El doctor se enteró de lo que había preguntado, dos o tres días después, cuando Morris Townsend vino a Washington Square, en compañía de su primo. Mrs. Penniman no le dijo a su hermano, durante el regreso, que había insinuado a aquel agradable joven, cuyo nombre no conocía, que ella y su sobrina tendrían mucho gusto en verle; pero quedó muy complacida, y hasta un poco halagada, cuando, un sábado por la tarde, los dos caballeros hicieron su aparición. La llegada del joven, en compañía de Arthur Townsend, la hacía aún más fácil y natural; el joven Arthur estaba a punto de entrar en la familia, y Mrs. Penniman había observado a Catherine que, como iba a casarse con Marian, era una cortesía de su parte hacer esa visita. Aquellos acontecimientos tuvieron lugar a fines de otoño, y Catherine y su tía se hallaban junto al fuego, en el salón de atrás.
Arthur Townsend comenzó a hablar con Catherine, mientras su compañero se sentaba en el sofá, al lado de Mrs. Penniman. Hasta entonces, Catherine no había sido una crítica severa; era fácil de complacer, y le gustaba hablar con los jóvenes. Pero aquella tarde el prometido de Marian le produjo un vago fastidio; Arthur permanecía sentado, con la vista fija en el fuego, frotándose las rodillas. En cuanto a Catherine ni siquiera fingía seguir la conversación; su atención estaba fija en el otro extremo de la sala; escuchaba la conversación de su tía con Mr. Townsend. De cuando en cuando, él se volvía hacia ella y le sonreía, como para indicarle que todo aquello era en su honor. Catherine hubiera querido cambiar de lugar, sentarse en un sitio desde donde pudiera verle y oírle mejor. Pero tenía miedo de parecer audaz y anhelante; además, aquello no habría sido muy amable para el novio de Marian. Se preguntaba cómo aquel otro joven habría elegido a Mrs. Penniman, cómo tenía tanto que decirle a su tía, que generalmente no disfrutaba de simpatía entre los jóvenes. No tenía celos de Mrs. Penniman pero sí envidia; y sobre todo, aquello le asombraba; pues Morris Townsend era un sujeto sobre el cual su imaginación podía actuar indefinidamente. Suprimo le estaba describiendo la casa que había tomado en vista de su unión con Marian, y las comodidades de que pensaba dotarla. Le contaba que Marian quería una casa más grande, que Mrs. Almond había recomendado una más pequeña, y que él estaba convencido de haber alquilado la casa más linda de Nueva York.
—Pero no importa —decía—, es sólo para tres o cuatro años. Después nos mudaremos. Así se vive en Nueva York, mudándose cada tres o cuatro años. Como la ciudad crece tan rápidamente, nosotros tenemos que seguir el compás. Ir hacia arriba, por donde la ciudad se ensancha. Si yo no tuviese miedo de que Marian se encontrase sola, me iría al último pico y aguardaría allí. Tendríamos que esperar diez años y luego todos vendrían. Pero a Marian le gusta tener vecinos, no quiere ser exploradora. Dice que para eso, es mejor irse a Minnesota. Yo creo que iremos avanzando poco a poco, cuando nos cansemos de una calle, nos iremos a otra. De este modo tendremos siempre una casa nueva; es una gran ventaja tener una nueva casa; así se disfruta de todos los adelantos. Todo lo inventan de nuevo cada cinco años y es tan gran cosa el tener todo lo nuevo. A mí me gusta mantenerme a la altura de los adelantos. ¿No le parece que es un buen lema para un matrimonio joven, el seguir siempre adelante? ¿Cómo se llama esa poesía… cómo la llaman? ¡Excelsior!.
Catherine sólo le concedía al joven la atención precisa para comprender que aquél no era el modo en que el joven Morris Townsend había hablado la otra noche, ni el modo en que estaba hablando entonces con su tía. Pero de repente su futuro pariente se hizo más interesante. Pareció darse cuenta de que a Catherine le afectaba la presencia de su compañero y se apresuró a explicarla.
—Mi primo me pidió que le trajese, de lo contrario yo no me habría tomado esa libertad. Al parecer, tenía grandes deseos de venir; es muy sociable. Yo le dije que antes tenía que preguntar, pero él repuso que Mrs. Penniman le había invitado. Él no se fija mucho en lo que dice cuando quiere ir a alguna parte, pero Mrs. Penniman, al parecer, lo encuentra bien.
—Tenemos gusto en verle —dijo Catherine. Quería añadir algo más, pero no sabía qué decir—. Yo no la había visto antes —dijo al cabo de un momento.
Arthur Townsend se la quedó mirando.
—Como él me dijo que la otra noche estuvo hablando con usted durante media hora.
—Eso quiero decir. Aquélla fue la primera vez.
—Oh, él ha estado ausente de Nueva York, anduvo rodando por el mundo. No conoce mucha gente aquí, pero es muy sociable y le gusta conocer a todo el mundo.
—¿A todo el mundo? —dijo Catherine.
—Bien, quiero decir a toda la gente bien. A todas las jóvenes lindas, como Mrs. Penniman. —Y Arthur Townsend lanzó una risita.
—A mi tía le es muy simpático —dijo Catherine.
