En Londres, Henry mantenía una conversación difícil. Era la segunda conversación difícil del día. Hablar con Eleanor ya había sido bastante duro. Si bien había averiguado que los niños estaban bien, le había quedado clarísimo en cuestión de segundos que estaba furiosa. Todavía. Más furiosa que antes. Su voz no era fría, sino gélida. No perdió el tiempo saludándolo. En cuanto confirmó que estaba en Londres, insistió en que lo dejara todo y se «presentara» en su casa a mediodía. Ella volvería a casa entre clase y clase para verlo. Tenían que hablar de algo extremadamente importante.
—Pero mi vuelo a San Francisco sale a las dos.
—Cámbialo. Esto es más importante.
—¿No podemos solucionarlo por teléfono?
—No, Henry, no podemos.
—Tengo otros planes…
—Ve a mi casa, Henry.
En ese momento, la de la voz gélida era Adele. Comenzó a helarse nada más decirle que tenía que cambiar su vuelo para asistir a una reunión de última hora.
—Pero eso quiere decir que no volverás a tiempo para la cena de esta noche. Ya sabes lo importante que es para mí. ¿De qué es la reunión? ¿Con quién es?
—Un antiguo socio de negocios.
—¿Hombre o mujer?
—Mujer.
—Vamos, que es una antigua novia.
Empezaba a desear haber sido más sincero con ella desde el principio.
—Adele, cariño, por favor. ¿De verdad crees que tengo una vida sentimental tan ocupada? Es una colega. Fuimos socios en un proyecto inmobiliario hace unos cuantos años y han surgido unos detalles que tenemos que discutir.
—¿Qué proyecto inmobiliario?
«Basa la mentira en la verdad, Henry», se dijo.
—Un complejo de apartamentos llamado Templeton Hall, en la zona norte de Londres.
—¿Residencial o comercial?
—Residencial, pero con posibilidades comerciarles. Eso es de lo que tenemos que hablar. Adele, cariño, siento mucho lo de esta noche. ¿Por qué no vas con una de tus amigas?
—Tengo un Máster en Administración de Empresas y soy licenciada por Harvard, Henry. No me tomes por tonta. ¿Estás liado con esta «colega»?
—No, de verdad que no.
—¿Piensas liarte con ella?
—No, eso también te lo puedo asegurar.
—¿Piensas romper conmigo?
—Adele…
—Henry, ¿me tomas por idiota? Estabas con alguien cuando nos conocimos. Sé que eres capaz de hacerlo. ¿Te importaría ser sincero conmigo y ahorrarnos a los dos muchos problemas?
—Te prometo que romper contigo es lo último que se me ocurriría.
—Bien. —Le cambió la voz y adoptó un deje infantil—. Vuelve a casa pronto. Te echo de menos.
En el taxi de camino a casa de Eleanor esa misma mañana, con las dos conversaciones resonando en su cabeza, Henry aprovechó la oportunidad para cerrar los ojos. Era demasiado viejo para eso. Sin embargo, ¿cuál era la alternativa? ¿Bajar el ritmo? ¿Renunciar a todo lo que le daba placer en la vida: la emoción de los negocios, perseguir nuevos sueños, seducir a hermosas mujeres? No, tal vez no había llegado el momento. Al fin y al cabo, solo tenía sesenta y pocos. Era cuestión de mantener el cerebro aguzado. De mantener el pulso de las cosas, como solían decir.
Desde una edad muy temprana sabía que para tener éxito, no solo en los negocios, sino también en la vida, había que tener determinación. En el colegio, como único estudiante becado en unas aulas llenas de niños ricos, había aprendido a sacarle todo el provecho a lo que tenía: ingenio, encanto y un buen cerebro. No se trataba de ser calculador ni egoísta. Se trataba de planificar con antelación, como en el ajedrez. Se trataba de sopesar las opciones y hacer el movimiento más ventajoso. De reconocer las oportunidades cuando se presentaban y de colocarse en la mejor posición para tener toda la ventaja posible.
