Tom esperó hasta llegar a la carretera, hasta estar a varios kilómetros de distancia de Templeton Hall, para volverse hacia su pasajera.
—Gracias.
Emily inclinó la cabeza, sonrió y le dijo con un acento muy yanqui:
—Y el Oscar para la mejor actriz es para Emily Phillips. He estado bien, ¿verdad? Muy, pero que muy bien, si se me permite decirlo.
—Has estado genial. Pero no recuerdo que hayamos acordado decir lo del compromiso. O que he ganado el Premio Walkley.
Otra sonrisa.
—Lo siento. Seguro que lo ganas algún día. Y pensé que lo de la prometida le daría un toque de autenticidad.
—Tampoco sabía que para ti también había sido un flechazo. Gracias.
—Desde que te vi en el otro extremo del atestado hospital, el corazón me dio un vuelco y pensé: Ese es el hombre con el que voy a casarme. En fin, lo habría hecho si no estuviera ya casada. Bueno, en aquel entonces, comprometida. —Dejó el tono bromista y le colocó una mano en el brazo—. ¿Estás bien?
Tom titubeó y después negó con la cabeza.
—¿Ha sido más difícil de lo que esperabas?
Un asentimiento.
—Eso me parecía. —Su tono de voz adoptó un deje profesional—. Venga, deja que conduzca yo. No puedes hablar de esto y conducir a la vez. Pero antes déjame llamar a casa. —Sacó el móvil y usó la marcación rápida—. Cariño, hola, soy yo. Sí, vamos de vuelta. Todavía no lo sé. No hemos tenido tiempo para hablar. ¿Sam está bien? —Hizo una mueca—. ¿Le has puesto el gel en las encías? ¿Y si lo sacas un rato a dar un paseo en el coche? A veces funciona. Ay, pobrecito mío. Estaré ahí lo antes posible. Tom me dejará en casa y después se irá al aeropuerto. Vale, hasta ahora. Te quiero.
Tom la miró de reojo mientras guardaba el móvil.
—¿Sam está malito?
—No, es que le está saliendo otro diente. ¿Te lo puedes creer? ¡Tu pequeño ahijado ya tiene cuatro dientes! Tom, por favor, párate. Yo conduzco.
—Estoy bien, Emily.
—No lo estás. Lo noto. Recuerda que te conozco desde hace mucho tiempo. Eres el amigo más antiguo de mi marido, el protegido de mi padre, el hermano que nunca he tenido. Párate en el arcén o te juro que uso el freno de mano y me cargo el coche.
Tom se detuvo.
Emily esperó hasta que paró el motor y lo vio quitarse el cinturón de seguridad. Después le dijo:
—Voy a ser directa contigo.
—Qué raro…
—Esta vez lo digo en serio. Tom Donovan, si no tuviera un marido en Melbourne intentando lidiar con un bebé histérico y tú no tuvieras un avión que coger, te obligaría a dar la vuelta ahora mismo y volver a ese sitio. Sé que las mujeres no solemos decir estas cosas sobre otras mujeres a las que consideramos rivales en el amor, pero me gusta Gracie, Tom. Es preciosa. Y es obvio que se llevó una impresión al verte.
Tom no replicó.
Emily suavizó su tono de voz.
—Tom, estoy encantada con el papel que me pediste interpretar. Volvería hacerlo si me lo pidieras, pero ahora que la he conocido, ahora que la he visto, que he visto cómo te mira… —Hizo una pausa—. No entiendo por qué necesitabas hacer esto.
—¿Hacer el qué? ¿Volver a verla?
—No, eso no. No entiendo el engaño. El engaño de tu prometida.
—Te pedí que fueras mi novia, no mi prometida.
—Lo mismo da. Tom, por lo poco que nos has contado sobre Gracie, por lo poco que hemos conseguido sonsacarte desde que volviste, tenía la idea de que te había abandonado. De que te había dejado tirado. De que era una especie de… no sé, de cerda egoísta.
—Yo nunca la he llamado así.
—Entonces, ¿a qué ha venido lo de hoy? ¿Por qué querías que te acompañara y fingiera ser tu novia? ¿A quién querías proteger, a ella o a ti mismo?
