En Melbourne, Nina estaba sentada bajo una sombrilla en la piscina municipal mientras veía a Lucy chapotear en el agua. Se protegió los ojos del sol con una mano cuando Hilary regresó del quiosco con sus bebidas y un helado para cada una.
—¿Pensativa?
Nina asintió con la cabeza.
—Por favor, no me digas que estás pensando en los Templeton.
—Solo un poco.
—Solo a todas horas. ¿Crees que no me he dado cuenta de que no has dejado de mirar el calendario todos los días? Con todo lo que me ha costado venir a verte para distraerte un poco.
—Si pudiera ver por un agujerito…
—Hope, tan simpática como es, seguro que te dejaba tuerta de un porrazo. Nina, deja de pensar en ellos. Tomaste una decisión y Tom tomó otra.
—Creemos que ha tomado una decisión.
—Te ha mandado un mensaje desde el aeropuerto, ¿no? Cuando iba de camino a Perth.
Nina asintió con la cabeza.
—Tienes razón.
—Pero sin ánimo de ofender, ¿de verdad habría importado que fuera? Tú tienes tus motivos y, para ser justos, cuanto más lo pienso, creo que para Tom habría sido bueno ver de nuevo a Gracie, descubrir de una vez por todas por qué lo abandonó de esa manera.
Nina abrió su lata.
Hilary continuó:
—Todavía me resulta muy raro que ni siquiera intentara ponerse en contacto con él. De Eleanor lo entiendo, sobre todo después de que se te escapara lo que pasó entre Henry y tú. Pero por lo que solías contarme de Gracie, me parecía una persona mucho más agradable.
Tras una pausa, Nina replicó:
—Sí. —Se puso en pie en ese momento y se acercó a su sobrina con una toalla. Cuando volvió, se encargó de hablar de cualquier cosa menos de los Templeton.
Veinticuatro horas después, las tres estaban en el coche de Nina de camino al aeropuerto, con tiempo de sobra antes de que saliera el vuelo de Hilary y Lucy para Cairns. Generalmente, Nina solía dejar a su hermana y a su sobrina en la puerta del aeropuerto para que facturasen el equipaje y embarcaran solas, ya que a ninguna le gustaba el momento de la despedida. En esa ocasión no lo hizo.
—Tengo que comentarte algo, Hilary —le dijo Nina al entrar en el aeropuerto.
Hilary se percató de la expresión seria de su hermana.
—Soy toda oídos —replicó.
Encontraron una cafetería en frente de una tienda de regalos en la terminal nacional, se sentaron en una mesa situada en un rincón y dejaron a Lucy con un libro y con su iPod. En cuanto la niña estuvo distraída, Nina empezó a hablar:
—Tengo que explicarte por qué no quería que Tom volviera a Templeton Hall.
—¿Ese es el motivo de esta conversación? Nina, lo entiendo. No pasa nada.
—No puedes entenderlo porque no te lo he contado todo.
Hilary se quedó a la espera.
Nina inspiró hondo.
—Si hubiera ido, habría visto a Gracie. Habría hablado con ella. Y si hubiera hablado con ella, habría… —Se detuvo.
—¿Qué habría hecho?
Hubo un silencio antes de que Nina continuara:
—Habría descubierto lo de sus cartas.
—¿Qué cartas?
—Las cartas que Gracie le escribió, después del accidente.
Hilary frunció el ceño.
—Pero me dijiste que nunca volvió a saber de ella. Que Gracie te dijo en Roma que no quería tener nada que ver con Tom en la vida.
—No hablé con Gracie después del accidente. Solo hablé con Eleanor.
—No lo entiendo.
Hilary escuchó en silencio mientras Nina se lo contaba todo. Que Gracie le había escrito a Tom muchas, muchísimas veces. Que las cartas habían sido enviadas a un sinfín de direcciones, pero que al final encontraban el modo de llegar hasta Nina.
—Pero, ¿no se las diste? —Hilary miró a su hermana boquiabierta—. Nina, no tenías derecho a hacer eso. Las cartas iban dirigidas a él.
—Tenía todo el derecho del mundo. Soy su madre. Hilary, tú viste lo malherido que estaba, lo frágil que era.
—Pero era su novia.
—Estaba fatal, Hilary. Física y emocionalmente. No quería alterarlo todavía más.