Y esa había sido la historia de su vida, ¿no? Aprovechar las oportunidades, cuando se presentaban, en el trabajo o en la vida. A veces era cuestión de suerte, otras era por planificación, y en ocasiones era una respuesta totalmente emocional. Como conocer a Eleanor. En su caso fue un flechazo. Por supuesto, Eleanor y él habían tenido sus altibajos a lo largo de los años. ¿Qué matrimonio no los tenía? Y también reconocía que había sido el culpable de algunos de esos problemas, pero tampoco se había comportado peor que muchos de sus conocidos. Y con independencia de lo sucedido entre ellos, habían tenido y criado cuatro maravillosos hijos. Al echar la vista atrás, se percató de que sus problemas conyugales comenzaron cuando su vida profesional empezó a inmiscuirse en su vida familiar. Comenzó a abarcar demasiado, a aceptar demasiados clientes, a elegir a los clientes equivocados, a tomar malas decisiones, a cometer algún que otro error de juicio. A agitar el avispero. Visto así, no era de extrañar que hubiera aprovechado la oportunidad de comenzar de cero, no solo para él, sino para toda la familia, cuando se le presentó, ¿verdad? ¿No era eso lo que los ingleses llevaban siglos haciendo? ¿No llevaban siglos marchándose a Australia para reinventarse?
Incluso después de los difíciles años posteriores, cuando Eleanor le leyó la cartilla, cuando se vio obligado a trabajar más de lo que había trabajado en la vida para poder pagar las facturas (todas las facturas de las que ella estaba al tanto y, por desgracia, más todavía), solo tenía buenos recuerdos de su paso por Australia, de lo divertido que había sido para toda la familia. Incluso a Eleanor le había encantado el lugar, aunque solo fuera al principio y al final…
—Trece libras, señor. Gracias.
El taxista tuvo que repetírselo dos veces. Henry no se había dado cuenta de que habían llegado. Nunca había ido a ver a Eleanor a esa casa y tampoco reconocía la zona. Le dio un billete de veinte libras, le dijo al taxista que se quedara el cambio y se bajó del coche.
Diez minutos después, Henry seguía esperando que Eleanor le explicase el motivo de ese encuentro. Su comportamiento lo estaba inquietando, aunque no dejó que ella se diera cuenta. Había esperado encontrarla furiosa desde que recorrió el camino del jardín y Eleanor abrió la puerta pintada de azul. Lo que no había esperado era esa inusual compostura.
Eleanor lo había saludado como si nada, como si se hubieran visto por última vez el día anterior y no ocho años antes. Apenas reaccionó a su halago cuando le dijo (en serio) que estaba estupenda. Le ofreció una taza de té que incluso le sirvió ella misma. Cuando se sentaron el uno frente al otro en su pequeño pero elegante salón, lo puso al día con la situación de los niños. Sintió un ramalazo de culpa por no verlos más a menudo, pero Eleanor ni siquiera lo censuró por eso. Se sorprendió, incluso se quedó perplejo, cuando mencionó que Gracie estaba en Australia, en Templeton Hall, de hecho. Sin duda, deberían habérselo dicho, ¿no? Ocultó su sorpresa bastante bien, como también la ocultó al enterarse de que Hope también había pensado ir, pero que había tenido que cancelarlo al caerse por las escaleras la noche anterior y romperse una pierna.
—Por suerte para ella, su cuenta corriente es tan abultada que puede permitirse un hospital privado muy lujoso —le dijo Eleanor al tiempo que rellenaba las tazas con más té.
—Me alegro —replicó él, aún receloso, mientras preguntaba por qué Eleanor creía necesario contarle todo eso.
—Ha sido una pena, la verdad. Estaba impaciente por regresar a Templeton Hall. Por el bien de su propia recuperación, pero también por otro motivo, según he sabido. Cuando hablé con ella esta mañana, cuando le dije que nos íbamos a ver hoy, se emocionó. Parece que quiere proponernos un negocio, Henry. Relacionado con Templeton Hall.
—¿Por eso me has llamado?
—No solo por eso, no. Pero menuda coincidencia, ¿no crees? —Eleanor bebió un sorbo de té—. Quiere saber si consideraríamos alquilarle Templeton Hall por una larga temporada, para poder fundar un centro de desintoxicación para alcohólicos y drogodependientes. Es ideal, o eso me ha dicho. Una propiedad hermosa y aislada, del tamaño indicado. Al aparecer, se puede hacer una fortuna en ese sector. Qué pena que no lo supiéramos. Con todos los años que lleva vacío…
La inquietud de Henry aumentaba por momentos. Nunca había visto a Eleanor de ese humor.
