¿Dónde estaba Gracie?, se preguntó Tom mientras llamaba a la puerta principal de Templeton Hall por enésima vez. Había llamado a la puerta trasera, a todas las ventanas de la planta baja y al apartamento del establo antes de volver a la puerta principal, pero no obtuvo respuesta. Empezó a preocuparse al no ver el coche, pero se convenció de que tal vez Hope hubiera ido a alguna parte. O de que las dos se hubieran marchado a Castlemaine para hacer un recado. Una hora después, seguía allí, seguía esperando, seguía llamando a la puerta.
Y en ese momento se acordó. Todavía tenía el número de Hope. Sacó el móvil y marcó. Sonó ocho veces antes de que una voz furiosa y algo atropellada contestase:
—¿Quién llama? ¿Es que no sabes la hora que es?
—Hope, soy Tom Donovan.
—Me da igual quién seas. ¿Cómo te atreves a llamarme en mitad de la noche?
—Hope, soy Tom Donovan y te llamo desde Templeton Hall. En Australia. ¿Estás aquí?
Se escuchó un suspiro largo y dramático.
—No, por desgracia no estoy allí, Tom Donovan. En cambio, estoy en un hospital privado de Londres con una pierna rota y no me importa decirte lo cabreada que estoy por esta situación.
¿Estaba borracha? ¿Colocada? Porque hablaba atropelladamente. Tom lo intentó de nuevo.
—Hope, estoy en Templeton Hall…
—¿En serio? Pues me alegro de que alguien esté ahí. Porque si no, sería un pueblo fantasma. ¿O una mansión fantasma? —Se echó a reír.
—¡Hope, por favor! —Tuvo que alzar bastante la voz para que le prestara atención—. Estoy buscando a Gracie. No está aquí.
—Lo sé.
—¿Dónde está?
—¿Y yo qué sé? Podría estar en Tombuctú a estas alturas.
—Por favor, Hope. ¿Dónde está?
—No hace falta que grites, Tom Donovan. Ya te he dicho que no lo sé. No especificó… —Tuvo que hacer varios intentos para pronunciar bien la palabra—. No especificó adónde iba.
—¿Cuándo se fue?
—Vete tú a saber. Estoy muy liada con la diferencia horaria. Al menos, Gracie llamó a una hora decente.
—¿Qué te dijo, Hope? Cuando Gracie te llamó, ¿qué te dijo?
Otro suspiro.
—Llamó para decirme que había decidido que no podía quedarse en Templeton Hall sola, que había demasiados recuerdos o no sé qué, y yo le dije que, por desgracia, yo tampoco iría, al menos hasta que se me cure la dichosa pierna. Pero, ¿qué más dan unos cuantos meses en un plan de expansión internacional? Todo saldrá bien, estoy convencida.
—Hope, por favor. ¿Adónde ha ido Gracie?
—¡Que no lo sé! ¡No me lo dijo! ¿Es que no me escuchas? Solo me dijo que iba a volver a Melbourne en coche, a buscar un hotel…
—Hay cientos de hoteles en Melbourne. Nunca la encontraré. —Tom estaba pensando en voz alta.
—Supongo que podrías llamarla. Preguntarle en cuál de ellos se aloja.
—¿Tienes el número de Gracie? ¿Tiene móvil?
—Pues claro que tiene móvil y claro que tengo su número.
A Tom le temblaban las manos mientras anotaba el número de Gracie.
Se despidió a toda prisa e intentó calmarse.
Marcó su número con las manos todavía temblorosas.
Gracie estaba paseando por el Jardín Botánico del centro de Melbourne. Encontró un hotelito cerca y reservó habitación para cuatro noches. Al principio, pensó en cambiar el vuelo y regresar a Londres de inmediato. ¿Qué sentido tenía quedarse si Hope no iba a ir? Sin embargo, a su tía no parecía importarle si se quedaba o si volvía. De hecho, Hope con la pierna rota había sonado sospechosamente despreocupada, como si hubiera empinado el codo de nuevo o se hubiera tomado demasiados tranquilizantes.
—Suéltate el pelo, Gracie —le había dicho su tía con voz atropellada—. Hazles una visita a Audrey y a Bibi en Auckland si te apetece. Pago yo. Con ciertos límites. Guarda las facturas. Nos vemos cuando vuelvas. Siento la pérdida de tiempo. Ya lo repetiremos en otra ocasión. Puede, «quizás, quizás, quizás…».
Seguía cantando cuando Gracie colgó.
El móvil volvió a sonar dentro del bolso. Gracie lo sacó, deseando que no fuera su tía para decirle que había cambiado de idea. No era Hope. Pero tampoco reconoció el número.
—¿Diga?
—Gracie, soy Tom.
—¿¡Tom!?
—¿Dónde estás?
—¿Qué?
—¿Gracie, dónde estás? ¿Dónde estás exactamente?
—En Melbourne. En el Jardín Botánico.
—¿Qué ves?
Echó un vistazo a su alrededor.
—Un estanque. Una cafetería. La puerta principal.
—Quédate donde estás, ¿vale? No te muevas. Por favor, Gracie, quédate donde estás.
—¿Por qué?
—Tengo que hablar contigo. Voy para allá. Llegaré lo antes posible. Hora y media. Dos horas a lo sumo.
—Pero, ¿no estabas en Perth?
—Lo estaba. Ahora estoy en Templeton Hall.
—¿¡En Templeton Hall!?
—Gracie, por favor, no te muevas. Llegaré lo antes posible.
Tom colgó antes de que ella pudiera preguntarle algo más.
Había pasado una hora y Gracie no le había hecho caso a Tom.
«Por favor, Gracie, quédate donde estás», le había pedido él. Sin embargo, no había dejado de moverse desde su llamada. De momento, ya había cambiado de mesa cuatro veces en la cafetería. Se había paseado por delante de la puerta principal de los jardines tres veces para mirar la calle en ambas direcciones. ¿Por dónde llegaría? ¿Cuánto tardaría? ¿Cómo iba a quedarse sentada a esperar?
Tuvo que comprobar el registro de llamadas del móvil para confirmar que no se lo había imaginado. Cuarenta minutos después, un pitido la alertó de la entrada de un mensaje de texto.