Se produjo un breve silencio. Cuando Tom habló, lo hizo en voz baja:
—A mí. No sabía cómo iba a reaccionar al verla. —Otra pausa—. No quería su lástima.
—¿Su lástima? ¿Por qué iba alguien en su sano juicio a tenerte lástima? A todos nos pareces increíble. Mira todo lo que has logrado gracias a tu increíble fuerza de voluntad, a tu determinación, a meses… no, ¡a años de dolor! Has vuelto a andar cuando un montón de médicos afirmaron que no lo harías. ¿Crees que es para tenerte lástima?
—Después del accidente le dijo a mi madre que no quería volver a verme.
—¿Por qué? ¿Porque creía que no volverías a andar?
—Le dijo a mi madre que sería muy difícil. Que lo mejor para ella, para los dos, al parecer, era cortar por lo sano con nuestra relación.
—¿Aunque fue ella la culpable del accidente?
—Ella no tuvo la culpa.
—Tom, creo que tienes un extraño sentido de la lealtad y me resulta entrañable, pero recuerda que sé la verdad. Salisteis a cenar, y todos bebisteis. Nina me lo contó. Sin embargo, creo que tu Gracie ha cambiado de opinión desde entonces. No me ha parecido una persona que no quisiera volver a verte. Más bien me ha parecido a punto de echarse a llorar por la alegría de verte.
—Eso no lo sabes.
—Tom, las mujeres percibimos ese tipo de cosas entre nosotras. Gracie estaba eufórica de volver a verte y quería matarme.
—Te equivocas.
—No.
Tom se volvió de nuevo hacia el volante y comenzó a golpearlo con las yemas de los dedos.
—Tenemos que seguir. Y antes de que me lo preguntes, sí, estoy bien para conducir.
—Pues que sepas que entre vosotros queda algo pendiente.
—Todo acabó hace mucho tiempo, Emily. Hace ocho años en Italia. Desde entonces no he pensado mucho en ella. Lo que pasa es que me picó la curiosidad al recibir la carta de su tía.
—¿Ah, sí?
—Pues sí.
El marido de Emily, Simon, los estaba esperando en la verja de su casa de Hawthorn cuando llegaron. Le pasó a Emily un bebé muy colorado que no dejaba de llorar y fue directo a la ventanilla de Tom.
—¿Cómo ha ido la cosa?
Emily contestó en primer lugar:
—Es guapísima. Tiene el pelo cortito, de color rubio platino y unos ojazos oscuros. Y Tom no podía dejar de mirarla. Si de verdad fuera mi pareja, tendría que decirle un par de cosas. Simon, intenta hacerlo entrar en razón. Yo he hecho todo lo que he podido, bien lo sabe Dios.
Simon se apoyó en el coche.
—¿Qué ha pasado, Donovan?
—Emily está exagerando. Todo ha ido bien. Yo estoy bien. Necesitaba verla y ahora ya lo he hecho. ¿Podemos cambiar de tema?
—Se ha estado engañando a sí mismo desde que nos marchamos de allí —dijo Emily mientras mecía a Sam.
—Simon, no le hagas caso. Ahora que ya no ejerces como abogada, ¿no tienes platos que fregar o algo, Emily?
Ella sonrió.
—Buen intento, Donovan. Y lo he captado. Me voy. Pero creo que deberías cancelar el viaje a Perth y volver ahora mismo por donde hemos venido.
—Ese viaje es mi trabajo.
—Sí, exacto. Es trabajo. Esto es tu vida. —Se inclinó y le dio un beso fugaz en la mejilla—. Nos vemos, Tom. Piensa en lo que te he dicho.
Simon esperó hasta que su mujer entró en casa.
—Bueno, ¿qué ha pasado?
—Ella llegó después que nosotros, así que nos saludamos, hablamos un momento, le presenté a Emily y después nos marchamos.
—¿Y ya está? ¿Después de ocho años ya está?
Tom asintió con la cabeza.
—¿No le preguntaste por qué no quiso ponerse en contacto contigo después del accidente?
Tom había empezado a golpear el volante con las yemas de los dedos otra vez.
—Se puso en contacto con Nina. Para decirme que no quería volver a verme.
—Pero, ¿no le has preguntado por qué? ¿Después de todo lo que pasó entre vosotros?
—No me ha parecido el momento oportuno. Y menos delante de Emily. No me pareció bien para ninguno de los dos.
