6

A veces Mrs. Penniman daba por sentado que los demás tenían tanta imaginación como ella; por lo tanto, cuando su hermano llegó, media hora después, se dirigió a él del siguiente modo:

—Acaba de irse, Austin; es una pena que no le hayas visto.

—¿A quién?

—A Mr. Morris Townsend; nos ha hecho una visita deliciosa.

—¿Y quién es Mr. Townsend?

—La tía Penniman se refiere al joven, al joven cuyo nombre no recordaba —dijo Catherine.

—El joven que estuvo en la fiesta de Elizabeth y que quedó tan prendado de Catherine —añadió Mrs. Penniman.

—¿Y se llama Morris Townsend? ¿Vino entonces a declararse?

—¡Papá! —exclamó la muchacha, acercándose a la ventana, donde reinaba una mayor oscuridad.

—Espero que no lo haga sin tu permiso —dijo graciosamente Mrs. Penniman.

—Al parecer, querida, ya tiene el tuyo —repuso su hermano.

Lavinia sonrió, como para indicar que aquello no era suficiente, y Catherine, con la frente pegada al cristal, escuchaba aquel cambio de epigramas como si no tuviesen un decidido efecto en su destino.

—La próxima vez que venga —añadió el doctor— debéis llamarme. Quizás él desee verme.

Morris Townsend vino nuevamente, cinco días más tarde; pero el doctor Sloper se hallaba ausente. Catherine estaba con su tía, cuando anunciaron al joven, y Mrs. Penniman hizo hincapié para que su sobrina saliese a recibirle sola.

—Esta vez debes salir tú, tú sola —dijo—. Antes eran los preliminares, hablaba conmigo para ganar mi confianza. Literalmente, querida, hoy no tendría el valor de salir.

Y aquello era verdad. Mrs. Penniman no era una mujer valiente, y la personalidad de Morris Townsend, y sus sátiras, la habían impresionado; le consideraba un joven brillante y resuelto al cual había que tratar con mucho tacto. Se dijo que era «imperioso» y le gustó la palabra y la idea. No tenía celos de su sobrina, y había sido perfectamente feliz con Mr. Penniman, pero en el fondo de su ser se permitió observar: «¡Es él la clase de marido que debía haber tenido yo! Morris Townsend es indudablemente más imperioso —terminó por llamarle imperial— que Mr. Penniman».

Por lo tanto, Catherine vio a Mr. Townsend a solas, y su tía no salió ni al final de la visita. Ésta fue muy larga; el joven estuvo más de una hora, sentado en el sillón más grande del salón. Aquella vez parecía más a gusto, estaba más natural; se estiraba en su asiento, golpeaba con el bastón un almohadón que tenía cerca de él, y recorría la habitación con los ojos, contemplando los objetos que contenía, tanto como a Catherine, a la cual miraba libremente. En sus hermosos ojos había una expresión de admiración respetuosa; a Catherine le hacían pensar en el caballero de un poema. Sin embargo, su charla no era precisamente caballeresca; el joven hablaba con ligereza y familiaridad; le hizo muchas preguntas acerca de ella; cuáles eran sus gustos y cuáles sus hábitos; y agregó, con su encantadora sonrisa:

—Hábleme acerca de usted; hágame un pequeño esbozo.

Catherine tenía muy poco que decir, y no sabía hacer esbozos; pero antes de que el joven se hubiese ido le confesó que sentía una pasión secreta por el teatro, en la cual había hallado escasa compensación, y que le gustaba la música de Bellini y Donizetti —en descargo de esta joven primitiva, debe recordarse que tenía estas opiniones en una época de general ignorancia—, la cual había oído muy pocas veces, como no fuese tocada en órgano. Le dijo que no era muy aficionada a la literatura. Mr. Townsend convino con ella en que los libros eran muy pesados; pero, añadió, uno se enteraba de ello después de haber leído una buena cantidad. Él había estado en lugares, cuya descripción había leído, y no se parecían en nada a ella. Lo importante era ver las cosas uno mismo; él siempre lo había intentado. Había visto a los principales actores, había estado en los mejores teatros de Londres y París. Pero los actores eran igual que los autores: siempre exageraban. Él amaba la naturalidad. De repente se detuvo, y miró sonriendo a Catherine.