Ya me queda poco. Por favor, Gracie, espérame. Tom
Su cabeza era un hervidero de preguntas. ¿Qué quería decirle? ¿Cómo había conseguido su móvil? ¿Llegaría con Emily?
Hora y media después de que la llamara, un sexto sentido la instó a mirar hacia la puerta. Era él. No se movió de la mesa. Esperó, sin dejar de mirarlo. Su cojera era más evidente en ese momento. No llevaba el bastón. Vestía una camiseta azul y unos vaqueros oscuros. Tenía el pelo alborotado. Estaba guapísimo. Se puso en pie cuando Tom se acercó. Ninguno de los dos sonreía. En cuanto se acercó, Tom se inclinó y la besó en los labios.
—¡Tom! —Retrocedió, aturdida—. ¿Qué haces?
—Lo que quería hacer el otro día en Templeton Hall. Lo que llevo queriendo hacer ocho años.
—Pero Emily…
—No está aquí.
Gracie retrocedió todavía más.
—Si crees que voy a dejar que le pongas los cuernos…
—No le importará, te lo aseguro. Ya está más que ocupada con su marido y su hijo pequeño.
—¿Estás liado con una mujer casada?
—No, Gracie. —Soltó una carcajada—. Emily y yo solo somos amigos. Es lo que hemos sido siempre. También soy amigo de su marido.
Gracie quería comenzar la conversación desde el principio. Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
—No lo entiendo. ¿Cómo puedes estar comprometido con ella un día y luego dejar de estarlo?
—Es una larga historia. Bueno, una corta. —Su sonrisa desapareció—. Gracie, ni se me ocurrió preguntároslo a Hope o a ti. ¿Estás casada? ¿Comprometida? ¿Sales con alguien?
—No, claro que no. —Tom parecía a punto de volver a besarla. Tenía que frenar un poco—. Tom, ¿qué pasa?
—Lo que debería haber pasado hace ocho años. —La cogió de la mano, la llevó de vuelta a la mesa y se sentó en frente de ella. No le soltó la mano. Estaba muy serio—. Gracie, anoche hablé con Nina. Ahora lo sé todo. Sé que me escribiste después del accidente. Unas cartas que ella nunca me dio.
Gracie se quedó de piedra.
—¿No te llegaron mis cartas? ¿Ninguna?
Tom negó con la cabeza.
—Las tiró, Gracie. Todas. Y eso no es todo. —Le contó la otra mentira de Nina, la conversación inventada en la que Gracie le había dicho, todavía en el hospital italiano, que había decidido no volver a verlo.
Gracie se quedó blanca, se puso como un tomate y luego volvió a perder el color. Conmocionada, apartó la mano y se apoyó en el respaldo de la silla.
—Pero si ni siquiera vi a Nina en el hospital. Y nunca habría dicho algo así. Habría hecho cualquier cosa por verte, habría hecho cualquier cosa por ayudarte.
—Eso lo sé ahora. Ocho años tarde, pero por fin lo sé.
De repente, había muchas cosas que decir, pero no sabían por dónde empezar. Durante un buen rato se limitaron a mirarse en silencio.
Gracie habló primero. Sabía que su voz tenía un deje demasiado formal y que su expresión era reservada y cautelosa. Como si fuera su primer encuentro, como si no se hubieran visto en Templeton Hall, con Emily presente. Sobre sus cabezas, el cielo amenazaba lluvia. Las mesas situadas a su alrededor estaban ocupadas. Sin embargo, era como si estuvieran solos, como si los próximos minutos pudieran cambiar sus vidas para siempre. Se devanó los sesos en busca de algo que decir, aunque tenía un sinfín de preguntas en la cabeza. Quería… no, necesitaba saber todos los detalles de los últimos ocho años de su vida.
Tenía que empezar por algún sitio.
—¿Cómo estás, Tom?
Lo vio esbozar una fugaz sonrisa, como si comprendiera todo lo que se ocultaba tras esas tres palabras.
—Estoy bien, Gracie. Estoy genial.
Había demasiada distancia entre ellos, pensó Gracie. Quería extender los brazos, cogerle la mano de nuevo, tocarlo, pero no era el momento adecuado, todavía no.
—¿Qué pasó, Tom? Me refiero a después del accidente. Con tu espalda. Con tu vida. Contigo. —En cuanto empezó, era como si no pudiera parar—. ¿Llevas mucho tiempo de periodista? ¿Para qué periódico escribes? ¿Viajas mucho? ¿Vives en Melbourne?
Tom sonrió, incluso se le escapó una carcajada, antes de negar con la cabeza.
—No, por favor, Gracie. Tú primero. ¿Qué pasó contigo? ¿Qué has estado haciendo? ¿Sigues viviendo en Londres? ¿Volviste a la universidad? ¿Cómo está tu familia?
Meneó la cabeza, incapaz de comenzar con las respuestas. Lo único que había hecho durante esos ocho años era echarlo de menos. De repente, se le llenaron los ojos de lágrimas. Se las limpió a toda prisa.
—¿Por qué, Tom? ¿Por qué nos hizo Nina esto?
La sonrisa de Tom desapareció.
—No lo sé. Ni me importa.
—¿No te importa?
—Ahora mismo solo sé que no quiero volver a verla. Nunca podré confiar en ella de nuevo. ¿Cómo voy a confiar en ella? ¿Cómo pudo hacerte esto? ¿Cómo pudo hacérmelo a mí? ¿Cómo pudo mentirnos? Y no en una sola ocasión, sino una y otra vez, al decirme que no querías verme, al decirme que había mandado las cartas que te escribí, que…
—¿Las cartas que me escribiste? ¿También me escribiste?
La miró fijamente.
—Claro que te escribí. Por supuesto que te escribí.
Se hizo de nuevo el silencio mientras se miraban, incapaces de hacer otra cosa. Cuando Tom habló, lo hizo en voz baja.
—Gracie, las cartas que me escribiste… ¿qué decían?
A Gracie se le llenaron los ojos de lágrimas una vez más.
—Que te quería. Que te echaba muchísimo de menos. Que sentía muchísimo lo del accidente. Que sabía que era culpa mía, pero que haría cualquier cosa, cualquier cosa, para cambiarlo o para ayudarte. Debí de escribirte decenas de cartas. Cientos. No estoy segura. Te escribí durante seis meses hasta que recibí una carta de Nina, en la que…
—¿Nina te mandó una carta? ¿Desde Australia?