—¿Cómo iba a alterarlo una carta de su novia? ¿No crees que le habría encantado recibirla?
—No lo sabía con seguridad. Y tampoco podía preguntárselo.
—¿Por qué no?
—Hilary, fue una época espantosa. Cuando leí las cartas de Gracie…
—¿¡Que leíste sus cartas!? ¿Las cartas que le escribió a Tom? Tampoco tenías derecho a hacer eso.
—Esto no tiene nada que ver con el derecho. ¿Tú no harías cualquier cosa, lo que fuera, para que no le hicieran daño a Lucy? Si creyeras que está en peligro, ¿no le impedirías hacer algo? No sabía lo que Gracie iba a decirle, si le haría más daño todavía. No sabía si sabía lo mío… lo mío con Henry. Estaba furiosa. Estaba conmocionada.
—Pero estamos hablando de la vida de Tom, no de la tuya. De su relación con Gracie, no de la tuya. Nina, no puedo creerlo. Tienes que decirle que le escribió. Lo antes posible.
—Es demasiado tarde.
—Pero seguro que siempre se lo ha preguntado. Seguro que él quiso escribirle.
—Lo hizo. —Una larga pausa—. No mandé sus cartas. —Se apresuró a hablar antes de que Hilary pudiera reaccionar—: Creí que era lo mejor. Tenía que cortar el contacto entre las dos familias, por el bien de todos.
—¿Y dejaste que Tom creyera que habías mandado sus cartas, lo dejaste esperando las respuestas de Gracie, a sabiendas de que Gracie no las recibió? ¿Y tampoco le entregaste las cartas que ella le había enviado porque creías que lo estabas protegiendo?
Un gesto de cabeza en respuesta. Nina esperaba la compresión de su hermana. En cambio, obtuvo su furia.
—¿Cómo has podido hacerlo, Nina? ¿Cómo has podido hacerle algo así a Tom y a Gracie? —Por megafonía anunciaron el embarque de su vuelo. Hilary no se movió, se limitó a hablar en voz baja y gélida—: Creía que te conocía, que te entendía, pero me equivocaba. No te conozco en absoluto. ¿Lo hiciste por Tom o lo hiciste por ti misma? ¿Por lo tuyo con Henry? ¿Lo hiciste porque estabas furiosa de que Henry nunca te llamara?
Nina solo atinó a mirar a su hermana.
—Creía que habías aprendido la lección cuando Tom era pequeño, con todas las mentiras que le contaste sobre la muerte de su padre.
—No es justo. Sabes por qué lo hice y sabes lo mucho que me atormentaba.
—¿Y aun así volviste a hacerlo? Volviste a mentirle. ¿No te das cuenta de lo mal que lo has hecho?
—No estuvo mal. Era lo que él quería. Se lo pregunté una vez, un año después del accidente. Le pregunté si quería ponerse en contacto con Gracie. Me dijo que no.
—Claro que te dijo que no. ¿Qué crees que sentía entonces? Seguro que se sentía muy dolido, que sentía que Gracie lo había abandonado. Para entonces ya habías causado mucho daño. ¿No te das cuenta?
Nina no respondió.
Hilary se puso en pie de un salto.
—Tengo que irme. No puedo seguir hablando del tema contigo. —Le quitó los auriculares a Lucy y recogió sus cosas—. Vamos, cariño. Es hora de volver a casa.
Nina se despidió de Lucy con un beso. Hilary ni siquiera se acercó para besarla o abrazarla. Se alejó de ella, llevando a Lucy de la mano. No volvió la vista atrás.
En Perth, al final del segundo día de partido, Tom encendió su Blackberry para comprobar los mensajes. Tenía uno de Simon, que lo invitaba a una barbacoa el sábado después de su vuelta. Tras una pausa, escuchó la voz de Emily de fondo, hablando de Gracie mientras Simon la mandaba callar. No lo sorprendió. Emily era muy insistente.
Sin embargo, el otro mensaje sí lo sorprendió. Era de su tía Hilary.
—Tom, soy Hilary. Quiero que te olvides de todo lo que te dije sobre volver a Templeton Hall. Creo que deberías hacerlo, lo antes posible. Si quieres saber el motivo, pregúntaselo a tu madre.
