Un año después
En la lujosa oficina de Bobbie Enterprises situada en el centro de Auckland, Audrey se apartó del ordenador para llamar a voces a su marido.
—¡Greg, corre!
El aludido apareció al instante.
—¿Qué pasa, cariño?
—Mi hermano, eso es lo que pasa. Ese hermano tan inmoral y amoral que tengo. ¡Mira!
Greg miró hacia el monitor. Audrey estaba leyendo un artículo escaneado de un periódico que Spencer le había enviado adjunto a un mensaje de correo electrónico. El asunto era largo: «La historia familiar continúa. ¡Leed y llorad, hermanitas!»
El artículo era del periódico local de Castlemaine. Una fotografía a todo color de Hope y Spencer posando delante de Templeton Hall ocupaba la mayor parte de la página. «La tradición deja paso al tratamiento», rezaba el titular. El artículo anunciaba la apertura de una nueva y lujosa clínica de desintoxicación para alcohólicos y drogadictos en la que fuera la residencia familiar de los encargados del centro, Hope Endersley, y su sobrino, Spencer Templeton. Ambos terapeutas profesionales que también habían superado sus diversas adicciones, afirmaba el periodista, que citaba a la señora Endersley:
Nuestro periplo por el oscuro mundo de la adicción no solo garantiza una gran empatía con nuestros clientes, sino también la seguridad de predicar con el ejemplo. Nuestro método se llama AFH, Abstinencia a través de la Fuerza y el Humor. Cuando se cae en las garras de la adicción, a veces se tiene la impresión de que no hay salida. Pero nosotros estamos aquí para enseñarles a nuestros clientes el camino hacia una vida mejor, una nueva vida que podrán vivir con elegancia e integridad.
—¡Integridad! —exclamó Audrey—. ¡Menudo par de mentirosos! Spencer jamás ha sido adicto a nada, a menos que hablemos de su ego. Y él mismo me dijo que la única formación que tiene es un cursillo online sobre cómo dejar de fumar. Mi madre me ha dicho que está segura de que Hope ha vuelto a beber, y en cuanto a que Templeton Hall fuera la residencia familiar, ahora sabemos que la historia que nos une a esa casa es la misma que… no sé, la misma que la une a Bobbie. Y la gente se lo cree, ¿no es de locos? Mi madre me ha dicho que ya tienen cubiertas las plazas para los tres primeros grupos. Es escandaloso, ¿no te parece? —Miró a su marido—. ¿Greg? ¿No crees que es escandaloso?
Greg tosió. Su marido solo tosía cuando se sentía culpable por algo. A Audrey no le gustó ni un pelo esa tos.
—¿Qué? Dime. ¿Qué pasa?
—A ver, cariño, todavía no he tomado una decisión. Y puedo tomarme más tiempo para meditarlo. Me dijo que me tomara todo el tiempo que fuera necesario, que tanto Spencer como ella han apostado por que sea un proyecto a largo plazo.
Audrey se limitó a mirarlo en silencio.
—¿Que te tomaras todo el tiempo que fuera necesario para qué?
—Para decidir si acepto o no su oferta. Audrey, Hope se ha puesto en contacto conmigo. Para hacerme una propuesta. Una propuesta muy interesante, la verdad.
—¿Y no me lo has contado? —Audrey fue subiendo la voz—. ¿Qué es? ¿Qué quiere? Le habrás dicho que no, ¿verdad?
—Todavía no sé qué voy a decirle. He decidido meditarlo a fondo, analizar la propuesta y después discutirlo contigo.
—Es sobre Bobbie, ¿a que sí? Quiere quedarse con el nombre, ¿verdad? ¿También quiere atraer niños a sus clínicas? ¡Greg, no podemos permitírselo! Siempre he odiado Templeton Hall. Solo tengo malos recuerdos de aquella época. ¡No quiero ver esa casa ni en pintura!
Otra tos.
