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Mrs. Penniman, con más hebillas y abalorios que nunca, fue, claro está, a la fiesta, acompañada de su sobrina; el doctor había prometido aparecer por allí a última hora.

Se iba a bailar mucho, y apenas el baile había comenzado, Marian Almond se acercó a Catherine en compañía de un joven alto. Le presentó diciendo que tenía gran interés en conocer a nuestra heroína, y como primo de Arthur Townsend, su futuro marido. Marian Almond era una linda muchacha de diecisiete años, de cuerpo menudo, adornado con una banda ancha, a cuya elegancia de modales el matrimonio no tenía nada que añadir. Poseía ya el aire de una anfitriona que recibe a sus invitados, abanicándose y diciendo que no tenía tiempo de bailar, pues debía atender a sus amigos. Habló largo rato acerca del primo de Mr. Townsend, al cual dio un golpecito con el abanico, antes de retirarse. Catherine no entendió todo lo que dijo; tenía su atención puesta en los ademanes graciosos de Marian, y en el aspecto del joven, notablemente bien parecido. Sin embargo, logró, cosa que otras veces no hacía, recordar el nombre de la persona presentada, que era el mismo que el del prometido de Marian. A Catherine le turbaban siempre las presentaciones; las consideraba un momento difícil, y se asombraba de que algunas personas —entre ellas aquel joven— las tomasen tan a la ligera. Se preguntaba qué debía decir y cuáles serían las consecuencias de su silencio. Por el presente, las consecuencias eran muy agradables. Míster Townsend no le dio tiempo para turbarse, y sonriendo, comenzó a hablarle como si la conociese desde hace mucho tiempo.

—¡Qué fiesta más deliciosa! ¡Qué casa tan bonita! ¡Que familia tan interesante! ¡Qué muchacha tan linda es su prima!

Mr. Townsend ofreció aquellas observaciones de escasa profundidad, como contribución a la nueva amistad. Miró a los ojos de Catherine. Ella no contestó nada; le escuchaba y le miraba; y él, como si no esperase respuesta en particular, pasaba a hablar de otros temas del mismo modo natural. Catherine, aunque no podía hablar, no se sentía turbada; le parecía adecuado que hablase él y ella le escuchase y le mirase. Esto era natural, ya que el joven era tan bien parecido. La música había estado callada durante en tiempo, pero de repente comenzó de nuevo, y entonces él le preguntó, acentuando su sonrisa, si le haría el honor de bailar con él. Pero incluso aquella pregunta no la contestó Catherine de modo audible; dejó simplemente que el joven le pasase el brazo por la cintura —y mientras lo hacía, recordó con mayor intensidad que otras veces, que aquél era un lugar singular para que un caballero colocase el brazo—, y al momento siguiente, él la guiaba a través del salón, siguiendo las armoniosas vueltas de una polca. Cuando descansaron, Catherine comprendió que estaba roja; y entonces, durante un momento, dejó de mirarle. Él le preguntó si quería bailar más, y ella vaciló, sin dejar de mirar las flores del abanico.

—¿Se marea? —le preguntó él, amablemente.

Entonces Catherine levantó los ojos y le miró; indudablemente era muy bien parecido, y no estaba nada rojo.

—Sí, estoy un poco mareada —le contestó ella.

—En tal caso —dijo Mr. Townsend—, nos sentaremos para hablar. Yo buscaré un lugar bueno.

Halló un buen lugar, un lugar encantador: un sofá pequeño, donde sólo cabían dos personas. Por entonces los salones estaban llenos; el número de los bailarines crecía, y la gente se hallaba de espaldas a ellos, de manera que Catherine y su compañero permanecían apartados y sin que nadie los observase. «Hablaremos», había dicho el joven, pero él fue el único que habló. Catherine, reclinada en su asiento, sonreía mirando al joven y lo encontraba muy ingenioso. Tenía unos rasgos como los jóvenes de los cuadros; Catherine no había visto nunca aquellos rasgos —tan delicados, tan perfectos— entre los jóvenes que veía en las calles de Nueva York que encontraba en los bailes. Era alto y esbelto, pero tenía un aspecto extraordinariamente fuerte. A Catherine le hacía el efecto de una estatua. Pero una estatua no habría hablado así, y, sobre todo, no habría tenido los ojos de un color tan precioso. El joven no había estado antes en casa de mistres Almond; se sentía como un extraño; Catherine había sido muy amable, compadeciéndose de él. Era primo de Arthur Townsend —primo tercero o cuarto— y Arthur le había traído para presentarle a su familia. En realidad, se sentía como un extraño en Nueva York, a pesar de que había nacido allí, pero había vivido muy poco tiempo en la ciudad. Había recorrido el mundo y residido en rincones raros; había llegado hacía un mes o dos. Nueva York era muy agradable, pero él se sentía solo.