—Entonces, ¿ha sido un error llevar a Emily?
—No, lo ha hecho genial. Es una actriz estupenda. Y me alegro de que me acompañara. —Tom se pasó los dedos por el pelo—. Habría sido difícil de cualquier forma. Pero ya ha pasado. Ya ha pasado.
—¿De verdad?
—De verdad. —Su tono era firme, pero no fue capaz de enfrentar la mirada de su amigo—. Es mejor que me vaya. Nos veremos a la vuelta.
—Vale. —Simon golpeó el techo del coche con la mano dos veces a modo de despedida—. Cuídate, Donovan.
Tuvieron que pasar dos horas, hasta que estuvo sentado en el avión con los ojos cerrados, y la cabeza apoyada en el asiento mientras escuchaba música con el iPod para que Tom se permitiera volver a pensar en ella.
En realidad, no sabía qué esperar del reencuentro. Lo que tenía claro era que desde que leyó la carta de Hope en la redacción del periódico había sido incapaz de pensar en otra cosa que no fuera ella. Porque Gracie siempre había estado de un modo u otro en sus pensamientos, pese a todos sus esfuerzos por olvidarla. Sin embargo, con la carta todos los recuerdos regresaron y siempre lo llevaban a la misma conclusión: Gracie no quiso saber nada de él después de descubrir que no volvería a andar.
Y nunca había podido asimilarlo. Porque esa reacción no parecía encajar con la Gracie que él conocía. Con la Gracie que conoció de niño. Con la Gracie que le escribía durante la adolescencia. Con la Gracie que volvió a ver en Londres cuando él tenía diecinueve años y de la que se enamoró dos años después. Sabía que su madre, su tía y todos sus amigos pensaban que había exagerado demasiado su relación con ella. Que solo eran dos críos. Pero no había sido así. Entre ellos hubo algo especial. Había leído sobre el tema una vez en un libro o en un poema, o lo había oído en alguna canción, no estaba seguro. Alguien con más sensibilidad lírica que él había descrito que el encuentro con el ser amado era como la vuelta a casa. Y él lo sintió aquella primera noche, cuando se encontraron en la estación de tren de Londres. Nada más verla allí, sonriéndole, con sus ojos oscuros y el abrigo rojo, con esa enorme sonrisa, decidió que no quería volver a estar solo en la vida.
La Gracie que él conoció y con la que viajó no se parecía en absoluto a la Gracie que había cortado el contacto con él después del accidente. Si hubiera podido, la habría llamado por teléfono desde la cama del hospital. Si el dolor le hubiera dado aunque fuera una tregua de media hora después de recobrar la consciencia, la habría empleado para hablar con ella. Pero nadie se lo permitió. Cuando todavía no estaba ni lo bastante fuerte como para comprender dónde se encontraba, mucho menos para recibir ese tipo de noticias, Nina entró en su habitación y le relató la conversación que había mantenido con Gracie. Su madre estaba tan decepcionada como él por la decisión de Gracie. Ellas también habían sido amigas. Nina ni siquiera pudo mirarlo a los ojos mientras le contaba lo que Gracie había dicho en los escalones de entrada del hospital de Roma, poco antes de volver a Londres con Eleanor y Spencer.
En aquel momento, estaba mareado por el dolor y los medicamentos, estaba en estado de shock. Pero le pidió más detalles.
—Cree que es lo mejor, Tom. Para ti y para ella.
Y él lo aceptó. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero cuando volvió a Australia y recuperó las fuerzas en el hospital, le escribió una carta. Tardó mucho en redactarla, por las dificultades físicas y porque no encontraba las palabras. Se la dio a su madre para que la enviara. Al ver que no obtenía respuesta, le escribió otra, diciéndose que la primera carta se había perdido. Pasó semanas y meses esperando una respuesta. Nada.
En muchas ocasiones, cogió el teléfono que tenía al lado de la cama y estuvo a punto de llamarla porque necesitaba oír su voz. Pero siempre acababa recordando la realidad de su vida. ¿Por qué iba a querer estar con él? ¿Por qué querría cualquier mujer estar con él?