—En realidad, la propuesta solo me incluye a mí. Audrey, sabes que quiero a Bobbie tanto como tú. Pero esa es tu profesión, no la mía. Echo de menos las horas de terapia, la relación con los pacientes, la satisfacción de ayudar a otro ser humano a recuperarse. Tal y como Hope me recordó, ese es mi don. Y sería por temporadas concretas. Hope me dijo que mis estancias serían durante varias semanas. Sus tratamientos son de tres meses de duración e incluyen terapias intermitentes con todo tipo de expertos. Y el sueldo es muy bueno. Buenísimo. Audrey, cariño, no llores, por favor. Audrey, por favor…
Charlotte estaba en su oficina de Chicago, trabajando hasta tarde. Después de leer el mensaje de correo de Spencer, se pasó un buen rato riendo de buena gana. En todo caso, admiraba el morro que tenían esos dos. A fin de cuentas, ¿quién podía demostrar o refutar que Spencer había sido un adicto si eso era lo que él afirmaba? En cuanto a Hope, fueran las que fuesen sus credenciales profesionales, dominaba la verborrea del oficio, según ella misma había comprobado durante la última y desagradable conversación telefónica que tuvieron hacía ya un año. Si los tontos y la gente con problemas estaban dispuestos a gastarse miles de dólares para encerrarse en una casa ruinosa situada en Australia en medio de la nada a fin de curarse de su adicción a las drogas, a la bebida o a lo que fuera, ¿quién era ella para decir si lo que hacían estaba bien o mal?
Volvió a reírse al examinar con atención la fotografía. Ambos estaban en los escalones de entrada a Templeton Hall. Bueno, ya no podía seguir llamándolo así, ¿verdad? Aunque tampoco iba a usar el nuevo nombre. Aumentó el tamaño la foto mientras meneaba la cabeza. Era evidente que Spencer estaba conteniendo la risa y si no andaba muy equivocada, Hope parecía estar pellizcándolo mientras trataba de mantener la expresión empática y autoritaria. En su opinión, parecía una estreñida.
En la parte inferior del artículo, estaba la dirección de la página web de la Clínica Hope. Charlotte no pudo resistirse a echar un vistazo. Silbó cuando vio la página en la pantalla. Impresionante, bien redactado, reconfortante, profesional… Siguió el enlace donde se especificaban los precios de los distintos tratamientos y volvió a silbar. También era muy caro. Al parecer, era fácil separar a un tonto adicto de su dinero. Había un sinfín de tratamientos disponibles: para la adicción a las drogas; para la adicción al alcohol; para la adicción al sexo; para la adicción al juego; para la adicción a las relaciones problemáticas… A medida que Charlotte leía, comprendió que jamás había oído hablar de la mitad de las adicciones que se mencionaban. ¿Tan protegida había estado durante toda su vida?
¿Se le habría ocurrido a Hope ofrecer tratamiento para la adicción a la comida? Charlotte se lo preguntó mientras cogía otra galleta de la enorme lata que tenía al lado. La última vez que fue de tiendas se sorprendió al comprobar que había aumentado de talla otra vez. Ya no tenía una XL, sino una XXL. Y además, se había dado cuenta de otra cosa. Su negocio iba tan bien bajo el experto mando de la escuálida Dana que podía ir pensando en tomarse unas largas vacaciones. Hasta el señor Giles le había comentado que un tiempo de descanso le iría bien. Se lo había repetido varias veces desde que decidió jubilarse de forma anticipada. Era un hombre nuevo y casi siempre la llamaba desde el yate.
—Tanto trabajo y tan poca diversión te convertirán en una amargada, Charlotte —le dijo con alegría la última vez que hablaron.
Ethan y ella habían llegado a la conclusión de que posiblemente estuviera sufriendo una crisis de la mediana edad. Sin embargo, tal vez hubiera algo de cierto en sus palabras. Tal vez había llegado el momento de hacer una pausa. En Australia, quizá. De tomarse un descanso de… unos tres meses. Un descanso al otro lado del mundo.
Charlotte esbozó una sonrisa. En realidad sería muy divertido comprobar en persona los métodos de Hope y de Spencer. Sería divertidísimo volver a Templeton Hall, no, a la Clínica Hope, después de tantos años. Apenas recordaba cómo era la mansión, la verdad, y no se había sorprendido en absoluto cuando su padre la llamó para contarle que la historia de la herencia había sido un cuento chino. ¿Se lo habría creído alguien? ¿Todos esos ridículos cuentos sobre sus antepasados durante la época de la fiebre del oro? Si sus antepasados masculinos se parecían aunque fuera un poco a los Templeton contemporáneos, más concretamente a su padre y a Spencer, la idea de que se dedicaran a algo que implicara un trabajo arduo estaba descartada por completo.