—A la mayoría de la gente lo es. Es tan brillante.
—Parece un extranjero —sugirió Catherine.
—Bien, yo no he conocido nunca a un extranjero —dijo el joven Townsend, en un tono que parecía indicar que su ignorancia era optativa.
—Yo tampoco —confesó Catherine, más humildemente—. Pero dicen que generalmente son brillantes —añadió.
—La gente de esta ciudad es bastante inteligente para mí. Conozco algunos que piensan que lo son demasiado; pero no es cierto.
—Me figuro que no se puede ser demasiado inteligente —dijo Catherine, aun con humildad.
—No lo sé. Conozco a algunos que opinan que mi primo es demasiado inteligente.
Catherine escuchó aquello con extremo interés, teniendo la sensación de que si Morris Townsend tenía algún defecto, debía ser aquél. Pero no dijo nada, y al cabo de un momento preguntó:
—¿Y ahora que ha venido aquí, se va a quedar para siempre?
—Eso depende de que encuentre algo que hacer —repuso Arthur.
—¿Algo que hacer?
—Sí, algún lugar, algún negocio.
—¿No tiene ninguno? —dijo Catherine, que no había conocido a ningún joven (de su clase) que se hallase en aquella situación.
—No, está buscando; pero no encuentra —le informó el joven Arthur.
—Lo siento mucho —se permitió decir Catherine.
—A él no le importa —dijo el joven Townsend—. Lo toma con calma. Es muy especial.
Catherine pensó que debía serlo, y durante un momento meditó sobre aquella idea.
—¿Su padre no le lleva a su oficina, no le da participación en sus negocios? —preguntó finalmente.
—No tiene padre; no tiene más que una hermana. Una hermana no es gran ayuda.
A Catherine le pareció que si ella hubiese sido su hermana habría refutado aquel axioma.
—¿Y su hermana es… es agradable? —preguntó.
—No sé, creo que es muy respetable —dijo el joven Townsend. Y entonces miró al lugar donde estaba su primo y comenzó a reír—. Estamos hablando de ti —añadió.
Morris Townsend hizo una pausa en su conversación, y se le quedó mirando, sonriendo. Luego se puso en pie, disponiéndose a partir.
—En lo que se refiere a ti, no puedo decir lo mismo —le dijo al compañero de Catherine—. Pero en cuanto a miss Sloper, es un asunto muy distinto.
A Catherine, la respuesta le pareció muy ingeniosa; pero se turbó un poco, y se puso en pie. Morris Townsend permaneció parado, sonriéndole; luego extendió la mano, para despedirse. Se iba sin decirle nada; pero incluso así, se alegraba de verla.
—Cuando se vaya, le diré a Catherine lo que usted ha dicho —dijo Mrs. Penniman, riendo significativamente.
Catherine se ruborizó, pues le hizo el efecto de que se burlaban de ella. ¿Qué podía haber dicho aquel joven tan bien parecido? Él continuaba mirándola, con amabilidad y respeto.
—No he podido hablar con usted —le dijo—, y había venido para ello. Pero eso es una buena excusa para venir otra vez; un buen pretexto… si es que tengo que dar alguno. No tengo miedo de lo que diga su tía, cuando yo me vaya.
Después de esto, los dos jóvenes se despidieron; luego Catherine, aún ruborizada, dirigió a su tía una mirada de interrogación. Era incapaz de artificios elaborados, y no quiso recurrir a ningún expediente para saber lo que deseaba.
—¿Qué ibas a decir? —preguntó.
Mrs. Penniman se acercó a ella, sonriendo y con la cabeza un poco inclinada, la miró de arriba abajo y le dio un tironcito de la cinta que llevaba al cuello.
—¡Es un gran secreto, querida niña; pero ese joven te corteja!
Catherine estaba seria.
—¿Te lo ha dicho así?
—No. Así exactamente, no; pero me lo ha dejado adivinar. Yo sé adivinar muy bien.
—¿Quieres decir que has adivinado que me corteja?
—Desde luego, no a mí; aunque debo declarar que ha estado conmigo más cortés de lo que suelen estarlo los jóvenes con las personas que han pasado ya de la juventud. Él piensa en otra persona. —Y Mrs. Penniman besó delicadamente a su sobrina—. Tienes que ser muy amable con él.
Catherine se la quedó mirando.
—No te entiendo —dijo—; ese joven no me conoce.
—Sí, más de lo que te figuras. Yo le he hablado mucho acerca de ti.
—¡Tía Lavinia! —exclamó Catherine, como si aquello fuese un abuso de confianza—. Es un desconocido… nosotros no le conocemos. —Había una modestia infinita en aquel «nosotros».
La tía Penniman no lo advirtió, y prosiguió con un dejo de acritud:
—Mi querida Catherine, sabes muy bien que tú lo admiras.
—¡Tía Lavinia! —murmuró nuevamente Catherine. Le parecía bien que ella lo admirase, pero no que se hablase de ello. Pero que aquel brillante desconocido, aquella brusca aparición, que apenas conocía el sonido de su voz, se interesase por ella del modo que su tía había insinuado, eso sólo podía ser fruto de la mente inquieta de Mrs. Penniman, conocida por todo el mundo como mujer de poderosa imaginación.