Nina tardó veinte minutos en encontrar lo que quería una vez que llegó a su casa de Brunswick. La lata de galletas estaba en la parte posterior del armario del vestíbulo, debajo de una maleta vieja y detrás de la tabla de planchar. La había cambiado de sitio muchas veces a lo largo de los años, pero esa era la primera vez que se planteaba la posibilidad de mirar lo que contenía.
Abrir la tapa fue más fácil de lo que pensaba. La lata estaba llena de papeles: cartas, faxes, postales… veinte o treinta y todas dirigidas a ella. La mayoría con la letra de Gracie.
No eran las cartas que Gracie le había escrito a Tom. Todas esas las tiraba tan pronto como llegaban. Y lo hacían día tras día, redirigidas desde otras direcciones de Victoria, desde la academia de críquet de Adelaida e incluso desde la comisaría de policía de Castlemaine. Nina se sintió acosada por Gracie, acosada por toda su familia. Las palabras de Eleanor seguían reverberando en su cabeza y se mezclaban con el shock y la furia que sentía cada vez que miraba a su pobre y destrozado Tom. Volvió a sentir toda la humillación que le provocó Henry: sus promesas, su labia, lo fácil que había sucumbido a su encanto, lo pronto que se había metido en la cama con él, lo rápido que se había enamorado. Cada vez que tiraba una de las cartas de Gracie, esperaba librarse en parte del desprecio que sentía por sí misma. Pero no fue así. Lo único que consiguieron esas cartas fue aumentar su afán de proteger a Tom, su decisión de hacer todo lo necesario para evitarle más dolor.
Las furiosas palabras que su hermana le había dicho el día anterior en el aeropuerto todavía le escocían. Su hermana también la había llamado por teléfono esa mañana desde Cairns.
—¿Has llamado ya a Tom? ¿Te ha llamado él? Nina, no voy a mentirte. Anoche le dejé un mensaje en el buzón de voz. Tienes que arreglar todo esto mientras Gracie está en el país.
—Hilary, tienes que entenderme. Esto no es como cuando le conté lo de su padre…
—No, no lo es, porque en aquel entonces comprendí tus motivos. Pero, ¿hacérselo dos veces, Nina? ¿Mentirle dos veces a tu hijo e intentar destrozarle la vida por segunda vez? No tenías derecho.
—Fue todo muy complicado. El accidente, lo de Henry, lo de Eleanor…
—Lo que te pasó a ti no tenía nada que ver con Tom y con Gracie. Sin embargo, interferiste entre ellos. Te excediste. Le mentiste. Y también le mentiste a Gracie.
—Tú no lo viste aquel día, en aquel hospital de Italia…
—No, pero lo vi cuando volvió a casa. Y lo he visto esta misma semana. Sigue sin recuperarse, Nina, y tienes que arreglarlo. Tienes que arreglar esta situación mientras puedas.
—Me odiará.
—¿Eso es lo que te frena? Pues que sepas que eso empeora todavía más las cosas. Porque lo haces por ti, no por él.
—Tengo que pensarlo. Tengo que encontrar la forma apropiada de decírselo.
—Te doy de plazo hasta esta noche. Si no, lo llamo y se lo cuento todo. No voy a tolerar ni una excusa más, Nina. Aunque sea tu hijo, también es mi sobrino.
—No puedes hacerlo.
—Puedo hacerlo y lo haré.
La ira que le había provocado su hermana le había impedido pensar con claridad hasta hacía una hora. En ese momento, Nina se sentía… ¿Cómo? ¿Culpable? ¿O más bien…? ¿Aliviada? ¿Se sentía aliviada porque por fin la habían obligado a enfrentarse a ese tema?
En el fondo, siempre había sabido que algún día llegaría ese momento. Que Gracie aparecería o que Tom iría a buscarla. Pero ¿cómo podía decírselo? ¿Cómo empezaba? ¿Cómo iba a enfrentarse a su reacción? ¿A su furia? Sabía perfectamente cuál sería su primera pregunta. ¿Por qué? Y también suponía cuál sería la segunda. ¿Qué había hecho con las cartas de Gracie?