En Londres, Hope estaba hablando por teléfono con Gracie, que seguía en Australia. Hope estaba acostada en el sofá de su salón. Gracie llamaba desde los escalones de entrada a Templeton Hall. Le había dicho que no había mucha cobertura móvil dentro de la casa.
—Da igual —dijo Hope—. Hablaré con un político local para que la mejore.
—¿A tiempo para tu visita de esta semana? Sí que tienes fe.
—Y esperanza, como mi nombre —replicó Hope—. Cuéntamelo todo. ¿Qué aspecto tiene Templeton Hall?
Gracie le dio un informe completo. Seguía en pie, los muebles básicos seguían allí, no había indicios de que hubiera entrado nadie ni de humedad ni de roedores. El jardín estaba muy abandonado.
—Ya me ocuparé del jardín. ¿Qué me dices de los dormitorios? ¿Siguen estando todos habitables?
—Sí, pero solo he preparado tu antigua habitación y la mía. ¿Querías que preparase también las otras?
Hope se habría dado de tortas por bocazas. Se estaba adelantando a los acontecimientos. Conforme se acercaba la fecha de partida, se impacientaba cada vez más por volver a ver Templeton Hall y decidir si su idea era viable. Su preocupación principal radicaba en la posibilidad de que el edificio necesitase una rehabilitación completa, y a decir verdad, ya había tenido bastante con la primera cuando se fueron a vivir allí. Sin embargo, a juzgar por lo que decía Gracie, se encontraba lo bastante bien como para poner sus planes en marcha de inmediato. Por supuesto, todavía faltaba el detallito de buscar a Henry y de convencerlo para que le alquilase la mansión (por una cantidad simbólica, claro); pero, ¿por qué no iba a hacerlo? Templeton Hall llevaba años vacío. Además, ¿no habían dejado Eleanor, Charlotte, Audrey y Spencer bien claro que no les interesaba en absoluto?
En ese momento, Hope se dio cuenta de que Gracie seguía esperando una respuesta.
—No, claro que no. Mi antiguo dormitorio está bien. Pero tenía curiosidad por el estado del resto de la casa. —Era hora de cambiar de tema antes de que descubriera el pastel—. Bueno, ¿vas a estar bien tú sola hasta que llegue el miércoles? Espero que no haya ido ningún lugareño cotilla a ver qué pasaba.
—No he visto a nadie —contestó Gracie.
—¿En serio? ¿A nadie?
—A nadie.
Hope no sabía si Gracie le estaba diciendo la verdad o no. Cuando Tom Donovan la llamó después de recibir su carta, fue muy clara con la fecha y la hora de llegada de Gracie, y si bien él no había dicho nada concreto, le dio la impresión de que tenía la intención de recibir a Gracie en cuanto llegara o, al menos, antes de que ella hiciera acto de presencia. Además, insistió en que Hope no le hablara de esa conversación a nadie. De hecho, había sido muy tajante. A Hope le gustaba la fuerza de voluntad en un hombre, fuera joven o mayor.
—Eso es bueno, sí —dijo—. Pues te dejo, Gracie. Gracias de nuevo. Compra cualquier cosa que necesites para que la casa sea habitable y asegúrate de guardar las facturas.
—¿Las facturas? —Gracie se echó a reír—. Estoy gastando tu dinero. ¿No te fías de mí?
Hope volvió a enfadarse consigo misma. Gracie no debía descubrir que pensaba contabilizar todo el viaje como un asunto de negocios para obtener exenciones fiscales. Al fin y al cabo, era un viaje de negocios. Un viaje durante el cual iba a analizar un posible negocio.
—No me hagas caso —respondió con una carcajada—. Victor era un fanático del papeleo. Nos vemos en dos días, Gracie.
Después de colgar, Hope miró el reloj. Ni siquiera era medianoche. Estaba demasiado espabilada como para irse a dormir. En otro tiempo, se habría tomado una copa de vino a esa hora, tal vez una pastillita que la ayudara a conciliar el sueño, pero eso ya estaba fuera de su alcance. Por Dios, menudo aburrimiento. Como mucho, de un tiempo a esa parte recurría a un porro, y el sentimiento de culpa le provocaba casi tanto subidón como la propia droga. Sus mentores en Alcohólicos Anónimos se quedarían espantados si lo supieran, al igual que sus clientes. Menos mal que no lo sabían.