—Por eso me gusta usted; es usted tan natural. Perdóneme —añadió—, verá que yo también soy natural.

Y antes de que ella tuviese tiempo de pensar si debía excusarle o no —cosa que luego comprendió que sí— él comenzó a hablar de música. Había escuchado a los mejores cantantes de París y Londres —Pasta, Runini y Lablache—, y cuando se les ha escuchado se puede decir lo que es el canto.

—Yo también canto un poco —dijo—; algún día cantaré para usted. Hoy no, pero en otra ocasión, sí.

Y entonces se levantó para marcharse. Accidentalmente, había omitido el decir que cantaría, si ella le acompañaba al piano. Lo recordó una vez que estaba en la calle; pero su pesar era injustificado, pues Catherine no había advertido el error. Pensaba sólo lo bien que sonaba aquello de «en otra ocasión».

Aquélla era una razón más de su inquietud por anunciar a su padre que Mr. Morris Townsend había vuelto de nuevo. Anunció el hecho bruscamente, casi violentamente, en cuanto el doctor llegó a la casa; y una vez cumplido aquel deber, tomó sus medidas para salir dela habitación. Pero no pudo hacerlo con la rapidez necesaria; su padre la detuvo en el momento que llegaba a la puerta.

—Y bien, querida, ¿se ha declarado hoy? —preguntó el doctor.

Esto era lo que Catherine temía que dijese; y sin embargo, no tenía respuesta preparada. Le hubiera gustado tomarlo a broma, como su padre hablaba. Y también habría querido negarlo positivamente para que su padre no la interrogase otra vez. Aquello no le gustaba, la entristecía. Pero Catherine no sabía ser aguda; se detuvo un momento, con la mano sobre el pestillo, mirando a su satírico padre.

«¡Decididamente —se dijo el doctor— Catherine no va a ser nunca brillante!» Pero apenas había hecho esta observación, Catherine decidió tomar aquello a broma.

—Quizás lo haga la próxima vez —exclamó riendo, y rápidamente salió.

El doctor se quedó mirándola; se preguntó si su hija hablaba en serio. Catherine fue directamente a su cuarto, y cuando llegó a él pensó que podía haber respondido algo mejor. Casi llegó a desear que su padre le hiciese la pregunta de nuevo, para responderle: «Sí, Mr. Morris Townsend se me declaró, y yo le dije que no».

Sin embargo, el doctor comenzó a hacer preguntas en otras partes; pensó que debía informarse acerca de aquel joven que había tomado la costumbre de entrar y salir en su casa. Se dirigió a su hermana mayor, Mrs. Almond, aunque no fue a su casa con tal propósito; no había prisa para ello, pero hizo una nota para preguntárselo en la primera oportunidad. El doctor no se impacientaba nunca; tomaba nota de todo, y consultaba sus notas. Y entre ellas figuró el informarse acerca de Morris Townsend.

—Lavinia ha venido a preguntarme ya —le dijo su hermana—. Está muy emocionada; yo no lo comprendo. Después de todo, no es ella la que parece agradarle al joven. Lavinia es muy peculiar.

—Querida mía —replicó el doctor—, lleva viviendo doce años conmigo para que yo no lo advirtiese.

—Tiene una mente tan artificial —dijo Mrs. Almond, que siempre gustaba de discutir con su hermano las peculiaridades de Lavinia—. No quería que yo te dijese que ella me había hecho preguntas acerca de Mr. Townsend; pero yo le dije que lo haría. A Lavinia le gusta siempre tener algo oculto.

—Y sin embargo, hay momentos en que nadie dice las cosas más crudamente. Parece un faro giratorio: oscuridad completa alternando con viva luz. ¿Pero qué le dijiste? —preguntó el doctor.

—Lo que a ti: que sé muy poco acerca de él.

—Lavinia ha debido quedar muy decepcionada —dijo el doctor—; hubiera preferido que él fuese culpable de algún crimen romántico. Sin embargo, hay que sacar de la gente el mayor partido posible. Me dice que ese caballero es primo del muchachito a quien piensas confiar el futuro de tu hija menor.