En cuanto a que Spencer fuera terapeuta… se lo imaginaba intentando mantener la seriedad, intentando fingir que le interesaba más otro ser humano que él mismo. ¿Y Hope? Si lo que su madre había dicho era cierto, Hope había vuelto a empinar el codo y no tardaría mucho en necesitar terapia. El lugar se convertiría en un circo. Charlotte se imaginaba las caras que pondrían cuando ella apareciera de repente, después de contratar los servicios de la clínica con un nombre falso…
No podía parar de reír mientras buscaba la sección de Preguntas Frecuentes.
—Señora Templeton, nos alegra muchísimo que esté dispuesta a trabajar con nosotros en la actualización de su libro original. Como estoy seguro de que sabrá, la educación en casa ha vuelto a resurgir como alternativa al sistema educativo tradicional y…
—Señor Drayson…
—Por favor, llámeme Timothy.
—Gracias, Timothy. Yo soy Eleanor. En realidad, soy Eleanor Endersley. Templeton era mi apellido de casada. Me divorcié hace cuatro meses.
—Por supuesto, Eleanor. ¿Puedo suponer sin temor a equivocarme que prefieres un cambio de nombre en la nueva cubierta del libro? Espero que te haya gustado nuestra propuesta para dicha cubierta.
—Gracias, Timothy, me gustaría que se cambiara el nombre, sí. En cuanto a la cubierta, sí, me gusta mucho. Me halagas al considerarme una experta en educación en casa mundialmente reconocida, pero… ¿a qué mujer le desagrada un halago?
—Señora… lo siento, Eleanor. Estoy seguro de que se pasa el día recibiendo halagos.
Eleanor sonrió mientras cogía la planificación que Timothy Drayson le había enviado una semana antes. Llegó acompañada por una impresionante carta en la que se presentaba como el nuevo director administrativo de la pequeña editorial con la que publicó su libro hacía ya tantos años. En la carta, Timothy aseguraba haber repasado el catálogo de títulos de la editorial y haberse sorprendido al comprobar que su libro llevaba diez años descatalogado precisamente en un momento en el que aumentaban los casos de padres que elegían la educación en casa. De modo que le preguntaba si podía hacer un hueco en su apretada agenda de trabajo para ir a las oficinas, conocer al nuevo equipo y discutir los emocionantes planes de futuro que tenían no solo para su libro, sino también para la empresa. Cuando Eleanor accedió, Timothy se ofreció a enviarle un coche para recogerla.
Llevaba una hora en las pequeñas pero elegantes oficinas de la editorial, emplazadas en Haymarket. Había sido una mañana de sorpresas en muchos sentidos. Los planes de Timothy para su libro eran ciertamente muy emocionantes. Él también la había sorprendido. Porque esperaba encontrarse con un enérgico treintañero dispuesto a abrir ventanas para que entrara aire fresco. Y sí, era enérgico, eso estaba claro, pero no había tanta diferencia de edad entre ellos. No era guapo en absoluto. Y también era bajo. Pero tenía una mirada vital e inteligente, una voz preciosa y le gustaban sus ideas.
Eleanor cogió la cubierta propuesta para la reedición de su libro, al que había acordado añadir una nueva sección, una actualización que incluiría las pruebas de acceso para la universidad y donde se debatirían los argumentos a favor y en contra de la educación en casa.
Sonrió y dijo:
—Me parece gracioso que la gente necesite comprar un manual para aprender a educar en casa. Acabaremos asistiendo a cursos para aprender la forma incorrecta de enseñar…
—Pues ahora que lo mencionas…
Y le explicó que durante su larga carrera como editor de libros educativos, había pasado dos años en la Universidad a Distancia. Y se preguntaba si serían bien recibidos una serie de manuales prácticos para educar en casa. Mientras hablaba, Eleanor volvió a reparar en la sonrisa tan bonita que tenía. De hecho, parecía un buen hombre. El mejor hombre que había conocido en los últimos años.