Gracie asintió con la cabeza.
—¿Qué te dijo, Gracie? Por favor, tengo que saberlo.
—Me pidió… me dijo que dejara de escribir. Que nunca podrías perdonarme.
En los ojos de Tom apareció una expresión furiosa.
—¿¡Yo!? ¿Que yo nunca podría perdonarte? Pero si no había nada que perdonar, Gracie. Fue un accidente. Siempre lo he tenido muy claro.
—Nina se refería a ella y a ti. A los dos. Y fue culpa mía, Tom.
—No fue culpa tuya y no tenía nada que ver con ella. Era algo entre tú y yo, Gracie. Nos concernía a nosotros. A nuestra relación. No tenía derecho a hacerlo. —En ese momento, se puso en pie y plantó los puños sobre la mesa.
En esa ocasión, Gracie no dudó. Le cogió las manos y se las apretó un momento. Una vez más, tuvo la sensación de que sus palabras serían importantísimas, de que cambiarían todo lo que tenían por delante.
—Lo tenía, Tom. Tenía derecho. Es tu madre.
Lo vio menear la cabeza.
—No, Gracie, te equivocas. ¿Cómo es posible que entiendas lo que nos hizo?
Tenía que intentar entenderlo al menos, aunque siguiera conmocionada por verlo, por todo lo que Tom le había contado. Así que le dijo la verdad.
—Debo hacerlo, Tom. Debo intentar entenderlo. Debo creer que lo hizo porque pensaba que era lo mejor para ti. De lo contrario, me dolería todavía más. Tendría menos sentido si cabe.
—Claro que no tiene sentido. ¿Cómo va a tenerlo? Gracie, nos mantuvo separados durante años. Y habrían sido más, habría sido para siempre, si Hope… —Se interrumpió y se pasó una mano por el pelo. Mientras ella lo miraba, mientras ella absorbía su imagen, los ojos de Tom se llenaron de lágrimas—. Es demasiado, Gracie. Volver a verte. Las mentiras de Nina…
En ese momento, Gracie se movió, acortó la distancia que los separaba y lo abrazó. Su cuerpo, su calidez e incluso su olor le resultaron maravillosamente familiares.
—No pasa nada, Tom. No pasa nada.
Tom habló contra su pelo, devolviéndole el abrazo con fuerza.
—¿Cómo no va a pasar? Nos ha quitado ocho años. Nada podrá excusar su comportamiento ni cambiar lo que hizo. Nada.
Lo abrazó con fuerza, le repitió que daba igual, que las cosas se arreglarían, que todo se arreglaría. Para ese entonces los dos estaban llorando. Si alguien los estaba observando, ellos no se dieron cuenta. Había comenzado a llover. Ni se inmutaron.
—Ya ha pasado, Tom. Ya ha pasado. Todo ha vuelto a su lugar. —Lo repitió una y otra vez, abrazándolo, mientras sentía que él le devolvía el abrazo. Pasó un minuto, dos, tres.
Tom se apartó de ella, un poco nada más, lo justo para mirarla a la cara.
—Gracie, ¿cómo puedes estar tan segura? Tan tranquila. ¿No estás enfadada con ella? Seguro que sí. Tienes que estarlo.
Meneó la cabeza, mirándolo, con los ojos cuajados de lágrimas.
—Mañana a lo mejor lo estoy. Puede que esta noche. Pero, ¿cómo voy a enfadarme ahora? —Levantó una mano y le tocó la cara—. No sabes cuántas veces he soñado estar así, contigo, tocándote. Abrazándote. —Lo apretó con más fuerza y sintió la solidez de su cuerpo a través de la camiseta—. Y por fin lo estoy haciendo. Estás aquí. Estamos juntos. —Sonrió en ese momento. Una sonrisa deslumbrante—. Todo está bien, Tom. No lo estaba, pero ya lo está. ¿No te das cuenta?
En ese instante, Tom soltó una carcajada, sin más, al tiempo que meneaba la cabeza y la miraba, con la cara teñida de amor y de algo más… de asombro. La abrazó con más fuerza.
—Gracie, lo siento. Eso se merece una buena respuesta, pero ahora mismo tengo que besarte. Solo un segundo.
Se inclinó hacia ella y la besó durante más de un segundo.
Gracie lo sintió al instante, sintió que se le derretía todo el cuerpo, que se excitaba más que nunca. Se quedó de piedra al apartarse de él, al darse cuenta de que estaban en público, de que la gente los miraba, de que la lluvia había arreciado y de que caía como una cortina de agua a su alrededor.
La casa de Tom estaba a diez minutos en coche. El hotel de Gracie estaba más cerca. Así que allí fueron. Tenían que seguir hablando, tenían que recuperar el tiempo perdido de esos ocho años, pero en cuanto entraron en la habitación y contemplaron cómo la lluvia caía sobre los árboles del exterior, el resplandor de las lámparas de las mesitas de noche y la acogedora cama que los invitaba a tumbarse con su colcha roja, volvieron a abrazarse. La conversación podía esperar.
Menos de veinticuatro horas después, los dos estaban en el aeropuerto de Melbourne. Tom iba a embarcar en el primer vuelo a Perth. No habían dormido mucho. Habían hecho el amor, habían hablado, habían reído, habían llorado, se habían abrazado y habían hecho el amor de nuevo.
Tom se ofreció a quedarse más tiempo, a renunciar al trabajo, a no volver a escribir sobre críquet si era lo que ella quería, pero Gracie insistió en que volviera a Perth. Ya sabía dónde estaba, y él sabía dónde estaba ella. No iba a irse a ninguna parte. Se quedaría en Australia todo el tiempo que pudiera. Y mientras él estaba en Perth, había algo que ella quería hacer. Algo que necesitaba hacer.
Mientras Tom la abrazaba en la puerta de embarque, volvió a decirle, como ya le había dicho desde que Gracie lo sugirió, que no tenía que hacerlo, ni sola ni acompañada. Nina era su madre.
—Tengo que verla, Tom. Lo necesito. Y creo que así es mejor. —Por raro que pareciera, Gracie estaba convencida.
Por la noche, con los cuerpos entrelazados, intercambiando besos y palabras, habían hablado una y otra vez de lo que Nina había hecho. Y siempre volvían a la misma pregunta: ¿Por qué?