—Podríamos pedirle que nos preparase un informe —comentó en un intento por ganar tiempo para pensar.
—Es una idea. —Eleanor soltó la taza—. Henry, te he pedido que vengas para discutir qué vamos a hacer con Templeton Hall cuando muramos.
—¿Morir? ¿Estás enferma? ¿Te han dado una mala noticia?
—No, Henry, estoy estupendamente. Pero estoy envejeciendo y quiero poner al día mi testamento. Y como Templeton Hall es la propiedad más grande que tenemos a nuestro nombre, he estado pensando mucho en el tema. Sobre todo desde que los últimos acontecimientos han dejado bien claro que ninguno de nuestros hijos está interesado en la propiedad, aunque en ella estén sus raíces.
—¿No están interesados? ¿Ni siquiera Gracie?
—Ni siquiera Gracie. De hecho, me llamó anoche para decirme que se ha ido de Templeton Hall. Me dijo que se había dado cuenta de que fue un lugar especial para ella, pero que ya no necesitaba pasar más tiempo en la mansión.
—Eso me sorprende.
—¿En serio, Henry? Sí, supongo que es normal. Porque tampoco te has interesado mucho por tus hijos últimamente, ¿verdad? A ver, ¿cuánto hace que no ves a Audrey? ¿Y a Charlotte?
—Hablamos de vez en cuando. Pero, Eleanor, ¿Nueva Zelanda? ¿Chicago? ¿Irlanda? Los niños no se han quedado muy cerca de casa que digamos.
—Siempre es culpa de los demás, ¿verdad, Henry? —Eleanor se puso en pie—. Pero dejemos la discusión sobre los niños para otro momento si no te importa. Tú y yo tenemos cosas más importantes de las que hablar hoy. —Cogió una carpeta de la mesita auxiliar y la colocó delante de él—. De esto, por ejemplo.
Henry titubeó antes de coger la carpeta.
—¿Qué es?
—A lo mejor me lo puedes decir tú.
Abrió la carpeta. Y apareció un tic nervioso en su mentón. No dijo nada.
—¿Qué es, Henry?
—Un contrato de alquiler.
—Sí, Henry. Un contrato de alquiler.
—Creía que yo tenía la única copia.
—Pues te equivocaste. Tu espantoso método de archivo siempre será tu perdición, ¿verdad? Es evidente que escondiste una copia, no muy bien, en una carpeta en tu archivador de Templeton Hall. ¿Se te pasó por la cabeza lo que yo pensaría, o lo que pensaría alguno de nuestros hijos, si llegaba a encontrarlo?
No contestó.
—Dime en voz alta lo que es, Henry, por favor. Incluso después de todos estos años creo que necesito oírlo de tus labios para creérmelo.
Henry titubeó antes de hablar:
—Es el contrato de alquiler de Templeton Hall. Un alquiler por veinte años. —No apartó los ojos del papel que tenía delante.
—Salvo que no es Templeton Hall, ¿verdad, Henry? Porque no teníamos derecho a llamarlo así. Porque no tenía nada que ver con nuestra familia, ¿verdad?
En ese momento, levantó la vista.
—Eleanor…
—No lo heredaste, ¿verdad, Henry? Tus ancestros no pusieron un pie en Australia. Se lo alquilaste, como una escapatoria rápida, a uno de tus clientes. Me imagino que a aquel viejo de Yorkshire. Lo alquilaste y luego viniste a casa y me mentiste, me mentiste una y otra vez, y has seguido mintiendo. ¿Por qué, Henry? ¿Por qué?
—Por favor, Eleanor, no te alteres. Tranquilízate. Hay una explicación lógica.
Eleanor soltó una carcajada.
—¿Que me tranquilice? ¿Que hay una explicación lógica? ¿¡Cómo!? No solo hiciste que lo dejáramos todo, no solo hiciste que nos mudáramos al otro lado del planeta para regentar un negocio familiar que de familiar no tenía un pelo, no solo malgastaste lo poco que quedaba de mi herencia en reformas extravagantes e innecesarias…
—Eleanor…
—Sino que todo, absolutamente todo, estaba basado en una mentira. Seguro que sabías que nunca habría accedido a hacerlo de haberme enterado que en realidad era una propiedad alquilada.