En otro momento de su vida, quizás habría sido más cauta. Quizás habría considerado más sensato esperar a que le preguntaran antes de tomar la iniciativa y arriesgarse a quedar en ridículo. Sin embargo, los años pasaban. Y le quedaba mucha vida por delante. Se dijo que esa nueva actitud no tenía nada que ver, pero nada que ver, con el hecho de haberse enterado el día anterior de que Henry volvía a casarse. Su prometida era una chica joven, muchísimo más joven que él, llamada Adele. El mismo Henry la había llamado desde San Francisco para decírselo. Y, además, la había invitado a la ceremonia. Tendría lugar en lo que él había denominado «un lugar especial para ambos». Por un espantoso instante, Eleanor creyó que había planeado celebrar la boda en Templeton Hall, creyó que Henry se refería a que ella querría volver a Templeton Hall, hasta que comprendió que estaba hablando de Adele. Un lugar especial para Adele y él. No le pidió detalles. Por ella, como si se casaban en la cárcel de Alcatraz. Le costó contenerse y decirle con voz tranquila que aunque le agradecía la invitación, y sus intentos (llevaba ya un año) por mantener una relación más cordial y cercana, no creía que fuera a aceptar.
—Ten presente que siempre serás bien recibida. Sabes que mi único objetivo era que tú también fueras feliz, ¿verdad, Eleanor?
Le dio las gracias con amabilidad y cortó la llamada en cuanto pudo. Todavía no se lo había dicho a ninguno de sus hijos. Había decidido que fuese Henry quien les comunicara las noticias.
En ese momento, volvió al presente y escuchó que Timothy Drayson estaba hablando sobre la posibilidad de ofrecer distintos cursos. Lo interrumpió.
—Timothy, ¿puedo hacerte una pregunta antes de que sigamos ahondando en el tema?
—Por supuesto.
—¿Estás casado?
Él parpadeó.
—Lo estaba. Nos divorciamos, de muto acuerdo. Tenemos dos hijos, los dos mayores.
Eleanor asintió con la cabeza.
—¿Alguna vez engañaste a tu mujer?
Timothy parpadeó de nuevo, dos veces.
—No.
—¿Me estás mintiendo?
—No, te lo aseguro.
—¿Estás saliendo con alguien ahora mismo?
—No.
—¿Te gustaría cenar conmigo mañana por la noche?
Y Timothy volvió a esbozar su sonrisa. Eleanor sintió un extraño alivio al ver que sus dientes no eran perfectos. Henry tenía unos dientes preciosos.
—Eleanor, me encantaría cenar contigo. Gracias.
Ella también sonrió.
—Muy bien. Y retomando el tema, lo siento. Estabas hablando de unos cursos, ¿no?
En Melbourne, Nina estaba haciendo todo lo posible por mantener el control de una clase llena de emocionadísimos niños de ocho años.
—Vale, a ver, escuchadme todos, por favor. Quiero que estéis muy atentos. Nuestro invitado especial está aquí, acaba de llegar, así que ¿tenéis las preguntas preparadas?
—Sí, señora Donovan —respondieron a coro todos los niños.
—¿Habéis preparado la pancarta de bienvenida?
—¡Sí, señora Donovan! —gritó el trío encargado de la pancarta.
Nina comprobó la clase por última vez. Ya no había tiempo para colocar nada, pero todo estaba genial, aunque quedara feo admitirlo. Los pupitres, las sillas y las ventanas estaban decoradas en tonos verdes y dorados con globos, serpentinas e incluso banderines hechos por los niños con el mapa de Australia, también con los colores nacionales. Los niños se habían vuelto locos de alegría cuando les contó que una famosa estrella del deporte había crecido muy cerca del colegio y que, de hecho, se había sentado en esa misma clase durante tres años antes de que su familia se mudara, aunque sus abuelos seguían viviendo en la zona. Y todavía se emocionaron más cuando les contó que su hijo Tom, que había sido lanzador y que en la actualidad era un periodista deportivo que viajaba por todo el mundo, había jugado varios partidos con él cuando eran pequeños y que seguían siendo amigos. Incluso les enseñó fotos de los dos con la equipación, y también les enseñó otras fotos de Tom cuando era pequeño, más o menos con la misma edad que ellos, junto al depósito con el que aprendió a lanzar. Sus gritos alcanzaron niveles histéricos dos semanas antes cuando les dijo que Tom la había llamado la noche anterior para decirle que esa famosa estrella del deporte se pasaría por el colegio para saludar la próxima vez que visitara a sus abuelos, siempre y cuando no hubiera prensa ni hicieran mucha ceremonia. ¿Consideraría «ceremonioso» el recibimiento?, se preguntó mientras observaba a las catorce niñas y diez niños vestidos como jugadores de críquet en miniatura, todos de blanco, con un pegote de crema protectora solar en la nariz, todos armados con bates de plástico o pelotas de críquet. Ojalá no. Comprobó por última vez los globos, las botellas con las bebidas y las galletas, todo listo para el té. De repente, le pasó una imagen por la cabeza, un recuerdo de una noche que tuvo lugar muchos años antes. La cocina de Templeton Hall decorada con globos, la mesa con sus manjares festivos. Todo para celebrar el primer éxito deportivo de Tom. Fue un alivio, un inesperado y hermoso alivio, comprender que el recuerdo la alegraba.