—Me dijo que lo hizo para protegerme —le explicó Tom en voz baja, envueltos en la oscuridad—. Que le preocupaba que me hicieras más daño. Creía que era lo mejor.
Gracie se sentía más confusa que furiosa. Tal vez la rabia llegaría a su debido tiempo.
—Pero me conocía. Seguro que sabía que nunca te haría daño. Que te quería.
Abrazados el uno al otro, era como un milagro volver a hablar de su amor, saber que esos ocho años de separación no habían cambiado sus sentimientos.
—¿Estás segura de que quieres verla? —le preguntó Tom una vez más, en la puerta de embarque—. No tienes que hacerlo, Gracie. Y lo digo en serio. Entendería que no quisieras volver a verla en la vida.
—Tengo que hacerlo, Tom. Tengo que preguntarle por qué lo hizo.
—Espera a que vuelva. Espera a que podamos ir juntos.
Negó con la cabeza antes de replicar:
—Si no voy a verla lo antes posible, creo que nunca lo haré.
Tom le acarició la mejilla y la besó de nuevo. Le susurró al oído:
—Te quiero, Gracie Templeton.
No hacía falta que ella le dijera lo que sentía. Se lo había repetido hasta la saciedad a lo largo de la noche. Pero se lo repitió una vez más en ese momento.
Se quedó en la puerta de embarque hasta que Tom se perdió de vista. Volvería en tres días y ella lo estaría esperando. En ese momento, sin embargo, tenía que hacer una llamada. Era demasiado temprano, pero tenía que hacerla. Sacó el móvil y marcó el número que Tom le había dado. El corazón le latía con fuerza. Sonó una vez, dos, tres, antes de que contestaran.
—¿Diga?
—Nina, soy Gracie. Gracie Templeton.
Se escuchó un siseo. Una especie de sollozo.
—¿¡Gracie!? ¿Dónde estás? Gracie, siento…
Gracie no podía hablar con ella en ese lugar, ni de esa manera.
—Necesito verte.
Acordaron el lugar y la hora. En cinco horas, en la casa que Nina tenía en Brunswick. Gracie colgó antes de que pudieran añadir algo más.
En una hora ya estaba de regreso en su hotel. En el taxi de vuelta, se había dado cuenta de que necesitaba ayuda. Una vez en su habitación, pese a la hora y a que sabía que era tarde en Londres, llamó a su madre.
No estaba segura de lo que tenía que contarle. Sin embargo, en cuanto escuchó la voz de su madre, en cuanto Eleanor le aseguró que estaba bien, se lo contó todo. La alegría de su madre por ella, por Tom, por los dos, fue inmediata. Su rabia y su confusión por lo que había hecho Nina fue casi igual de rápida. Gracie la interrumpió, con una pregunta tras otra.
—¿Por qué lo hizo, mamá? ¿Cómo pudo hacerle tanto daño a Tom? Porque no solo me lo hizo a mí. Tengo que verla e intentar encontrarle sentido.
—¿Vas a verla? ¿Tú sola?
—Hoy.
—Gracie, ¿te parece oportuno? —Eleanor parecía preocupada.
—Tengo que hacerlo, mamá. Pero necesito que me ayudes. Eres mi madre. ¿Habrías hecho lo mismo de encontrarte en su lugar? Si hubiera sido yo la que estaba gravemente herida.
Se produjo un largo silencio antes de que Eleanor contestara:
—Gracie, fue una época muy dura. Se tomaron decisiones en caliente, se dijeron cosas y se pronunciaron palabras que no se pueden retirar. Recuerda que todos estábamos conmocionados. Ya fue bastante malo para mí, pero Nina tuvo que recorrer medio mundo sin saber lo que la esperaba al llegar…
—Pero fue después cuando le mintió a Tom sobre mis cartas, cuando le dijo que no quería volver a verlo. Le dijo a Tom que le preocupaba que yo pudiera hacerle más daño.
—Todas las madres sienten eso por sus hijos, Gracie. Aunque nos equivoquemos a veces. Nadie quiere que sus seres queridos sufran.
—Pero Nina era mi amiga. Seguro que sabía que jamás le haría daño a Tom de forma deliberada, ni a ella. Eso es lo que no entiendo. Lo del principio sí, pero ¿por qué no hablarle de mis cartas durante ocho años?
Eleanor le dijo en voz baja:
—La vida de Nina giró alrededor de Tom durante muchos años, Gracie. Tal vez se arrepienta de sus mentiras, no lo sé. Pero a veces resulta imposible encontrar la manera de corregir nuestros errores, de admitir que tomamos una decisión equivocada, sobre todo cuando hay de por medio un amor así. Sobre todo si crees que lo has hecho por los motivos correctos.
—Pero, ¿qué tenía de correcto? ¿Qué razones podía tener? Tú nunca habrías hecho algo así, ¿verdad? Nunca me habrías mentido durante tanto tiempo, aunque creyeras que tenías que protegerme de algo, ¿no?
—En la vida no todo es blanco o negro, Gracie. Nunca lo es. —Hizo una pausa—. Pero sí, haría cualquier cosa para protegerte. Para mantenerte a salvo. No encuentro las palabras para describir la sensación, pero es como un impulso, un instinto, de darte la mejor vida, de proporcionarte la vida más feliz que pueda.
—¿Por eso no me contaste lo que pasaba entre papá y tú durante tantos años? ¿Por eso no me contaste la verdad sobre el dinero y sobre el motivo de vuestra separación? ¿Para protegerme?
Eleanor guardó silencio un rato.
—En parte sí, Gracie. No te lo podía contar todo. Eras demasiado joven. Te habrías preocupado demasiado. Y sigo creyendo que fue la decisión correcta.
De repente, Gracie necesitaba seguir hablando, averiguarlo todo.
—Pero, ¿cómo supiste que tu matrimonio ya no funcionaba? ¿Cuándo llegó el momento de dejar de intentarlo?
—No fue un solo momento, Gracie. De la misma manera que no fue una sola cosa lo que hizo que me enamorara de él. Sucedieron muchas cosas para que se acabara.
—¿Los problemas económicos?
—Eso no ayudó.
—¿Qué fue? Si las cosas que hicieron que te enamoraras de él seguían ahí y vuestras personalidades no cambiaron, ¿no podíais seguir juntos y disfrutar lo que pudierais el uno del otro?
