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Cuando la niña cumplió diez años, el doctor invitó a su hermana, Mrs. Penniman, a que viniese a vivir con él. El doctor tenía dos hermanas, que se habían casado muy pronto. La más joven, llamada Mrs. Almond, era esposa de un próspero comerciante y madre de una lozana familia. Ella era también una mujer lozana y razonable, favorita de su brillante hermano, que en materia de mujeres, aun cuando fuesen de su familia, era hombre de definidas preferencias. El médico la prefería a su hermana Lavinia, que se había casado con un pobre sacerdote, de constitución enfermiza y florida elocuencia, que a la edad de treinta y tres años la había dejado viuda —sin hijos ni fortuna—, únicamente con el recuerdo de los discursos de Mr. Penniman, cuyo vago aroma impregnaba la conversación de ella. A pesar de esto, el médico le ofreció su casa, y Lavinia aceptó con la alegría de la mujer que ha pasado diez años de su vida matrimonial en la ciudad de Poughkeepsie. El doctor no le había propuesto que fuese a vivir allí indefinidamente; le sugirió que viviese en su casa mientras encontraba un lugar donde vivir. Es dudoso que Mrs. Penniman buscase casa, pero es indudable que no la encontró. Se instaló en casa de su hermano y no volvió a salir de ella, y cuando Catherine cumplía los veinte años, su tía Lavinia era uno de los más notables aspectos de su entourage. Mrs. Penniman decía que había venido para encargarse de la educación de su sobrina. Al menos había dado esta versión a todo el mundo menos al doctor, que nunca pedía explicaciones que podía inventar cualquier día. Además, Mrs. Penniman, aunque poseía una gran cantidad de seguridad artificiosa, evitaba, por indefinibles razones, el presentarse ante su hermano como una fuente de instrucción. No tenía un acusado sentido del humor, pero sí el suficiente para impedir que cometiese tal error; y por su parte, su hermano poseía lo bastante para excusar el que viviese a costa suya durante una considerable parte de tiempo. Por lo cual asentía tácitamente a la declaración de Mrs. Penniman de que la pobre huérfana tenía que tener junto a ella una mujer brillante. El asentimiento era sólo tácito, pues el médico no había quedado nunca deslumbrado por el brillo intelectual de su hermana. Exceptuando cuando se enamoró de Catherine Harrington, jamás le habían deslumbrado las características femeninas; y aunque era lo que se llama un médico de señoras, no tenía una gran opinión del complicado sexo. Consideraba sus complicaciones más curiosas que edificantes, y tenía una idea de la belleza de la razón, que, en su mayoría, había recibido escasa recompensa por lo observado en sus pacientes del género femenino. Su esposa había sido una mujer razonable, pero era una brillante excepción; entre varias de sus seguridades, ésta era, quizás, la principal. Claro que tal convicción no servía para mitigar ni abreviar su viudez, y ponía un límite a su reconocimiento de las posibilidades de Catherine, y de los oficios de Mrs. Penniman. Sin embargo, al cabo de seis meses aceptó la permanencia de su hermana como un hecho consumado, y al crecer Catherine, comprendió que era conveniente que tuviese una compañera de su imperfecto sexo. El médico era extremadamente cortés con Lavinia; escrupulosa y formalmente cortés; y ella no le había visto encolerizado más que una vez en la vida, cuando perdió los estribos, durante una discusión teológica con su difunto esposo. Con ella no discutía de teología, en realidad no discutía de nada; se contentaba con hacer conocer, en forma de lúcido ultimátum, sus deseos con respecto a Catherine.

Una vez, cuando la niña tenía doce años, le dijo:

—Trata de hacer de ella una mujer inteligente, Lavinia. A mí me gustaría que fuese una mujer inteligente.

Al oír aquello, Mrs. Penniman quedó un momento pensativa.

—Mi querido Austin —dijo luego—. ¿Tú crees que es mejor ser inteligente que ser buena?

—Buena, ¿para qué? —preguntó el médico—. Cuando no se es inteligente, no se es buena para nada.

Mrs. Penniman no halló razones que oponer a aquello; posiblemente reflexionó que su gran utilidad residía en su aptitud para muchas cosas.

—Claro que quiero que Catherine sea buena —dijo el doctor al día siguiente—, pero el ser tonta no va a hacerla más virtuosa. Yo no temo que sea mala; en ella no hay malicia. Es«buena como el pan», pero dentro de seis años yo no quiero que la comparen con un pan con mantequilla.

—¿Tienes miedo de que sea insípida? ¡Querido hermano, no temas, yo seré la que proporcione la mantequilla! —dijo Mrs. Penniman, que había tomado a su cargo las «habilidades» de la niña, vigilándola cuando estudiaba piano, para el que Catherine había demostrado un cierto talento, y acompañándola a las clases de baile, donde, preciso es confesarlo, hacía una figura muy modesta.

Mrs. Penniman era una mujer alta, delgada, rubia y bastante descolorida; de disposición amable, poseedora de un alto grado de nobleza, amante de la alta literatura y de carácter tortuoso y oblicuo. Era romántica y sentimental; tenía una pasión por los pequeños misterios y secretos; una pasión bien inocente, pues hasta entonces sus secretos habían sido tan poco prácticos como los huevos hueros. No era del todo veraz; pero aquel defecto no tenía gran trascendencia, pues nunca tuvo nada que ocultar. Le hubiera gustado tener un amante y mantener correspondencia con él, usando un nombre supuesto y dejando las cartas en un lugar determinado. Debo decir que su imaginación no la llevó nunca más allá. Mrs. Penniman no había tenido ningún amante, pero su hermano, que era muy sagaz, comprendía bien su estado de espíritu. «Cuando Catherine tenga diecisiete años —se decía— Lavinia la convencerá de que un joven de bigote anda enamorado de ella. No será cierto; ningún joven, con bigote o sin él, se enamorará de Catherine. Pero Lavinia tomará el asunto a cargo de ella y le hablará a Catherine; quizás, si no se deja llevar por su amor a las operaciones clandestinas, me hablará a mí. Catherine no le hará caso. Afortunadamente para la paz de su espíritu, la pobre Catherine no es romántica».