Se volvió hacia la puerta y vio que el director del colegio le hacía un gesto con los pulgares mientras el chico que esperaba a su lado sonreía con evidente nerviosismo. Nina se apresuró a coger la cámara para hacer todas las fotos que le había prometido no solo a Tom y Gracie, sino también a Hilary, antes de volverse hacia los niños.
—Muy bien. Vamos a invitarlo a pasar, ¿vale? Todos juntos, ¡vamos a darle una gran bienvenida a Brunswick al capitán de la selección australiana de críquet!
Las calles de Edimburgo estaban plagadas de artistas callejeros, bohemios, músicos y malabaristas. De no ser por los envoltorios de la comida rápida que se veían tirados por todos lados, cualquiera pensaría que estaban en la Edad Media, pensaba Gracie, como si hubieran retrocedido en el tiempo para aparecer en una feria medieval. Era un ambiente maravilloso: gente anunciando actuaciones cómicas; obras de teatro; lecturas de poesía; obras experimentales. Todos apremiaban al público a que se animara a ver a una futura estrella. Tom y ella habían logrado hacerse con la última mesa al aire libre que quedaba en una cafetería de la adoquinada Royal Mile y llevaban toda una hora observando la incesante procesión. Aunque hubieran querido mantener una conversación, el jaleo se lo habría impedido. Había mucho que ver y que escuchar.
Llevaban cinco días en Edimburgo. Estaban de luna de miel. Aunque todavía no les habían dicho a sus respectivas familias que se habían casado. Tampoco habían comentado lo de su compromiso de seis semanas.
Todo sucedió en Liverpool. Llevaban allí un fin de semana, descansando antes de que Tom volviera a Londres para cubrir un partido en el estadio Lord’s Cricket Ground. Mientras caminaban de la mano por una bulliciosa calle comercial en busca de un lugar donde sentarse a comer, pasaron frente a una agencia de viajes que anunciaba vacaciones en todas las capitales europeas: París, Praga, Viena, Roma… En el escaparate, había un enorme cartel con una preciosa fotografía del Coliseo al atardecer. Sus piedras tenían un cálido brillo dorado al recortarse contra el intenso rojo del cielo. Pasaron de largo, pero Tom la detuvo y tiró de ella hacia atrás para colocarse delante del cartel. Antes de que Gracie pudiera hablar, Tom hincó una rodilla en el suelo. Al principio, ella pensó que se estaba atando el cordón del zapato, hasta que allí mismo, en la abarrotada acera, la cogió de las manos, le dijo lo mucho que la quería y le pidió que se casara con él.
—Gracie, esta vez lo digo en serio. También lo decía antes, pero ahora estoy hablando muy, muy en serio.
Gracie lloraba y reía a la vez cuando le dijo que sí.
Decidieron que se lo dirían pronto a sus familias. Tan pronto como encontraran las palabras adecuadas para explicarles por qué se habían fugado a Gretna Green, en Escocia. Al principio, hablaron de organizar una boda familiar en Australia o en Inglaterra, pero no tardaron en llegar a la conclusión de que sería demasiado complicado por muchos motivos. Gracie ni siquiera estaba segura de que fuera una buena idea reunir a sus padres bajo un mismo techo, por no mencionar a Hope y Charlotte… En cuanto a Nina, aunque ambos habían recuperado, poco a poco y con mucho tiento, su relación con ella, tampoco creyeron que fuera el momento oportuno (un momento que tal vez no llegara jamás) para juntarla de nuevo con los Templeton.