—No siempre es tan sencillo, Gracie. Tuve que decidir hasta qué punto podía perdonar y al final me di cuenta de que había alcanzado el límite.
—No lo entiendo.
Al otro lado del mundo, en su salón londinense, Eleanor se dio cuenta de que esa conversación estaba tomando un rumbo peligroso. Tuvo que pensar a toda prisa una respuesta.
—Gracie, creo que tu padre y yo ya teníamos problemas conyugales antes incluso de ir a Templeton Hall.
—Ya me lo imaginaba. Y os oía discutir. Charlotte también dejaba caer indirectas. Pero seguisteis juntos mucho tiempo. ¿Fue por nosotros? ¿O porque todavía lo querías?
—Quise a tu padre muchísimo, Gracie. Tal vez demasiado. El problema con Henry es que siempre lo ha querido todo. Mucho dinero, casa grande, carrera de éxito. —Eleanor titubeó, pero decidió que había llegado el momento de sincerarse por completo—. Y no solo a mí, como descubrí, sino a otras mujeres también.
—¿Mujeres? ¿Tuvo aventuras?
—Eso creo, sí.
—Mamá, lo siento mucho.
Eleanor sonrió.
—Gracie, no pasa nada. De verdad que no. Ya es agua pasada.
—¿Conocías a alguna de esas mujeres?
—A la mayoría no. —Titubeó—. A una sí.
Gracie jadeó.
—Era Hope, ¿verdad? Papá tuvo una aventura con Hope.
—No, Gracie, no era Hope. A tu tía le gustaba decirle a la gente que habían tenido una aventura, pero no era verdad.
—Pero una de esas mujeres era amiga tuya, ¿verdad? ¿Es lo que quieres decir?
—Creía que lo era, sí. —Eleanor dejó el tema—. Pero eso ya no importa. Ha pasado mucho tiempo. Y si en otro momento importó, ya no, por múltiples razones.
La voz de Gracie cambió.
—Era Nina, ¿verdad? Mamá, ¿me estás diciendo que era Nina? ¿Pasó algo entre papá y Nina mientras vivíamos en Templeton Hall? Eso explicaría muchas cosas. Eso explicaría por qué…
En esa ocasión, Eleanor no dudó en mentir.
—No, Gracie, no era Nina. Y no voy a decirte quién era. —Hizo una pausa antes de tomar otra decisión—. Pero tu padre hizo algo de lo que tengo que hablarte. Algo que te afectará a ti más que a los demás. Acabo de enterarme, pero si no te sientes preparada, Gracie, quiero que me lo digas y me callaré.
—No, por favor, dímelo.
Eleanor no se reservó nada. Se lo contó todo a Gracie, le contó que había descubierto el contrato de alquiler, que había llamado a Henry y que se había enterado de todos los pormenores sobre Templeton Hall.
Gracie guardó silencio un buen rato después de que Eleanor terminara de hablar.
—No puedo creerlo —dijo al final—. ¿Nada era verdad? ¿Templeton Hall no es nuestro? ¿Nunca lo ha sido?
Eleanor ya se arrepentía de habérselo contado.
—Me temo que no, Gracie. Tu padre se inventó todo lo de la herencia, de cabo a rabo.
Se produjo otro largo silencio antes de que Gracie se echara a reír. A carcajadas.
—¿Gracie? ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?
—Lo estoy, de verdad que sí. Y creo que no me sorprende. No, no me sorprende en absoluto. —Soltó una carcajada—. La verdad es que tiene sentido. Al volver esta semana, al verlo todo de nuevo, he tenido la sensación de que fue un sueño, una farsa. Y ya sé por qué, ¿verdad? Parecía una farsa porque lo fue.
—¿Y no te importa? Pensaba que tú serías quien peor se lo iba a tomar. Gracie, creo que no os conozco en absoluto.
—Ahora mismo estoy demasiado feliz como para que algo me agüe la fiesta. —Otra carcajada—. Pero por fin todo tiene sentido. Todas las reliquias familiares y los retratos de antepasados que aparecían de la nada, los cambios en las historias… ¿Nada era verdad?
—Hasta donde yo sé, no. Si te sirve de consuelo, Gracie, tu padre también me engañó por completo. Me dijo que se temía que me negaría a irme a Australia a menos que hubiera un vínculo familiar, a menos que fuera una propiedad heredada.
—¿Tenía razón? ¿Habrías accedido a mudarte si hubieras sabido que solo la había alquilado?
—Claro que no.
Las dos se echaron a reír.
—¿Estás cabreada con él? —preguntó Gracie.
—Por una parte, estoy que echo chipas. Pero por otra, no. ¿Para qué? Creo que ya no me quedan fuerzas para enfadarme, Gracie. A medida que me he ido haciendo mayor, me he dado cuenta de que no controlo ni el mundo ni a las personas que lo habitan. No puedo controlarlas de la misma manera que ellas no pueden controlarme a mí.
—Pues díselo a Charlotte. De hecho, espera a que Charlotte se entere.
—Le he dicho a Henry que tiene que contárselo él. Y a Audrey también. En cuanto a Spencer, llegó hoy mismo y nos sorprendió, así que ya lo sabe. Y tampoco parece importarle…
—¿Spencer ha vuelto a Londres?
—Sí, vivirá conmigo durante una temporada. Parece que su novia irlandesa se ha hartado de él. Aunque oí que llamaba a Hope y le ofrecía sus servicios como enfermero bien remunerado, así que me da en la nariz que no se va a quedar conmigo mucho tiempo. —Antes de que Gracie pudiera decir nada, Eleanor continuó—: Pero ya hemos hablado bastante, Gracie. Te quiero y me alegro muchísimo por Tom y por ti. Dale un beso enorme de mi parte. —Hizo una pausa—. Suerte con Nina.
—Gracias, mamá. Por todo.
—No creo haberte servido de ayuda.
—Sí que me has ayudado. De verdad. —Una pausa—. ¿Quieres que le diga algo de tu parte?
Eleanor no tuvo ni que pensarlo.
—No, Gracie, nada. Nada en absoluto.