—Claro que lo sabía. Por eso tuve que mentir.
—¿Que tuviste que mentir? Así que, una vez más, no es culpa tuya… Yo te obligué a mentir, porque de lo contrario no nos habríamos ido. —Ya no gritaba. Su voz era fría—. ¿Te paraste a pensar siquiera en las repercusiones? ¿Te paraste a pensar en lo que sentirían los niños si se enteraban? Con razón no podíamos venderlo cuando estábamos de deudas hasta el cuello. Porque no era nuestro. —Soltó una carcajada seca y amarga—. Dime una cosa, Henry, ¿sigues pagando el alquiler? ¿Aunque ha estado vacío todos estos años?
Henry se encogió de hombros, un gesto muy fugaz.
—Era un contrato blindado. No podía romperlo.
—¿Más dinero tirado? ¿Cuánto es, Henry? ¿Miles y miles de libras todos los años para que Templeton Hall siguiera vacío? ¿Te has vuelto loco? ¿Has perdido el juicio? ¿Es que nunca se te ocurrió contarme la verdad?
—¿Para que te preocuparas todavía más? Eleanor, claro que no. Pero ahora veo que tal vez debí hacerlo. —Sonrió—. ¿Te das cuenta de lo mucho que te necesitaba? Siempre aplacabas mis peores impulsos.
Eleanor tiró la carpeta al suelo, evidentemente furiosa.
—Ni se te ocurra intentar engatusarme, Henry Templeton. Guárdate tus falsos cumplidos y tus mentiras. No, de hecho, no lo hagas. Resérvalo todo para mi hermana. Ojalá que le subarrendes Templeton Hall, Henry. Os merecéis el uno al otro, con todas vuestras mentiras y vuestros engaños. Ojalá le saques una pasta. Ojalá abra su última clínica sacacuartos y ojalá que el edificio se le derrumbe encima. Que se os derrumbe a los dos encima.
—Eleanor, no hablas en serio. Lo pasamos bien allí. Te acuerdas, ¿no? Por favor, no reescribamos la historia.
—¿Qué historia? Todo el tiempo que pasamos allí está cimentado en mentiras. Tus mentiras. ¿Cómo terminó, Henry? ¿Te acuerdas? ¿Quieres que te lo recuerde? Terminó mal. Muy mal.
—Al principio, sí, pero ya están saldadas todas las deudas, ¿no? Había pensado decírtelo un día de estos, Eleanor. Claro que iba a decírtelo. Pero, ¿para qué hacerlo antes de que fuera a cumplir el contrato? Además, supongo que en el fondo tenía la esperanza de que pudiéramos renovar el contrato y regresar, reanudar las visitas turísticas guiadas, puede que no toda la familia, pero si dos o tres. Gracie sobre todo. Fue una época maravillosa para nuestra familia, ¿no crees, Eleanor? Nos lo pasábamos muy bien a veces. Por favor, no te enfades tanto.
—¿Que no me enfade tanto? ¿Quieres que me ría? ¿Crees que está bien que hayas mentido, no solo a mí, sino a todos nosotros? ¿A tus propios hijos?
—No era una mentira, solo una historia adornada. Tienes que apreciar la diferencia. Eleanor, por favor, no te pongas así.
Eleanor cruzó los brazos por delante del pecho.
—Tienes razón, Henry. Debemos ser lo más civilizados que podamos.
Henry se puso en pie, sonriendo, sin hacer caso al hecho de que ella había retrocedido.
—Eleanor, ¿cuándo llegamos a este punto donde solo hay amargura entre nosotros?
—A ver… —contestó Eleanor, ladeando la cabeza—. ¿La primera vez que me fuiste infiel? ¿O la enésima? ¿La primera vez que descubrí que me habías mentido sobre las deudas que teníamos, sobre los tratos que habías hecho y sobre los problemas en los que nos encontrábamos? ¿Cuando encontré el contrato de alquiler de Templeton Hall, cuando me di cuenta de que no solo me habías mentido a mí, sino que también habías mentido a nuestros hijos? O tal vez la gota que colmó el vaso fue cuando descubrí hace ocho años que te habías acostado con Nina.
La sonrisa de Henry desapareció.