Al final, resultó que su boda no pudo ser más perfecta. Ambos se pusieron su ropa preferida, no con la que cada uno se sentía cómodo, sino la ropa preferida del otro. Tom llevaba sus vaqueros y su chaquetón de estilo marinero. A Gracie siempre le había gustado. Ella llevaba su abrigo rojo. Por suerte, el día salió lo bastante frío como para llevar abrigos. Le pidieron a la pareja que regentaba el Bed & Breakfast que hicieran las veces de testigos. Accedieron de inmediato. Según les contaron, lo hacían muy a menudo. Incluso estaban pensando añadir al cartel del establecimiento: «Estamos encantados de ser los testigos de vuestra boda.» La ceremonia fue breve, muy al grano y lo único que necesitaban para oficializar sus sentimientos. Inmediatamente después, pusieron rumbo al norte y pasaron su primera noche de casados en la isla de Skye, en el mismo hotelito donde se alojaron años antes. No dijeron que era su luna de miel. No querían llamar la atención. A lo mejor organizaban una pequeña fiesta cuando volvieran a Londres, o la próxima vez que fueran a Melbourne. A lo mejor podrían organizarla en lo que ambos denominaban «La mansión antiguamente llamada Templeton Hall». Eran incapaces de llamarla Clínica Hope. O tal vez no. Al fin y al cabo, ambos se habían despedido de Templeton Hall.
Durante el año transcurrido desde su reencuentro, habían vivido como nómadas. En Australia, en Inglaterra e incluso brevemente en la India, ya que Tom tuvo que ir por motivos de trabajo. Seguían sin decidir dónde se asentarían en el futuro. Gracie había decidido volver a la universidad para estudiar algo relacionado con la Historia, pero no sabía a cuál. Londres le parecía la opción más probable. Sin embargo, la noche anterior estuvieron paseando por los alrededores de la Universidad de Edimburgo y recogió algunos folletos informativos. También les habían echado un vistazo a los pisos de alquiler. Era una posibilidad cada vez más real. Tom podía viajar desde Edimburgo para realizar su trabajo con la misma facilidad que podía hacerlo desde Londres o Melbourne. Además, gran parte de su trabajo lo realizaba a través de Internet. Ella lo acompañaría siempre que fuera posible y se quedaría estudiando en casa cuando no pudiera. Habían logrado sobrevivir a una separación de ocho años, así que un mes de vez en cuando no les supondría nada.
Una pausa en el bullicio de la gente les dio la oportunidad de mantener una breve conversación. Estaban tratando de decidir a qué actuaciones asistir esa noche.
—¿Voy a ver si quedan entradas para Shakespeare? —sugirió Tom—. Eso nos ayudará a decidirnos.
Gracie asintió y lo observó alejarse por la calle, sorteando a dos juglares, a un arpista, a tres mimos y a un hombre disfrazado de momia egipcia. Ojeó de nuevo el programa y comprobó que había dos funciones de Shakespeare. A las siete y a las nueve. Si quedaban entradas, podían ir a la primera y luego ver alguna comedia. Tal vez incluso tuvieran tiempo para ver algo más después.
—¡Tom! —gritó. Pero él no la oyó—. ¡Tom!
Ya casi no lo veía. Gracie metió la mano en el bolso, sacó el silbato de plata y sopló con fuerza, produciendo un pitido alto y constante. Se las apañó para hacerlo en el momento oportuno, porque el sonido consiguió imponerse a las conversaciones y a la multitud que los separaba.
Tom se detuvo y se volvió.
Ella sopló de nuevo, pero no con tanta fuerza en esa ocasión. Así que obtuvo más bien un graznido. Tom también lo escuchó y echó a andar hacia ella meneando la cabeza y riéndose.
En cuanto se acercó, Gracie sonrió.
—Solo estaba probando si todavía funciona.
Él también sonrió antes de inclinarse para besarla.
—Todavía funciona —dijo.