Tres horas más tarde, Gracie iba en un taxi de camino a la casa de Nina en Brunswick. Había hablado con Tom antes de salir del hotel. Acababa de aterrizar en Perth. Cuando Tom le preguntó cómo se sentía, le dijo la verdad. Era muy feliz, pero también estaba triste y confusa, todo a la vez; todas esas emociones batallaban en su interior. Y también sentía rabia. Cuanto más lo pensaba, más consciente era de lo que Nina le había hecho, de lo que le había hecho a Tom.
—Me ha dejado un mensaje tras otro en el móvil —le dijo Tom—. No la he llamado. Todavía no puedo hablar con ella.
Gracie no le preguntó qué había dicho Nina ni que ánimo tenía. No quería saberlo. Necesitaba comprobarlo con sus propios ojos.
—Te llamaré después, en cuanto pueda —le prometió Gracie.
Clavó la mirada en las calles de Melbourne por las que pasaba, en los nombres desconocidos, en las hileras de tiendas y en las casas, con sus parcelas individuales, tan diferentes de las de Londres. El cielo estaba gris y caía una ligera lluvia. Le preguntó al taxista cuánto faltaba. Un cuarto de hora como mucho, le respondió el hombre. Gracie miró el reloj. Iba bien. De hecho, llegaría temprano.
Después de hablar con su madre, había intentado descansar aunque fuera un poco. Tom y ella apenas habían dormido la noche anterior. Pero el sueño fue un imposible. Atrapada entre la felicidad y la ansiedad, los pensamientos no le daban tregua mientras intentaba prepararse para ese encuentro. Ni siquiera estaba segura de saber qué aspecto tendría Nina. Habían pasado dieciséis años desde la última vez que se vieron. Dieciséis años y una vida entera. Pensó en los años en Templeton Hall, en su amistad con Nina, en lo mucho que había significado para ella y en lo triste que había estado por tener que marcharse. Después pensó en Tom, cuando se encontraron en la estación de Paddington y ella llevaba el abrigo rojo que a él siempre le había encantado. Pensó en los días que pasaron en Londres, en sus viajes juntos: Escocia, Irlanda, Francia, Italia… Una imagen tras otra aparecía en su cabeza, y los buenos momentos dieron paso a los malos, a los meses posteriores al accidente, al accidente en sí…
Miró el reloj una vez más y volvió a preguntarle al taxista. Diez minutos. Intentó imaginarse lo que sentía Nina en ese momento. ¿Todavía estaría furiosa con ella? ¿Se mostraría desafiante por lo que había hecho? No le había parecido furiosa por teléfono. Le había parecido alterada. No había sonado como la Nina que ella recordaba.
Más recuerdos acudieron a su cabeza, en esa ocasión de su infancia. La visita que le hizo a Nina, acompañada de Spencer y de su padre, para pedirle que Tom jugara con ellos. Los tés que se habían tomado juntas. Las veces que había pintado con ella. Las ocasiones en las que había hablado con ella, tantas ocasiones, sobre cualquier cosa, yendo a visitarla todos los días, más de una vez incluso. Recordó el día del partido de críquet de Tom, la fiesta que le habían organizado después… ¿Ellos habían organizado la fiesta? ¿No Nina? ¿Por qué? Esa pregunta resucitó más imágenes en las que Tom pasaba mucho tiempo en Templeton Hall. Imágenes en las que Spencer y él hacían travesuras, en las que maquinaban de todo, en la charca, en el tejado, en su casa del árbol… Se podía decir que Tom casi se había mudado con los Templeton. Le encantaba la mansión. Él mismo se lo había dicho mientras viajaban juntos por Europa. Hablaron muchísimo de aquella época, y los recuerdos compartidos eran otro vínculo entre ellos.
En ese momento, sin embargo, Gracie intentó imaginarse lo que habría sentido Nina por aquel entonces. Debió de ser duro para ella. Si hubiera tenido un marido o más hijos, tal vez habría sido distinto. Tal vez le habría resultado más fácil compartir a Tom. Pero Tom era lo único que tenía Nina. El centro de su mundo. La persona a quien más quería en todo el mundo. Gracie lo había percibido incluso de niña. Como adulta, tras la conversación que había mantenido con su madre, lo tenía todavía más claro.
Y si Nina había sentido eso por Tom cuando era niño, se habría multiplicado por cien después del accidente, cuando estuvo tan malherido. Seguro que solo quería llevarlo a casa, mantenerlo a salvo, protegerlo de cualquiera persona, de cualquier cosa, que pudiera hacerle daño. Protegerlo, sobre todo, de la gente que había provocado el accidente.
Protegerlo de los Templeton.
—Ya hemos llegado, guapa.
Estaban delante de la casa de Nina. Había llegado.
Pagó al taxista y se bajó del coche hecha un manojo de nervios. Era una casa pequeña. Con un jardincito delantero. Apenas reparó en él mientras avanzaba por el camino de entrada. Le pareció el camino más largo de su vida.
Antes de que pudiera llamar a la puerta, esta se abrió. Nina estaba allí de pie. Llevaba un vestido azul, botas, incluso un collar, como si se hubiera arreglado a propósito. Parecía mayor, pero conservaba el mismo pelo oscuro y los mismos ojos azules.
—Gracie…
Se detuvo justo antes de llegar a la puerta.
—Hola, Nina.
No hubo sonrisas entre ellas. Ni afecto. Solo desconfianza, se percató Gracie. Por ambas partes. Y algo más por parte de Nina. Miedo. Lo vio en sus ojos. Nina le tenía miedo. Parecía incapaz de moverse o de hablar. Gracie bajó la vista. Nina tenía las manos apretadas.
—¿Puedo entrar?
—Claro. Gracie, claro.
Nina retrocedió y Gracie la siguió al interior, al salón. Echó un vistazo a su alrededor. Era tan colorido como la granja, estaba tan bien decorado como el apartamento de Templeton Hall, con alegres cuadros, alfombras de tonos cálidos y cortinas vistosas. La joven Gracie se habría puesto a exclamar al verlo todo. En ese momento, Gracie guardó silencio.
Se volvió y vio una vez más esa expresión en la cara de Nina. Miedo y algo más. Parecía triste. Una tristeza desesperada, y también parecía derrotada. Como si estuviera esperando el golpe de gracia. ¿Un golpe que tenía que darle ella? ¿Eso esperaba? ¿Un sermón furioso?
Fue Nina quien rompió el silencio en esa ocasión.
—¿Quieres tomar algo? ¿Té? ¿Un refresco?