Había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que abrió esa lata, pero quizá, quizá, no las hubiera tirado todas. Si pudiera darle una, aunque fuera ocho años después, una al menos, tal vez sería un inicio. Se llevó la lata al salón, se sentó en el sofá y empezó a buscar entre los papeles.
Una hora después, las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Ya ni siquiera intentaba limpiárselas. En la lata no había encontrado ninguna carta de Gracie dirigida a Tom. Pero sí estaban todas las que le había escrito a ella cuando era una adolescente, desde la primera postal que le envió cuando llegaron a Londres después de dejar Templeton Hall hasta la nota que le envió poco antes de que Tom llegara a Londres durante su viaje en solitario por el mundo. Y todas las intermedias. Ocho años de la vida de Gracie, de sus esperanzas, sus sueños y sus preocupaciones, escritos página tras página y enviadas a su amiga Nina en Australia. Y no solo había cartas de Gracie, también había cartas, faxes y mensajes de correo electrónico remitidos por Eleanor. Una carta de agradecimiento de Charlotte desde Chicago. Incluso encontró varios faxes enviados por Henry. Eran las pruebas escritas de las relaciones que había mantenido con todos ellos. Incluso encontró un mensaje de correo electrónico impreso que Tom le envió durante su primer viaje a Londres, cuando tenía diecinueve años.
Pero fueron las cartas de Gracie las que más la afectaron. ¿Cómo podía haber olvidado a la verdadera Gracie? La había convertido en una especie de monstruo, en una acosadora que perseguía a su hijo. La verdadera Gracie estaba allí, en cada página, su espíritu, su personalidad, su inteligencia, su gran corazón obvio en cada frase mientras su letra cambiaba de la caligrafía casi infantil a la de una adolescente y después a la de una mujer. Su cariño por Nina y por Tom era palpable en cada línea. Esa era la verdadera Gracie. La Gracie que se había enamorado de Tom. La Gracie a la que Tom debía de haber querido.
La Gracie a la que ella había hecho sufrir tanto.
Nina todavía estaba en el sofá, rodeada de cartas, cuando sonó el teléfono. Miró la pantalla. Era Tom. Aún no podía hablar con él. No estaba preparada. Tenía que hacerlo con calma, tomar la decisión correcta esa vez. Dejó que saltara el buzón de voz, esperó y después escuchó su mensaje.
«Nina, soy yo. Tengo un mensaje de Hilary. Dice que cree que debería volver a Templeton Hall y que te pregunte por qué.» Una pausa. «Así que te estoy preguntando por qué.» Otra pausa. «Vale, luego te llamo. O llama tú si quieres. Hasta luego.»
En ese momento, Nina supo lo que tenía que hacer.
En Templeton Hall, Gracie había decidido dar un paseo. De forma automática, atravesó el jardín en dirección a la carretera principal. Avanzaba despacio, ya que tenía que pararse cada pocos metros para apartar alguna rama rota. Intentó colocar la valla en algunos tramos y enderezar el alambre, pero comprendió que para lograrlo se requería mucha más fuerza.
Se detuvo y se volvió para contemplar la mansión, pasando por alto los descuidados arriates y los árboles sin podar que la rodeaban. Se concentró en el edificio en sí, en la elegancia de su diseño y en las variaciones de color de la fachada. Durante los años que vivieron en ese lugar fue muy feliz, contando las horas que faltaban para abrirles las puertas a los turistas del fin de semana, guiándolos por el interior de la mansión, preguntándole a su padre detalles de toda la historia familiar y maravillándose por el lugar que ella ocupaba en esa larga historia. Para ella nunca fue un trabajo, no como lo fue para Charlotte, Audrey o Spencer. Y todas las guías de orientación para encontrar un empleo que había leído señalaban lo afortunada que podía considerarse una persona si encontraba trabajo realizando una labor que, además de ser remunerada, le gustara.