—¿Lo sabes?
—Sí, Henry. Me enteré el mismo día que Nina me dijo que su hijo no volvería a andar por culpa del accidente que habían provocado nuestros hijos. El momento perfecto para mantener esa conversación. —Eleanor hablaba con voz tranquila y expresión serena—. ¿Cuánto tiempo llevabais liados? ¿Puedes decírmelo? ¿Todo el tiempo que estuvimos viviendo allí?
—Claro que no.
—¿Claro que no? —repitió con una carcajada—. Porque tú nunca harías nada semejante, ¿verdad? Henry, ¿qué más da a estas alturas? ¿Es que ni siquiera ahora me puedes decir la verdad?
—Eleanor…
—¿Sabes lo que más me avergüenza, Henry? No por ti, sino por mí. Que hasta ese instante en Roma, cuando Nina me contó lo vuestro, habría vuelto contigo si me lo hubieras pedido. Cuando Spencer me llamó para decirme que los tres habían tenido un accidente, me moría de ganas de llamarte. Quería pasar por todo eso contigo. Quería que estuvieras allí conmigo y supe que nunca había dejado de quererte, por más que me doliera a veces. Ha sido como una enfermedad para mí, Henry, el quererte pese a lo mal que me has tratado. Aquel mismo día había decidido que quería volver a intentarlo. Esperaba que no estuvieras con otra persona. Pero después descubrí que sí habías estado con otra. Que posiblemente siguieras con ella. Y no con una cualquiera. Habías estado con Nina. Mi amiga Nina.
—Las cosas no fueron así.
—¿En serio? ¿Dio la casualidad de que pasabas por Australia? ¿De que os cruzasteis en Templeton Hall una tarde? ¿Os metisteis en la cama por casualidad?
—Eso fue lo que pasó.
—¡No, Henry! Basta de mentiras. —Volvió a gritar de repente—. ¿Nunca te cansas de ti mismo, nunca te cansas de lo enredado que estás en tus propias mentiras?
—Eleanor, lo de Nina fue algo sin importancia.
—¿Nunca la volviste a ver? —Al verlo asentir con la cabeza, continuó—. Pero prometiste que volverías, ¿verdad?
El silencio de Henry fue respuesta suficiente.
Eleanor estaba rígida.
—Pues no solo me hiciste daño a mí, Henry. Por tu culpa, por culpa de las promesas que le hiciste a Nina y que no cumpliste, creo que Nina eligió castigar a otra persona. Ni a ti ni a mí, sino a nuestra hija. Cortó cualquier contacto entre Tom y ella, y ahora creo que conozco el motivo. No tuvo nada que ver con el accidente ni con las heridas de Tom. Tuvo que ver con lo que tú le habías hecho.
—Eleanor…
—¿Recuerdas cómo estaba Gracie después del accidente, Henry? ¿Recuerdas que nos suplicaba que nos pusiéramos en contacto con Nina, que la ayudáramos a ponerse en contacto con Tom? Me avergüenza reconocer que no lo hice. Podría haberlo hecho, pero no lo hice. Y Gracie tiene el corazón destrozado desde entonces.
—No estoy dispuesto a aceptarlo. Fue un accidente. Tom y ella eran unos críos.
—Henry, yo tenía diecinueve años cuando te conocí. La misma edad que Gracie cuando se enamoró de Tom. Sé que un amor así puede durar toda la vida. Te quise entonces y, como la tonta que era, te seguí queriendo sin importar lo que hicieras. ¿Y de qué me ha servido? —Eleanor comenzó a llorar con unos sollozos desgarradores.
Henry titubeó un momento antes de acercarse a ella. Sus cuerpos encajaron como dos piezas de un puzle, tan familiarizados estaban el uno con el otro. Abrió los brazos y ella los aceptó, pegándose a él.
—Lo echaste todo a perder, Henry. —Hablaba entre lágrimas—. Lo echaste todo a perder.
Seguían así, abrazados el uno al otro, cuando la puerta se abrió. Era Spencer, con una mochila y aspecto de llevar días sin dormir.
—Mamá, Ciara me ha echado de casa. ¿Te parece bien que…? —Dejó la frase en el aire y miró a sus padres—. ¿Qué hacéis los dos? ¡La leche! ¿Habéis vuelto?