Fue al dormitorio de invitados de la casa de tres plantas que Victor había tenido la amabilidad de dejarle en herencia. La marihuana y el papel de fumar estaban escondidos en el fondo de la cómoda antigua, en una vieja mochila. Tardó un minuto en enrollar el porro perfecto. La siguiente parada fue su despacho del primer piso. La carpeta con los papeles que quería revisar estaba sobre su escritorio. La investigación relatada en ese informe le había costado casi diez mil dólares australianos, pero habían merecido la pena. Si el mercado para los tratamientos de desintoxicación de las clases altas australianas era tan lucrativo como el inglés, recuperaría esos diez mil dólares en quince días con su primer cliente.
Si se paraba a pensarlo, ¿por qué había tardado tanto en ocurrírsele la idea? Era casi un crimen que Templeton Hall llevara cerrado tanto tiempo. Debería habérsele ocurrido cuando fracasó la idea de usarlo como centro de meditación. Por lo que le había contado Eleanor, el intento acabó en desastre. Su clínica no acabaría así. Sería un éxito, tal como lo habían sido las tres clínicas que tenía en Londres. Además, parecía que podría obtener la ayuda del gobierno australiano para establecerse en la zona. ¡Qué maravilloso país! Todo estaba en esa carpeta. La empresa encargada de la investigación se había esmerado a fondo. Era una lectura interesantísima, llena de datos sobre los programas y los centros de desintoxicación ya existentes, sobre estadísticas de consumo de alcohol y drogas, e incluso con datos sobre procedimientos de referencia y costes de los tratamientos.
Lo único que no le había pedido a la empresa era que buscara una ubicación para una futura clínica. Eso ya lo había decidido ella. Y en cuanto volviera a Templeton Hall, con Gracie a su lado para anotar todas las medidas y tal vez para quedarse para hacer todos los molestos preparativos relacionados con los permisos de obra, los proyectos de los constructores y demás, suponía que en menos de seis meses ya habría contratado a todos los terapeutas y al personal de administración necesario para que la clínica funcionara. Un año como máximo. ¿Cómo llamarla? ¿Clínica Templeton Hall? No, tendría que cambiarle el nombre o aparecerían esos ridículos turistas, convencidos de que había reabierto sus puertas como el ridículo museo que era. Algo más discreto. Sonrió. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, era un proyecto promovido por la vanidad. Sí, lo llamaría Clínica Hope.
Una hora después, ya había leído toda la información que quería y también se había fumado otro porro. Se había quitado los zapatos, disfrutando de la sensual caricia de la alfombra de lana bajo los pies descalzos. Se le cerraban los ojos, bostezaba y sentía un agradable cosquilleo acompañado de una maravillosa languidez. Era hora de acostarse.
Estaba entre el primer tramo de escaleras y el segundo, de camino a su dormitorio del tercer piso, cuando pasó. Tenía la intención de mandar reparar la carísima alfombra de lana de la escalera desde que se percató del desgarrón. Después, no recordó nada del momento en el que tropezó, pero estaba segura de que metió un dedo en el desgarrón, tropezó, intentó mantener el equilibrio y acabó cayendo de espaldas al primer descansillo.
Tardó un rato en recuperar el aliento, incorporarse y comprobar que no le sangraba la cabeza antes de examinarse para ver si se había roto algo. No había sangre. Podía mover el cuello. Nada grave, gracias a Dios. La maría debía de haberle relajado los músculos. Pero cuando intentó ponerse en pie y apoyó el peso en la pierna izquierda, sintió un dolor tan brutal que gritó y comprendió lo que había pasado.
El dolor la estaba matando cuando se arrastró por las escaleras en busca del teléfono. Primero llamó a Eleanor. Nada. Lo intentó de nuevo. Lo mismo. ¿A quién más podía llamar? No tenía amigos en Londres. Solo le quedaba una alternativa. Llamó a emergencias.
A veinte kilómetros de distancia, en un elegante restaurante francés de Mayfair, Henry Templeton estaba entreteniendo a cuatro hombres y a una mujer procedentes de Hong Kong.
Había llegado a Londres esa misma tarde y regresaría a San Francisco antes de las doce del día siguiente. Los gastos, y los estragos del cambio horario, merecerían la pena. Después de que uno de sus contactos en Londres le comentara que ese grupo de inversión chino estaba en Inglaterra para un breve viaje de negocios, no dudó ni un instante en hacer los preparativos pertinentes para reunirse con ellos.