¿Sería una coincidencia que todos los trabajos por los que había pasado después del accidente estuvieran íntimamente relacionados con las personas? Las obras de caridad. El voluntariado. ¿Lo sería que se hubiera volcado en estudiar Historia, en la historia que se escondía detrás de las fechas y de los edificios? ¿Habrían sido todos intentos por revivir la felicidad que había sentido en Templeton Hall cuando desempeñaba su labor de guía turística?
Tal vez. Pero desde que llegó a Templeton Hall, desde que vio de nuevo a Tom, sus conclusiones habían cambiado. La realidad había reemplazado las historias que se había inventado. No solo sobre Templeton Hall, sino también sobre Tom. Por fin tenía una cosa clara. Aún lo quería. Lo supo nada más verlo de nuevo. Pero también sabía otra cosa: Tom era feliz sin ella. Se había recuperado. Había seguido con su vida.
Era un hombre de éxito, tanto en su trabajo como en su vida sentimental con Emily. Ya no podía dejar que su imaginación volara en ese sentido, por más que deseara en el fondo que el reencuentro hubiera sido diferente. Por fin tenía un punto concreto desde el que continuar con su vida, por fin sabía hechos concretos sobre Tom. ¿No era eso lo que había deseado durante todos esos años?
Entonces, ¿por qué se sentía tan mal de repente, como si todavía tuvieran algo pendiente?
Siguió caminando, fingiendo que era un paseo al azar, si bien en el fondo sabía perfectamente adónde se dirigía. A la casa de Nina. Se acercó lo justo para comprobar que estaba habitada. Por una familia con varios niños, según delataban los columpios del jardín y las coloridas camisetas y vestidos que se secaban en el tendedero. Escuchó voces y vio salir al porche a una madre con dos niños pequeños que volvieron al interior después de recoger lo que a ella le parecieron unos cuantos muñecos. Gracie esperaba que estuviera vacía. Esperaba volver a entrar para poder despedirse también en cierta forma de esa casa.
No le quedó más remedio que seguir caminando. Antes de darse cuenta, se encontró en la charca de los cangrejos. Durante los últimos años, Victoria había sufrido una severa sequía y devastadores fuegos forestales. Sin embargo, en esa zona había debido de llover recientemente. La charca tenía más agua de la que ella recordaba. Se detuvo en la orilla y miró al otro lado. Vio un montón de palos y planchas metálicas. Le resultó increíble. Los restos de la balsa a medio construir de Spencer y Tom seguían allí, cubiertos de tierra y matorrales, que crecían entre las oxidadas planchas metálicas. La imagen le arrancó una carcajada y después la dejó al borde de las lágrimas.
En ese instante, supo que no podía quedarse ni un minuto más en Templeton Hall. Bastante duro habría sido sin ver a Tom, pero ese momento le ofreció otra prueba más. Allá donde fuera, allá donde mirara, lo recordaría.
Sabía que si se marchaba, estaría dejando plantada a Hope; pero si alguien podía entenderla, era su tía. De todas formas, iría a recogerla al aeropuerto de Melbourne tal como habían acordado y la llevaría en coche a Templeton Hall. Se encargaría de comprar todo lo necesario para su estancia, pero no se quedaría toda la semana porque allá donde mirara, todo le recordaba lo que más necesitaba olvidar.
Iba de vuelta hacia la mansión, aunque seguía cerca de la charca, cuando recordó que llevaba encima algo más que simples recuerdos. Llevaba algo en el bolsillo de la chaqueta. El silbato que Tom le regaló. Estaba cerca del lugar donde se lo dio el día que estuvieron jugando al escondite, el día que fue a buscarla. En aquel momento, le dijo que lo único que tenía que hacer era silbar y él iría a rescatarla.
Estaba llorando cuando se lo llevó a los labios. El sonido que produjo fue muy débil, muy raro, más un graznido que un silbido. Soltó una breve carcajada, entre lágrimas. Eso le enseñaría a no ser tan melodramática. ¿Qué esperaba? ¿Silbar y que él apareciera por el horizonte con los brazos extendidos y le dijera que la perdonaba?