—Arthur no es un muchachito, es un hombre bien maduro; ni tú ni yo seremos nunca tan viejos como él. Es un pariente lejano del protegido de Lavinia. El nombre es el mismo, pero entiendo que hay muchas ramas de Townsend, como si fuera una casa real. Al parecer, Arthur pertenece a la dinastía reinante, pero el amigo de Lavinia, no. Aparte de esto, la madre de Arthur sabe muy poco acerca de él; sólo conoce una historia vaga de sus aventuras. Pero yo conozco a su hermana y me parece muy bien. Se llama Mrs. Montgomery; es una viuda, con unas pequeñas fincas y cinco hijos. Vive en la Segunda Avenida.

—¿Qué dice acerca de él Mrs. Montgomery?

—Que posee talentos que podrían distinguirle.

—¿Pero es perezoso, eh?

—Ella no dice eso.

—Orgullo de familia —dijo el doctor—. ¿Qué profesión tiene?

—Ninguna. Está buscando algo. Creo que estuvo en la Marina.

—¿Estuvo? ¿Qué edad tiene?

—Creo que alrededor de treinta años. Debió ingresar muy joven. Creo que Arthur me contó que heredó unos bienes —quizás ésa fue la razón de abandonar la Marina— y se los gastó en unos pocos años. Ha viajado por todo el mundo y se ha divertido. Creo que estuvo poniendo en práctica una teoría. Ahora ha regresado a Norteamérica, para empezar a vivir en serio, según le ha dicho a Arthur.

—¿Entonces pretende seriamente a Catherine?

—No sé a qué viene esa incredulidad —dijo Mrs. Almond—. Me parece que no haces justicia a Catherine. Tienes que recordar que va a tener una renta de treinta mil dólares por año.

El doctor se quedó mirando a su hermana y dijo con acento de amargura:

—Tú al menos sabes apreciarla.

Mrs. Almond enrojeció.

—No quiero decir que ése sea su único mérito; lo que digo es que el hecho es considerable. Muchos jóvenes piensan igual; al parecer tú no te das cuenta de ello. Tú te refieres a ella como si fuese una muchacha no casadera.

—Mis alusiones son tan amables como las tuyas, Elizabeth —dijo el doctor francamente—. A pesar de su dote, ¿cuántos pretendientes ha tenido Catherine? Catherine es casadera pero es totalmente inatractiva. ¿Qué otra razón hay para que Lavinia esté tan entusiasmada antela idea de un pretendiente? Nunca ha habido uno, y Lavinia, con su naturaleza sensible, no se hace a la idea. Le afecta la imaginación. Yo les hago a los jóvenes de Nueva York la justicia de encontrarlos muy desinteresados. Prefieren a las muchachas lindas y vivaces como tus hijas. Catherine no es ninguna de las dos cosas.

—Catherine está muy bien; tiene un estilo propio, que es más de lo que tiene mi pobre Marian, que no tiene ninguno —dijo Mrs. Almond—. La razón de que Catherine haya llamado tan poco la atención es que a los jóvenes les parece más vieja que ellos. Es tan alta y viste de modo tan complicado. Creo que los impone; parece como si ya estuviera casada, y sabes que a los muchachos no les gustan las mujeres casadas. Y si los jóvenes parecen desinteresados —prosiguió la prudente hermana del doctor— es porque generalmente se casan a los veinticinco, la edad de la inocencia y la sinceridad, antes de la edad del cálculo. Si aguardasen un poco más, Catherine tendría mejor suerte.

—¿Gracias al cálculo? ¡Muy amable! —dijo el doctor.

—Espera a que llegue un hombre inteligente de cuarenta años, y ella le encantará —continuó Mrs. Almond.

—Mr. Townsend no es tan viejo. Sus motivos pueden ser puros.

—Muy posiblemente; yo no diría lo contrario. Lavinia está segura de ello; y, como es un joven muy atractivo, bien puedes darle el beneficio de la duda.

El doctor Sloper reflexionó un momento.

—¿Cuáles son sus medios de subsistencia presentes?

—No tengo idea. Como te dije, vive con su hermana.

—¿Una viuda con cinco hijos? ¿Quieres decir que vive a costa suya?

Mrs. Almond se puso en pie y dijo con impaciencia:

—¿No te parece que sería mejor que se lo preguntaras a Mrs. Montgomery?

—Es muy probable que lo haga —repuso el doctor— ¿Dijiste que en la Segunda Avenida?

El doctor sacó del bolsillo una agenda y anotó algo.