Catherine era una niña sana y fuerte, en la cual no había ningún rasgo de la belleza de su madre. No era fea; tenía un rostro vulgar, amable y falto de interés. Lo más que se podía decir de ella, era que tenía un rostro «agradable»; y aún siendo una heredera, nadie la concebía como reina de sociedad. La opinión de su padre acerca de su pureza moral se hallaba ampliamente justificada; Catherine era de una bondad excelente e imperturbable; era cariñosa, dócil, obediente y veraz. De niña fue muy traviesa, y aunque esta confesión no cuadra bien a una heroína, bastante glotona. Que yo sepa, jamás robó pasas de la despensa; pero todo su dinero lo empleaba en comprar pasteles de crema. Respecto a esto, la actitud crítica resulta inadecuada en las referencias francas a las primitivos anales de cualquier biógrafo. Decididamente, Catherine no era inteligente; no se distinguía con los libros; en realidad, no se distinguía en nada. Su deficiencia no era anormal, y había logrado aprender lo suficiente para quedar bien en las conversaciones con sus contemporáneos, entre los cuales, preciso es declararlo, ocupaba un lugar secundario. Es bien sabido que en Nueva York una joven puede ocupar un papel principal. Catherine, que era extremadamente modesta, no tenía deseos de brillar, y en la mayoría de los llamados acontecimientos sociales, se la encontraba en segundo término. Quería mucho a su padre y tenía gran miedo de él; creía que era el hombre más inteligente, más apuesto y más celebrado. La pobre muchacha hallaba tal compensación en aquel afecto, que el temor que se mezclaba a su pasión filial, le daba un nuevo sabor, en vez de disminuirla. El mayor deseo de Catherine era complacer a su padre, y su concepto de la felicidad, saber que lo había logrado. Pero no lo consiguió nunca más que hasta cierto punto. Aunque generalmente su padre era muy cariñoso con ella, Catherine se daba perfecta cuenta de aquello, y traspasar aquel punto era uno de las objetivos de su vida. Claro que ella no podía saber la decepción que había causado a su padre, aunque el doctor, en tres a cuatro ocasiones, había aludido claramente a ella. La joven crecía bien y en paz; pero, a los dieciocho años, Mrs. Penniman no había hecho de ella una mujer inteligente. Al doctor Sloper le hubiera gustado estar orgulloso de su hija, pero en la pobre Catherine no había nada para estar orgulloso. Cierto que tampoco había nada de qué avergonzarse; pero aquello no era suficiente para el doctor, que era orgulloso y le hubiera gustado considerar a su hija como una muchacha fuera de lo corriente. Era natural que fuese linda, graciosa, inteligente y distinguida —pues su madre había sido la mujer más encantadora de su breve tiempo—, y en cuanto al padre, el doctor conocía su propio valor. Tenía momentos de irritación, de haber producido una criatura vulgar, en los cuales llegaba a alegrarse de que su esposa no hubiera vivido lo bastante para enterarse de ello. El mismo tardó mucho en hacer el descubrimiento, y hasta que Catherine no llegó a la edad adulta, el doctor no consideró el caso como irremediable. Le dio el beneficio de muchas dudas; no se apresuró a sacar conclusiones. Mrs. Penniman frecuentemente le aseguraba que su hija tenía una naturaleza deliciosa; pero el médico sabía muy bien cómo interpretar aquella declaración. Para él significaba que su hija carecía del sentido suficiente para comprender que su tía era una necia —limitación de criterio que no podía menos de serle agradable a Mrs. Penniman. Sin embargo, tanto el médico como su hermana exageraban las limitaciones de la joven, pues Catherine, aunque quería mucho a su tía y estaba consciente de la gratitud que le debía, la miraba sin la partícula de suave temor que ponía el sello a la admiración que sentía por su padre. Para ella, Mrs. Penniman no tenía nada de extraordinario; lo había visto en seguida, la aparición de su tía no la había deslumbrado; mientras que las grandes facultades de su padre parecían, al extenderse, perderse en una especie de luminosa vaguedad, lo cual indicaba, no que se hubieran detenido, sino que la mente de Catherine no podía seguirlas.

No debe suponerse que el doctor Sloper hizo pagar a su hija aquella decepción, ni siquiera que la dejase sospechar que le había jugado una mala partida. Por el contrario, su miedo de ser injusto con ella le hacía cumplir celosamente sus deberes y reconocer que su hija era buena y cariñosa. Además, era un filósofo; fumó muchos cigarrillos para consolarse de su decepción, y al final se acostumbró a ella. Se contentaba diciendo que él no había esperado nada. «No espero nada —se decía—; de modo que si me da una sorpresa, todo marchará bien. Y si no me la da, no habrá pérdida». Aquello era cuando Catherine había cumplido los dieciocho años; por lo tanto, se verá que su padre no había sido precipitado. Por aquella época parecía imposibie que Catherine diese una sorpresa; más aún, parecía imposible que la recibiese, tan callada e impasible era. La gente que se expresaba libremente, la llamaba estólida. Pero la impasibilidad de Catherine se debía a su extraordinaria timidez. Aquello no era siempre comprendido, y a veces producía una impresión de insensibilidad. En realidad, Catherine era la criatura más tierna del mundo.