Ese era el momento de hacerlo por fin. De librarse de él. Era el último vínculo que la unía a él. ¿Y qué mejor sitio donde dejarlo que la charca, el lugar donde decidió hacía ya tantos años, cuando ella tenía once y él doce, que tal vez estaba un poco colada por Tom Donovan?
Volvió a la charca, se detuvo en la orilla, levantó el silbato y le dio un último apretón mientras acariciaba la inscripción con el pulgar. Después, lo lanzó con todas sus fuerzas.
Miró hacia abajo. Tenía el puño cerrado. No había soltado el silbato. No podía separarse de él por más recuerdos que despertara, buenos o malos. En ese instante, lo sabía con total certeza.
Lo mantuvo a salvo en la mano durante todo el camino de vuelta a Templeton Hall.
En Brunswick, Nina se sentía más sola y desolada que nunca. En otras circunstancias, habría llamado a Hilary, segura de poder encontrar el consuelo y la solidaridad de su apoyo y su consejo. O habría llamado a Tom, ya que le encantaba poder hablar un rato con su hijo, con ese hijo tan valiente, tan fuerte y tan inteligente. Pero esa vez no podía hacerlo. Las dos personas que más quería y que más le importaban eran también las dos personas que más enfadadas estaban con ella.
Contarle a Hilary lo que había hecho con las cartas de Tom y de Gracie había sido difícil. Contárselo a Tom había sido mil veces peor. Había necesitado tres intentos antes de encontrar el momento y las condiciones adecuadas para hablar con él. Porque esa no era una conversación para mantenerla mientras él estaba en la tribuna de prensa del estadio de críquet, ni trabajando con el ordenador, ni pendiente de entregar un artículo a tiempo. Sabía lo mucho que trabajaba cuando estaba fuera cubriendo un partido, lo importante que era para él. Esperó hasta que estuvo de vuelta en la habitación del hotel. No quiso perder tiempo hablando de otras cosas. Fue directa al grano tan pronto como Tom contestó.
—Tom, necesito decirte una cosa.
—Eso suena fatal —replicó él con voz tranquila y relajada.
Diez minutos después, una vez que acabó de contarle todo, su voz era gélida. No había furia, ni gritos. Solo preguntas. ¿Dónde estaban las cartas? ¿Cuántas habían llegado? ¿Adónde las había enviado Gracie?
Y después las más difíciles de todas:
—¿Por qué, Nina? ¿Por qué me hiciste algo así? ¿Por qué se lo hiciste a Gracie?
—Solo intentaba protegerte.
—¿¡Protegerme de Gracie!? Ella me habría ayudado, no me habría hecho daño.
—Eso lo sé ahora. Pero en aquel entonces estaba tan preocupada por ti, tan…
No podía contarle el resto. No podía contarle lo que había pasado entre Henry y ella mientras él seguía casado con Eleanor. Bastante mala opinión tenía ya en ese momento de ella. Eso destruiría su relación para siempre. En cualquier caso, Tom no le dio la oportunidad de continuar hablando.
Con voz desabrida y distante, le dijo:
—Tengo que irme.
—Pero ¿qué vas a hacer con…?
No le contestó. Le colgó sin más.
Al principio, se limitó a llorar. No solo por el hecho de que Tom le hubiera colgado, no por el dolor, por la furia que había reconocido en su voz. Lloró por sí misma; por Nick; por haber arruinado su vida, una vida que carecía de sentido; por haber destruido su relación con Hilary; por los errores que había cometido en la vida y que seguía cometiendo. Por la única cosa, por la única persona de la que se sentía orgullosa y satisfecha: Tom. Él le había dado sentido a su vida y ella le había correspondido de la peor manera posible.
Las lágrimas cesaron a la postre. La casa estaba casi en silencio, ya que solo se escuchaba el zumbido del frigorífico y el tictac del reloj de la cocina. Siguió donde estaba, tumbada en el sofá. A su mente acudieron otros pensamientos. Pensamientos incómodos y sentimientos que había logrado desterrar durante ocho años.