—La gente se olvida de uno —dijo sonriendo a Catherine, mientras se inclinaba hacia ella, apoyando los codos sobre las rodillas.

A Catherine le parecía que nadie que le hubiese visto una vez podría olvidarle; pero se guardó aquella reflexión para sí, como quien guarda algo precioso.

Estuvieron sentados largo tiempo. El joven era muy divertido. Le hizo preguntas acerca de las gentes que había cerca de ellos; trató de adivinar quiénes eran, e hizo los equívocos más chistosos. Los criticó libremente, y con despreocupación. Catherine no conocía a nadie —especialmente a ningún joven— que hablase de aquel modo. Así hablaría un joven en una novela; o mejor aún, en el teatro junto a las candilejas, cuando todos los ojos están fijos en él, y uno se pregunta cuál será su estado de espíritu. Y sin embargo, Mr. Townsend no parecía un cómico; parecía muy sincero, muy natural. Aquello era muy interesante; pero en medio de ello, Marian Almond se abrió paso entre la multitud, lanzando un grito irónico, al hallar junta aún a la pareja, que hizo que todos se volviesen y le costó un sofocón a Catherine. Marian interrumpió la charla y le dijo a Mr. Townsend —al cual trataba como si estuviese casada ya, y él fuese primo suyo— que fuera adonde estaba su madre, que quería presentarlo a Mr. Almond.

—Nos veremos de nuevo —dijo el joven al despedirse de Catherine, y ella consideró originales aquellas palabras.

Su prima la tomó del brazo y la hizo pasear.

—No necesito preguntarte lo que piensas de Morris —exclamó la joven.

—¿Se llama así?

—Yo no te pregunto lo que piensas de su nombre, sino lo que piensas de él —dijo Marian.

—Oh, nada de particular —repuso Catherine, disimulando por primera vez.

—¡Me dan ganas de decírselo! —exclamó Marian—. Le vendrá bien; es terriblemente presumido.

—¿Presumido? —preguntó Catherine, abriendo mucho los ojos.

—Eso dice Arthur, y él le conoce.

—¡No, no se lo digas! —rogó Catherine.

—¡Que no le diga que es un presumido!, ¡se lo dije una docena de veces!

Ante aquella confesión de audacia, Catherine miró con asombro a su compañera. Pero se figuró que Marian tenía aquel aplomo porque iba a casarse; luego se preguntó si cuando ella se comprometiese iba a ser capaz de tales hazañas.

Media hora después vio a su tía Penniman, sentada junto a una ventana, con la cabeza inclinada sobre un hombro y los lentes de oro, junto a los ojos que recorrían el salón. Frente a ella se hallaba un joven, un poco inclinado y con la espalda vuelta hacia Catherine. Ésta reconoció inmediatamente aquella espalda, aunque no la había visto nunca; pues cuando el joven se separó de ella, a instigación de Marian, se había retirado en el mejor orden, sin volverse. Morris Townsend —aquel nombre le era ya familiar, como si alguien se lo hubiese estado repitiendo durante la última media hora— en ese momento estaba comunicando a su tía sus impresiones acerca de los invitados, como antes había estado haciendo con ella; estaba diciendo cosas ingeniosas, y Mrs. Penniman sonreía con aire de aprobación. En cuanto Catherine se hubo dado cuenta de esto, se marchó; no quería que él diese media vuelta y la viese. Pero aquello la complacía. Que él hablase con Mrs. Penniman, con quien ella vivía y conversaba diariamente; aquello parecía acercarlo más a ella, y hacer más fácil su contemplación, que si hubiese sido Catherine el objeto de sus amabilidades; y que la tía Lavinia pareciese complacida en vez de escandalizada, también le parecía a la joven una ventaja personal; pues la tía Lavinia era muy exigente en sus apreciaciones, recordando a su difunto marido, al cual consideraba un verdadero genio de la conversación. Uno de los Almond invitó a Catherine a bailar una cuadrilla, y durante un cuarto de hora, al menos, sus pies estuvieran ocupados. Aquella vez no sintió vértigo; tenía la cabeza muy fría. Pero, en el momento en que el bable acababa se vio frente a frente con su padre. El doctor Sloper sonreía habitualmente, y con la sonrisa de costumbre miró el vestido rojo de su hija.

