend era el verdadero motivo, ya que no el ostensible, de la fiesta. Todo conducía a suponer que el joven deseaba producir una buena impresión; y si no lo consiguió no se debió a falta de interés de parte suya. Durante la comida el doctor le habló muy poco; pero le observó atentamente, y después que las señoras hubieron salido, le sirvió de beber y le hizo varias preguntas. Morris no era uno de esos jóvenes que necesitan apremio, y halló suficiente estímulo en la superior calidad del clarete. El vino del doctor era muy bueno, y podemos comunicar al lector que mientras Morris lo bebía, pensaba que una bodega llena de ese vino —y realmente la había— era una atractiva idiosincrasia de su suegro. El doctor quedo impresionado por su invitado; vio que no era un joven vulgar.
«Es hábil —se dijo el padre de Catherine—, decididamente hábil, y tiene una buena cabeza, si decide usarla. Es extraordinariamente bien parecido; el tipo de hombre que gusta a las mujeres; pero a mí no me gusta». Sin embargo, el doctor se guardó sus reflexiones, y habló con sus invitados de países extranjeros, acerca de los cuales Morris dijo más cosas de las que el doctor estaba dispuesto a tragarse. El doctor Sloper había viajado poco, pero se tomó la libertad de no creer todo lo que su comunicativo invitado contaba. El doctor se consideraba un buen fisonomista, y mientras el joven hablaba, fumaba y bebía, el médico no quitaba los ojos de aquel rostro expresivo. «¡Tiene una seguridad endiablada! —se dijo para sus adentros el anfitrión de Morris—. ¡Nunca he visto un aplomo igual! Y una inventiva notable. Es muy instruído; en mi época no se sabía tanto. ¡Y tiene la cabeza firme! ¡No hay la menor duda de ello después de una botella de Madeira y botella y media de clarete!» Después de la comida Morris Townsend se acercó a Catherine, que se hallaba de pie junto al fuego, vestida con el traje de raso rojo.
—¡No le soy simpático! ¡No le soy nada simpático! —dijo el joven.
—¿A quién? —preguntó Catherine.
—¡A su padre! ¡Qué hombre tan extraordinario!
—No sé por qué dice eso —dijo Catherine enrojecida.
—Lo siento, yo percibo esas cosas en seguida.
—Pero puede equivocarse.
—¡Pregúntele y verá!
—Prefiero no hacerlo si corro el riesgo de que diga lo que usted piensa.
Morris se la quedó mirando con un aire de melancolía irónica.
—¿No le causaría placer contradecirle?
—Yo nunca le contradigo —dijo Catherine.
—¿Entonces le dejaría que él hablase mal de mí sin abrir los labios en defensa mía?
—Mi padre no hablará mal de usted; no le conoce lo bastante.
Morris rio y Catherine se puso roja.
—No hablaré de usted —dijo, buscando un refugio para su confusión.
—Muy bien; pero no es eso lo que yo hubiera querido que usted dijese. A mí me habría agradado que dijese: ¿Qué importa que mi padre no piense bien de usted?
—¡Pero importa mucho! ¡Yo no habría podido decirle eso! —exclamó la muchacha.
Él se la quedó mirando, sonriente, y el doctor, que los estaba observando, vio una llama de impaciencia en los ojos del joven: Pero su respuesta no fue nada impaciente:
—¿Entonces no debo perder la importancia de conquistarle! —dijo Morris lanzando un suspiro.
Más tarde, habló con mayor franqueza a Mrs. Penniman. Pero antes cantó dos canciones, ante el tímido ruego de Catherine; mas aquél no era el modo de congraciarse con el doctor. El joven tenía una buena voz de tenor, y cuando hubo terminado, todos hicieron alguna exclamación, es decir, todos menos Catherine, que permanecía silenciosa. Mrs. Penniman declaró que aquella forma de cantar era «extraordinariamente artística», y el doctor Sloper dijo que era «muy seductora», realmente muy seductora, pero con un acento muy seco.
—No le soy simpático, nada simpático —dijo Morris Townsend, dirigiéndose a la tía como antes había hecho con la sobrina—. Piensa muy mal de mí.
Pero Mrs. Penniman, contrariamente a su sobrina, no pidió ninguna explicación, y tampoco le contradijo.
—¿Eso qué importa? —murmuró suavemente.
—¡Ah, usted dice lo debido! —exclamó Morris, con gran satisfacción de Mrs. Penniman, que se jactaba siempre de decir lo debido.
El doctor, la próxima vez que estuvo en casa de Elizabeth, le contó que había conocido al protegido de Lavinia.
—Físicamente —le dijo— está muy bien dotado. Como anatomista, para mí ha sido un placer contemplar una estructura tan buena; aunque creo que si hubiese muchas personas como él los médicos tendríamos pocos clientes.
—¿No ves en la gente más que los huesos? —le preguntó Mrs. Almond—. ¿Qué piensas de él como padre? —¿Como padre? ¡Gracias a Dios yo no soy su padre!
—No, pero eres el padre de Catherine; Lavinia asegura que ella está enamorada.
—Pues tiene que curarse de ese amor; él no es un caballero.
—¡Cuidado! Recuerda que pertenece a la familia de los Townsend.
—No es lo que yo llamo un caballero; no tiene alma de eso. Es extremadamente insinuante, pero tiene una naturaleza vulgar. Lo he visto en seguida. Es excesivamente familiar; yo odio la familiaridad.
—Es una gran ventaja el decidirse tan rápidamente —dijo Mrs. Almond.
—Yo no me decido tan pronto. Lo que te digo es el resultado de treinta años de observaciones; eso me permite juzgar en una sola noche. Me he pasado la vida entera estudiando.
—Quizás tengas razón. Lo importante es que Catherine lo vea también.
—¡Pues le regalaré un par de anteojos! —dijo el doctor.