¿Seguro que había tirado las cartas por el bien de Tom? ¿Para protegerlo? ¿O llevaba razón Hilary? ¿Lo había hecho para protegerse también a sí misma?
Se obligó a rememorar la discusión que mantuvo con Eleanor en el hospital de Roma. Ambas estaban en estado de shock, con sus hijos heridos. Por su parte, ella sufría los estragos del cambio horario y la cabeza le daba vueltas porque era incapaz de creer que todo lo que estaba pasando fuera real. Había soportado el larguísimo vuelo temiendo encontrarse las peores noticias al llegar a Roma. Y después tuvo que enfrentarse a la imagen de Tom en la cama con la cara amoratada y llena de cortes, inmóvil, mientras ella trataba de comprender lo que le decían en un inglés inconexo. Las terribles y traumáticas noticias de que su hijo, ese chico fuerte y deportista, jamás volvería a andar.
Y después volvió a ver a Eleanor. Una Eleanor tan tranquila. Tan controlada. La ganadora de ese concurso maternal regido por la suerte. Los dos hijos de Eleanor también viajaban en el coche, sin embargo, había sido el suyo, su único hijo, quien sufrió las heridas. Y estaba herido por culpa de Gracie, que era quien conducía. Estaba herido por relacionarse con los Templeton. Mientras iba en busca de Eleanor, por su cabeza comenzaron a pasar un tropel de pensamientos terribles, furiosos y perturbadores. Hasta ese momento, no había pensado en Henry, ya que toda su atención estaba puesta en Tom, en su desesperada situación, en las adversidades que le depararía el futuro cuando tuviera que llevárselo de vuelta a casa y decirle que jamás volvería a andar, que esa vida prometedora y saludable había acabado.
Al principio, entre Eleanor y ella hubo simpatía y entendimiento. Pero después la ira la poseyó, la necesidad de devolver el daño que sentía, de vengarse. Se escuchó mencionar a Henry y decirle a Eleanor que se había acostado con él, con la intención de provocar alguna reacción. Con la intención de que sufriera al menos un poco. Y funcionó. La expresión de Eleanor cambió al instante. Toda su simpatía desapareció. Nina recordaba voces airadas, furia, acusaciones, negaciones, un momento de tragedia compartida que de repente se transformó en otra cosa, en algo más retorcido. La conmoción y el miedo que la embargaban cristalizaron en una rabia dirigida no solo contra el accidente, sino también contra Henry, Eleanor, Gracie y todos los Templeton.
Y fue esa misma rabia la que la ayudó a soportar todas las dificultades posteriores. Su amor por Tom fue la base en la que se apoyaba, su motivo para seguir siendo fuerte, pero la rabia contra los Templeton le otorgaba un extra de adrenalina, más determinación. Cada vez que recordaba a Henry, se castigaba pensando en la cara de Eleanor. En el fondo, todavía seguía esperando, deseando, que Henry se pusiera en contacto con ella. Esperaba, necesitaba, que le dijera lo mucho que lamentaba lo de Tom. Ansiaba recuperar las sensaciones que él había despertado en su interior, tanto en el plano físico como en el emocional. Pero solo obtuvo un continuo silencio.
Cuando las cartas de Gracie comenzaron a llegar, no tuvo el menor reparo en leerlas. También le escribió a ella, pidiéndole perdón. Las tiró todas. Para proteger a Tom, se dijo en aquel entonces. Fue muy fácil no hablarle a Tom de las cartas. En sus vidas ya no había cabida para los Templeton. Henry había decidido distanciarse de ella, y ella (y, por consiguiente, Tom) harían lo mismo. Se inventó una conversación con Gracie en el hospital de Roma y la reprodujo delante de Tom sin el menor atisbo de culpa y sin titubeos. Le dijo que Gracie no quería saber nada más de él. Si Henry la hería con su silencio, ella le haría lo mismo a Gracie.