Llevaba dos horas contando sus mejores anécdotas en el mundo de las antigüedades. A la gente le encantaba escuchar historias de broches polvorientos encontrados en el fondo de cajas de un mercadillo que acababan valiendo miles de libras; de sobres escondidos tras el revestimiento de los armarios llenos de valiosísimos sellos. Sus invitados lo habían escuchado sin pestañear e incluso habían jadeado al unísono cuando les explicó que un jarrón rojo de aspecto sencillo encontrado en un mercadillo benéfico acabó siendo un tesoro chino del siglo XVIII, fabricado en 1740 para el emperador Qianlong, que no solo valía miles sino cientos de miles de libras. ¿Qué más daba que dichas anécdotas no fueran suyas? Se trataba de una cena de negocios y él estaba contándoles lo más conveniente para su propio negocio.
Sí, había sido una noche muy provechosa, decidió una hora después, tras estrechar la mano de sus invitados y regresar para dejar una generosa propina. Por desgracia, eso acabó con el dinero en efectivo que le quedaba y lo dejó sin pasta para el taxi, pero volver andando a su hotel en Belgravia le sentaría bien. Estaba convencido de que el lunes, dos de los posibles inversores con los que había estado cenando, o tal vez tres, se pondrían en contacto para decirle que sí, que estaban dispuestos a financiar su último proyecto.
¿Por qué había tardado tanto tiempo en darse cuenta de que el grueso del dinero y el éxito no estaban en los pequeños objetos (antigüedades, joyas o incluso coches), sino en el sólido hormigón del negocio inmobiliario? Además, cualquiera sabía que últimamente todo se cocía en China.
Por supuesto, habría obstáculos. Los gastos de construcción serían altísimos. Pero la gracia estaba en el riesgo, ¿no? El riesgo era lo que lo hacía tan emocionante. Por ejemplo, ¿quién iba a decir que tendría tanto éxito con los coches de época en Estados Unidos? A lo largo de la última década, había sido su proyecto más exitoso, sin lugar a dudas. A esas alturas todavía le sorprendían los beneficios anuales que obtenía.
Al llegar al hotel, saludó al recepcionista con un gesto de cabeza y subió por las escaleras en vez de por el ascensor hasta su suite de la segunda planta. Cualquier tipo de ejercicio era bueno. Entró en su habitación y comprobó con agrado que su teléfono móvil personal estaba sobre la mesita de noche. En el taxi, de camino al restaurante, se dio cuenta de que se lo había dejado olvidado, pero como sabía que la puntualidad era un factor clave con los hombres de negocios chinos en especial, no había vuelto a por él.
Cuatro llamadas perdidas. Sonrió al escuchar los dos primeros mensajes, ambos de Adele, la que era su novia desde hacía casi dos años. Licenciada por Harvard, hablaba francés, español y japonés con soltura, y además era dueña de una empresa de traducción. Henry le estaba cogiendo mucho cariño. Al principio, le preocupaba que con treinta y nueve años fuera demasiado joven para él (no le había hecho mucha gracia tener que explicarle quiénes eran los Procol Harum), pero las ventajas sobrepasaban a los inconvenientes.
Sus mensajes eran cariñosos, coquetos, un poco mandones, y reflejaban todo lo que le gustaba de ella. No tenía que devolverle la llamada, le decía. Solo quería recordarle la cena a la que habían aceptado ir la noche siguiente con unos posibles clientes para su empresa. Lo recogería en el aeropuerto e irían directos al restaurante.
Los dos mensajes siguientes fueron sorprendentes. Eran de Eleanor. Hacía años que no lo llamaba directamente, aunque sus abogados siempre se habían asegurado de que ella tuviera sus números de contacto. Hablaba con voz fría y su mensaje era breve.
—Henry, ¿puedes llamarme?
No mencionó a los niños. ¿Era una buena o una mala señal?
Llamó al número que Eleanor le había dejado de inmediato. No obtuvo respuesta. Solo su voz grabada que le pedía que dejara un mensaje.
—Soy Henry. ¿Los niños están bien? Estoy en Londres por negocios. Por favor, llámame en cuanto escuches esto.
Esperó a que lo llamara. Nada. Consiguió dormirse mucho después de medianoche y tras dos whiskies dobles.