—¿Es posible que esa magnífica persona sea mi hija? —preguntó.

Se habría sorprendido si se lo hubiese dicho alguien; pero es un hecho que el doctor nunca se dirigía a su hija, como no fuese irónicamente. Pero fuera como fuese, el que se dirigiese a ella le producía siempre placer. Pero ella tenía que extraerlo del total. Había otras porciones, ironías que no sabía interpretar y que consideraba demasiado sutiles para ella; y, sin embargo, Catherine, lamentando las limitaciones de su entendimiento, sentía que eran demasiado valiosas para ser desperdiciadas, y creía que aunque pasasen sobre su cabeza, contribuían a la suma total de la sabiduría humana:

—No soy magnífica —dijo con suavidad, lamentando haberse puesto aquel vestido.

—Tienes un aspecto suntuoso, opulento —repuso su padre—. Haces un efecto de tener una renta anual de ochenta mil dólares.

—Bien, mientras no los tenga… —dijo ilógicamente Catherine. El concepto de su futura fortuna era para ella muy indefinido aún.

—Pues si no los tienes, no debes aparentarlos. ¿Te has divertido?

Catherine vaciló un momento y luego añadió, apartando la vista:

—Estoy muy cansada.

Antes he dicho que aquella fiesta era el comienzo de algo muy importante para Catherine. Par segunda vez en su vida respondía con evasivas; y el comienzo de un período de disimulo es siempre una fecha significativa. Catherine no se cansaba tan fácilmente.

Sin embargo, cuando se dirigieron a casa en su coche, el silencio de la joven parecía producto del cansancio. El doctor Sloper se dirigió a su hermana Lavinia, con un tono muy semejante al que había empleado para dirigirse a su hija.

—¿Quién era ese joven que les estaba haciendo el amor? —le preguntó.

—¡Mi buen hermano! —exclamó ella, escandalizada.

—Parecía extraordinariamente cariñoso. Le estuve mirando durante media hora, y tenía un aire de gran devoción.

—Su devoción no era para mí —dijo Mrs. Penniman—. Era para Catherine; me hablaba de ella.

Catherine había estado escuchando atentamente.

—¡Oh, tía Penniman! —exclamó.

—¿Entonces está enamorado de esta criatura de aspecto real? —preguntó el doctor humorísticamente.

—¡Papá! —murmuró Catherine, agradecida de que el coche estuviese a oscuras.

—Eso no lo sé; pero admiraba su vestido.

Catherine se dijo: «¿Sólo mi vestido?» La declaración de Mrs. Penniman le chocó por su esplendidez, no por su mezquindad.

—Ves —le dijo su padre—, cree que tienes ochenta mil dólares anuales.

—Yo no creo eso —dijo Mrs. Penniman—; es demasiado refinado para ello.

—¡Tiene que serlo mucho entonces!

—¡Pero lo es! —exclamó Catherine, antes de que se diese cuenta.

—Yo creía que te habías dormido —repuso su padre, «Ha llegado la hora —añadió para sí— de que Lavinia se encargue de buscarle un idilio a Catherine. Es una vergüenza gastarle esas bromas a la muchacha».

—¿Cómo se llama ese joven? —prosiguió en alta voz.

—No me fijé bien en el nombre y no quise preguntárselo. Él fue quien pidió ser presentado a mí —dijo Mrs. Penniman con una cierta grandeza—; pero ya sabes lo poco claro que habla Jefferson (Jefferson era Mr. Almond). ¿Cómo se llama ese joven, Catherine?

Durante un minuto, el silencio sólo quedó interrumpido por el rodar del coche.

—No lo sé, tía Lavinia —dijo Catherine en voz baja. Y, a pesar de todas sus ironías, su padre le creyó.