Ahí estaba. Esa era la verdad. Por fin era capaz de admitirlo. Le había ocultado a Tom las cartas de Gracie como venganza por el dolor que ella sentía. Por el dolor que le provocaba el silencio de Henry. Por la ira que sentía contra Eleanor, porque sus simpáticos hijos, con sus maravillosas vidas, habían salido ilesos del accidente. También se había llevado las cartas que Tom le escribió a Gracie en el hospital a sabiendas de que no iba a enviarlas. Era lo mejor, se dijo. No solo para ella, sino también para Tom.
Sin embargo, las cartas de Gracie siguieron llegando, semana tras semana. Nina acabó enviándole una breve nota a Gracie. La escribió después de un día espantoso en la clínica. Tom había pasado una jornada terrible, ya que sus nuevos dolores implicaban nuevas pruebas y muchos traslados de un sitio para otro. Al final, acabó llorando por la frustración y ella tuvo que tragarse sus propias lágrimas mientras deseaba poder hacer algo para librarlo del dolor. Cuando llegó a casa y se encontró otra carta con la letra de Gracie, perdió los estribos. Ventiló toda su rabia y desesperanza con esa carta mientras la rompía en pedazos y después hizo lo que había jurado no hacer. Le respondió. Había estado a punto de rasgar el papel con el bolígrafo mientras escribía su respuesta. La envió esa misma noche. Al día siguiente, ni siquiera recordaba lo que había escrito, pero funcionó. Gracie no volvió a escribir más.
Después, atravesó un periodo durante el cual cuestionó la decisión que había tomado, según pasaban los meses y asimilaba la realidad de lo que les esperaba. Después de otro largo día difícil para Tom, un día de dolor y desilusiones, intentó encontrar algo que pudiera animarlo. De repente, pensó en Gracie. Y se obligó a hacerle la pregunta. ¿Querría volver a ponerse en contacto con Gracie?
Tom respondió con una negativa inmediata. Tajante. Y ella lo interpretó como la prueba de que había tomado la decisión correcta, de que había hecho lo correcto para ella y para Tom. En ese momento, decidió que la única forma de seguir adelante pasaba por convertirse en un frente unido con su hijo, como siempre habían sido, los dos solos contra el mundo. Le dedicó a su hijo todo su tiempo y energía. Y solo les permitió el acceso a sus vidas a las personas que ella creía que podían ayudarlo. Stuart Phillips y su familia. Los médicos de la pequeña clínica de rehabilitación de Melbourne. Todos ellos, empleados a fondo en preparar a Tom para su nueva y diferente vida.
Y luego llegó el día del milagro, como ella lo llamaba. El último resultado de una serie de pruebas que mostraban algo nuevo, algo positivo. Todavía les quedaban muchos meses de difícil rehabilitación, pero por fin tenían una esperanza real.
A lo largo del siguiente año, Nina fue consciente de que el empeño de Tom en volver a andar asombraba a sus médicos. A ella también. Porque había temido que cayera en una depresión debido a sus constantes cambios de humor. La esperanza supuso un cambio de mentalidad. Tom se convirtió en un chico concentrado, decidido y con un solo propósito: volver a andar. Nada lo detendría. Y dividió toda esa renovada energía y determinación de forma equilibrada entre la rehabilitación y los estudios de Periodismo.
Para ella fue un periodo de ajustes. Había vuelto a centrar su vida en él, tal como hizo cuando era pequeño. Hubo muchas discusiones. Tom le contestaba bruscamente cuando recogía sus cosas antes de que él lo hiciera, cuando empezaba a hacerle la cama, cuando le limpiaba el piso.
—Puedo hacerlo yo, Nina —le decía.
Hilary la ayudó durante ese periodo. Hilary siempre había estado a su lado.
—Nina, tienes que dejar que recupere su independencia. Ponte en su lugar. Se había resignado a una vida dependiendo de los demás. Y ahora ha vuelto a recuperar el control de su cuerpo. Tienes que darle espacio.