Gracie negó con la cabeza. No podía fingir que era una visita normal. Ni siquiera era capaz de entablar la típica conversación inicial.
—¿Por qué, Nina? ¿Por qué lo hiciste? No solo a Tom, sino a mí.
Durante una milésima de segundo, vio que cierta expresión aparecía en el rostro de Nina, algo descarnado, algo casi furioso, pero desapareció al punto. Fue como si Nina se desmoronara delante de ella, mientras se dejaba caer en un sillón.
—No puedo explicarlo, Gracie. No puedo.
En otro tiempo, Gracie habría corrido a su lado para intentar consolarla. En ese instante, se obligó a quedarse inmóvil, a hablar con voz pausada.
—Tienes que hacerlo, Nina. Tienes que hacerlo. Necesitamos saberlo.
El uso del plural no pasó desapercibido. Nina levantó la cabeza con la cara desencajada y los ojos llenos de lágrimas.
—¿Has visto a Tom? —Al ver que Gracie asentía con la cabeza, hizo otra pregunta—. ¿Va… va a arreglarse lo vuestro?
Todo era demasiado nuevo con Tom, demasiado precioso, demasiado frágil. No contestó.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué mentiste?
—Gracie, si lo hubieras visto…
—Quería verlo, Nina. Quería hacer todo lo que estuviera en mi mano por él.
Nina meneó la cabeza.
—Era una persona distinta. Estaba destrozado. Estaba aterrado, presa del dolor. Toda su vida cambió en ese accidente, Gracie.
—Todas nuestras vidas cambiaron, Nina.
Fue como si no la hubiera escuchado.
—Mi afán ha sido protegerlo durante toda su vida, ofrecerle la mejor vida posible, pero le he fallado…
—No fuiste tú, Nina. Fui yo. Yo conducía. Fue culpa mía. —Gracie se sorprendió por la fuerza de su voz. Ya no era una niña quien hablaba con Nina. Era una adulta. Los ocho años de tristeza, de pena, de búsqueda personal y de preocupación parecían haberse cristalizado en su interior, armándola de fuerza, de seguridad—. No había bebido, pero fue culpa mía. Me despisté y choqué contra el camión. Spencer o yo pudimos resultar heridos, pero fue Tom quien pagó las consecuencias y jamás podré perdonarme. Jamás. Pero necesito que me digas la verdad. ¿Por qué no le diste mis cartas? ¿Por qué no me mandaste las cartas que me escribió? ¿Por qué nos mentiste a los dos?
—Tuve que hacerlo. Tuve que hacerlo.
—No, no tuviste que hacerlo. Yo lo habría ayudado. Toda mi familia lo habría ayudado.
—No queríamos vuestra ayuda. —La voz de Nina sonó con repentina fuerza—. ¿No te das cuenta? Es mi hijo, Gracie. Mi responsabilidad, no la vuestra. —Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero no se las secó.
—Era un adulto, Nina. —Gracie se encontraba en terreno desconocido. Había esperado que Nina pusiera excusas. No esa emoción descarnada—. Ya no era un niño.
—Seguía siendo hijo mío, Gracie. Siempre fue hijo mío, antes de que tu familia viniera y después de que todos os fuerais. —En ese momento, Nina se puso en pie. Ya no lloraba y las palabras salían de su boca con rabia y crueldad—. Los Templeton siempre lo habéis tenido todo, ¿verdad? Todo lo que queríais. Todo el dinero, todo el encanto… incluso Templeton Hall os cayó del cielo. Siempre lo habéis tenido todo muy fácil, con vuestras vidas perfectas y vuestra familia perfecta.
—¡No, Nina! —Gracie no podía permitir que siguiera por ese camino—. Nunca fue fácil para mi familia, para ninguno de nosotros. No éramos perfectos en absoluto. Ni lo éramos entonces ni lo somos ahora. ¿Por qué crees que pasaba tanto tiempo en tu casa? Necesitaba a alguien como tú en mi vida. Y te equivocas en eso de que Templeton Hall nos cayera del cielo. Hoy mismo me he enterado de la verdad. Nunca fue nuestro. No lo heredamos. Mi padre lo alquiló.
La expresión de Nina cambió.
—¿Lo alquiló? ¿No era vuestro? ¿No lo es?
Gracie meneó la cabeza.
—Mi padre mintió. Nos mintió a todos.
La reacción de Nina la sorprendió. Porque se echó a reír. Y no era una risa agradable.
—Menuda sorpresa.
Gracie la miró. El cariz del encuentro había cambiado y a ella ni le gustaba ni lo entendía. Necesitaba recuperar el control de la conversación.
—No he venido para hablar de Templeton Hall, Nina. Solo necesito entender por qué nos hiciste esto a Tom y a mí. Después me iré. No tendrás que volver a verme.
Sus palabras tuvieron un efecto inmediato en Nina.
—Gracie, tengo que saberlo. ¿Tom está bien? ¿Volverá a hablarme algún día?
Le contestó la verdad:
—No lo sé.
—No lo hará. Sé que no lo hará. —Nina se echó a llorar de nuevo, hablando atropelladamente sin mirar a Gracie siquiera—. No responde mis llamadas. Hilary tampoco me habla. Y me lo merezco. —Miró a Gracie en ese momento—. Pero al menos tú has venido a verme, Gracie. Gracias. Muchísimas gracias.
Gracie sintió una extraña apatía al ver las lágrimas de Nina.
—No quiero que me lo agradezcas. Ni siquiera quiero que te disculpes. Solo necesito que me expliques por qué lo hiciste.
—Gracie, por favor, siéntate. Por favor.
Se sentó. Cuando Nina empezó a hablar, Gracie no se movió, ni la interrumpió, se limitó a observarla mientras las palabras brotaban de sus labios, un tropel de palabras acentuadas por las lágrimas, por sus miedos, por su soledad, por su angustia y su dolor por la muerte de su marido, por su amor por Tom, por su necesidad (su desesperada y abrumadora necesidad) de protegerlo de cualquier peligro, de darle la mejor vida posible. Le habló de lo orgullosa que se sentía por los logros escolares de Tom, por sus logros en el críquet, y también le habló del momento en el que se dio cuenta de que se estaba independizando de ella, de que ya no sería el centro de su vida, de que se estaba alejando de ella, de que era igual de feliz cuando no estaba a su lado, cuando se quedaba en casa de sus amigos o en Templeton Hall. Sobre todo en Templeton Hall…
Llegada a ese punto, miró a Gracie a la cara, enfrentando su mirada por primera vez desde que comenzara a hablar.