De eso habían pasado ya más de seis años. Le resultaba increíble. Tom no solo caminaba casi sin cojear, sino que también tenía un trabajo a jornada completa y viajaba constantemente. Aunque no jugaba al críquet, se dedicaba a algo casi tan emocionante: ver partidos y comentarlos. En cuanto a ella, tenía un trabajo satisfactorio… la mayor parte del tiempo. El colegio donde ejercía como jefa de estudios artísticos era pequeño, alternativo. Motivaban a los alumnos a que expresaran su creatividad, y el arte era considerado tan importante como las Matemáticas y las Ciencias. Ambos habían seguido adelante con sus vidas, ¿verdad? Y habían dejado a los Templeton muy atrás.
Pero no era así. Nina por fin lo veía con claridad. ¿Habría deseado en el fondo que llegara algo parecido a la carta de Hope? ¿Algo que la obligara a enfrentarse por fin a lo que sentía por los Templeton? A sus remordimientos por lo de las cartas de Gracie. A sus sentimientos por Henry. A los celos que le tenía a Eleanor.
Estaba celosa. Sí, eso era. Otra verdad incómoda. Porque así había sido siempre, y por fin lo aceptaba. Incluso antes de su breve aventura con Henry. Siempre había envidiado la vida de Eleanor, con su familia numerosa y feliz, su encantador marido, su plena y satisfactoria vida laboral, su elegancia y su estilo…
Aquel día en el hospital de Roma, vio una grieta en la perfecta fachada de Eleanor, pero desapareció al instante. Eleanor la menospreció, ridiculizó cualquier cosa que Henry pudiera haberle dicho y se describió como una mujer sofisticada con un matrimonio liberal mientras que ella solo era «la otra». Y pese a la preocupación por Tom, Nina se sintió humillada, avergonzada, abochornada de sí misma. ¿Había sido ese otro motivo para no contarle a Tom lo de las cartas de Gracie? ¿Se había vengado de Eleanor a través de su hija?
Todo era cierto. Aunque intentara perdonarse por lo que había hecho, aunque hiciera todo lo posible por entender por qué se había comportado así, los hechos eran incuestionables. Gracie y Tom habían sido las víctimas inocentes de todas esas heridas y mentiras.
Ambos habían quedado atrapados en el desplome de las complicadas y desastrosas vidas de sus padres. Jamás podría resarcirlos, jamás podría devolverles todos los años que habían perdido. Jamás sería capaz de ofrecerles una explicación. ¿Qué podía hacer para conseguir que la perdonaran? En cuanto a Hilary… ¿la perdonaría su hermana algún día?
A solas en su salón, más sola de lo que jamás había estado, Nina comprendió que no tenía forma de saberlo.
Tom estaba en Perth, paseando de un lado para otro de su habitación del hotel mientras hablaba por teléfono con la esperanza de convencer a su editor, que estaba en Melbourne. El siguiente vuelo saldría en dos horas. El vuelo en sí duraba otras dos horas. Tardaría al menos noventa minutos en trasladarse desde el aeropuerto. Si todo funcionaba bien, si no había retrasos, podría estar en Templeton Hall en ocho horas.
—Jim, no puedo explicártelo, pero es importante. Muy importante.
—También lo es el partido, Tom. ¿Qué es tan importante como para que de repente necesites un día libre?
«Di que sí y punto», susurró Tom entre dientes.
—Ya he hablado con Neil. Dice que puede cubrirme sin problemas.
—Pues ya es difícil conseguirlo. No, en serio, ¿qué es tan importante?
Tom podría haber mentido, podría haber dicho que había muerto un familiar, pero estaba harto de mentiras. Así que le contó la verdad.
—La mujer que quiero estará unos días en Melbourne. Si no voy a verla ahora, lo fastidiaré todo para siempre.
Se produjo un silencio antes de que su editor se echara a reír.
—Estás de coña.
—En la vida he hablado tan en serio.
—Tom, por muy importante que os parezca el amor a los jóvenes…
—Te lo suplico.
Un suspiro.
—Un día. Como no estés en la tribuna de prensa al comienzo del partido el jueves, estás despedido. O te caes del viaje a Inglaterra para presenciar el torneo Ashes del año que viene. Todavía tengo que decidirlo.