—No puedo esperar que comprendas el amor que una madre puede sentir por su hijo, Gracie, pero lo era todo para mí. Siempre lo ha sido todo, y cuando lo vi en el hospital de Roma, cuando creí que casi lo había perdido para siempre, tuve que hacer todo lo que estuvo en mi mano por él, tuve que protegerlo, hacer todo lo que fuera necesario para…
—¡No, Nina! —La rabia que Gracie llevaba dentro inundó la estancia con sorprendente virulencia—. ¡No tenías que hacerlo! Te equivocaste entonces y te equivocas ahora. ¿Crees que no sé lo que se siente querer a alguien y que te lo arrebaten? ¿Echarlo de menos tanto, cada día, que duele? —Era incapaz de dejar de hablar, aunque sabía que Nina quería decir más cosas—. ¿Crees que no entiendo lo que debiste de sentir? ¿Lo que sientes ahora? Lo entiendo mucho mejor de lo que piensas. Quería a Tom, Nina. Y él me quería. Éramos jóvenes, seguimos siéndolo, pero sabíamos lo que sentíamos. Lo que seguimos sintiendo. Lo que intentaste hacernos no te ha salido bien. Tom no necesitaba tu permiso para estar conmigo antes y yo tampoco. Y seguimos sin necesitar tu permiso. —Se puso en pie y cogió su bolso.
—Por favor, Gracie. No te vayas. —Nina hablaba con voz ansiosa—. Lo siento, Gracie. Siento muchísimo haberte hecho daño. Haberle hecho daño a Tom. Tenía muchos motivos, de verdad que sí, pero no puedo… no es… no sé cómo… —Empezó a llorar de nuevo, con desgarradores sollozos—. ¿Qué hago, Gracie? ¿Qué hago si no quiere volver a hablarme?
—Lo siento, Nina, pero no lo sé.
Los sollozos de Nina se intensificaron y se cubrió la cara con las manos.
—Lo siento, Gracie. Lo siento muchísimo, por todo.
Gracie la miró un momento. Por un instante, volvió a ser una niña, allí, con Nina, dieciséis años atrás. En ese momento, supo lo que debería haber sabido entonces. Se acercó a ella y por un segundo, un brevísimo segundo, le tocó el hombro.
—Yo también lo siento, Nina.
Nina seguía llorando cuando Gracie se marchó.
Tres días más tarde, Gracie estaba en el aeropuerto, esperando que aterrizara el vuelo de Tom procedente de Perth. Habían hablado antes de que despegara el avión. Habían hablado mucho, todos los días, sobre su visita a Nina, sobre lo que había dicho, sobre lo que ambas habían dicho. Gracie había analizado su encuentro con Nina una y otra vez. Sentía ramalazos de ira, sentía tristeza, sentía muchas emociones contradictorias hacia ella. Lo había hablado con Tom, y entre los dos seguían intentando encontrarle sentido a las decisiones de Nina. ¿Era posible la comprensión siquiera? ¿El perdón? En caso negativo, ¿qué alternativa tenía? ¿No volver a hablar con Nina? ¿Cortar el contacto? ¿Hacerle pasar el mismo infierno que ellos habían pasado? Habían mantenido conversaciones recurrentes sobre el tema. Hablaron de muchísimas cosas, de su pasado, de ese lapso de ocho años, de su futuro. Las posibilidades eran infinitas. Tenían muchos planes que hacer juntos. Una vida en común que planificar. Pero todas las conversaciones volvían a Nina. Lo que le pasara a continuación estaba en sus manos, reconocieron a la postre. Podían escoger hacerle daño, castigarla por el daño que les había causado. O podían seguir intentando comprender por qué había hecho lo que había hecho. Buscar la manera de perdonarla.
Esa misma mañana, Tom la había llamado para decirle que acababa de hablar con su madre. Había decidido ir a su casa. No de inmediato, pero sí cuando se sintiera cómodo. Gracie no le había preguntado los detalles de la conversación. Todavía no. Pasara lo que pasase, era algo entre Tom y Nina.
En ese momento, mientras esperaba su vuelo, se sentía tan nerviosa y tan emocionada como si fuera su primer encuentro. Deambuló por la terminal. Comprobó las pantallas cada cinco minutos, por si llegaba con adelanto. Se sentó unos minutos delante de la puerta de llegadas antes de que el nerviosismo la obligara a caminar de nuevo. Echó un vistazo en una librería, miró los productos de una tienda de recuerdos, pasó por delante de una tiendecita de ropa.
Y allí lo vio, colgado de un perchero. Un abrigo rojo como el que tenía en Londres. Mientras viajaron juntos, mientras se confesaban con timidez cuándo se habían enamorado el uno del otro, Tom siempre le decía que fue cuando la vio esperándolo en la estación de Paddington con su abrigo rojo. De repente, le pareció imperioso llevar en esa ocasión un abrigo rojo. Se lo probó. Le quedaba perfecto.
Volvió a la puerta de llegadas, con el abrigo rojo. Miró la pantalla. Faltaban diez minutos. Cinco minutos. Y después apareció el mensaje de que el avión había aterrizado. ¿Sería el primero en aparecer? ¿El último?
Quince minutos y muchos pasajeros después, lo vio. Dio un paso adelante, se detuvo y esperó.
Lo vio mirar hacia el grupo de personas que esperaban, vio el momento en el que la localizó entre la multitud y vio cómo su expresión cambiaba. Lo vio sonreír, esbozar la sonrisa más hermosa que había visto en la vida. Tom echó a andar hacia ella. Se reunieron a medio camino.
A su alrededor, los demás pasajeros también sonrieron al ver a la joven pareja abrazándose. Tom hablaba, ella hablaba, y después, cogidos de la mano, se acercaron a las hileras de sillas y se sentaron el uno junto al otro, sin soltarse de las manos.
Una hora más tarde, seguían allí, seguían hablando, y las palabras quedaban interrumpidas de vez en cuando por los besos y las sonrisas, ya que ambos tenían mucho que contar, mucho que escuchar, como si no tuvieran tiempo suficiente para decirse todo lo que necesitaban decirse.