Sus meses de depresión empezaron más o menos en aquella época. Después supo que había seguido al pie de la letra el proceso que seguían todos los pacientes con lesiones medulares tras un accidente. Incredulidad. Furia. Depresión. Aceptación. Optimismo. Más incredulidad. Y por fin la aceptación real. Sin embargo, Tom no podía dejar que las cosas quedaran así. Su vida no iba a ser así.
Un psicólogo le dijo que todos los pacientes pasaban por esa fase. Que era una reacción natural. Pero que al final lo asimilaría. Que al final se labraría otro tipo de vida.
Tom no quería otro tipo de vida. Quería su vida de siempre. Quería volver a jugar al críquet. Quería estar con Gracie.
Llevaba dos días en el hospital de Melbourne cuando Stuart Phillips entró en su habitación. Entonces no lo sabía, pero Nina se había mantenido en contacto con la academia desde el día del accidente. Stuart llegó sin previo aviso. Sereno, fuerte y muy entero. Tom lloró al verlo, como no había llorado con Nina. Bastante había llorado su madre por los dos. Y después se enfadó, avergonzado de sí mismo, de su cuerpo, como si lo sucedido hubiera sido deliberado, como si él tuviera la culpa.
—¿Por qué estás aquí, Stuart? Ya no soy jugador de críquet, ¿verdad?
—De momento no, la verdad. Pero sigues siendo mi amigo.
—Tienes trabajo esperándote en la academia. ¿Por qué pierdes el tiempo aquí?
—Estoy de vacaciones. Me debían varias semanas. Me han suplicado que viniera a verte, para ver si así se libraban de mí.
Tom tardó meses en descubrir que en realidad Stuart había pedido una excedencia sin sueldo. Llevó consigo un montón de mensajes de ánimo de la academia, de su mujer y de sus hijas. Los que conformaban la familia de Tom en Adelaida.
—Me he estado poniendo al día sobre tus lesiones —le dijo Stuart aquel día.
—Supongo que sería un libro muy breve. «Estás paralítico. Fin.»
—¿Te parece bonita esa actitud?
—Es realista.
—¿Sabes que hay una clínica en Melbourne pionera en la investigación sobre las lesiones medulares?
—No, no lo sabía. ¿Quieres que vaya dando un paseo para ver si consigo volver a ponerme de pie?
—Podrías hacerlo, si insistes en comportarte como un niño repelente. O podrías llegar mucho antes y de forma bastante más cómoda si fueras en una ambulancia, como hace la mayoría de los pacientes. O de los clientes, según creo que los llaman hoy en día.
—¿Mucho antes?
—La semana que viene. Conozco a alguien que trabaja allí. Y él conoce a otra gente. Entre todos nuestros conocidos, podemos conseguir que te admitan y que comiences con su programa antes de finales de mes.
Tom se echó a reír. No fue una risa agradable.
—Genial. Estupendo. ¿Y con qué lo pago? ¿Con una sonrisa agradecida?
—Espero que te sientas agradecido, sí. Y espero que sonrías. —Stuart dejó el tono bromista en ese momento—. Tom, tenías un seguro de viaje. También cuentas con el seguro de la academia. Conseguiremos que te admitan. Esa es la parte fácil. Lo duro empezará una vez que estés allí.
Y tenía más razón que un santo. En otra época, pensaba que el reto físico más duro al que se había enfrentado fue durante su preparación en la academia, donde trabajaba constantemente en el gimnasio, corría en la playa al amanecer, participaba en intensos programas de ejercicios, levantaba pesas, hacía abdominales y repeticiones. Todo eso era como levantar un lápiz comparado con lo que le exigió a su cuerpo durante su estancia en la clínica. Pronto descubrió que existía más dolor del que nunca había creído posible. Se sometió a cirugías de exploración, a numerosos pruebas y exámenes, y le hicieron multitud de radiografías y tomografías.
Hasta que nueve meses después de su regreso a Melbourne le dieron buenas noticias. El daño que había sufrido su médula espinal no era tan severo como se diagnosticó en un principio. Los efectos del trauma inicial, combinados con los extensos hematomas, la hinchazón y el daño muscular que había sufrido a causa del accidente, le ocasionaron una parálisis inicial, pero a lo largo de las semanas y meses transcurridos comenzaba a haber signos de regeneración del tejido nervioso. Con el transcurso del tiempo, más tratamiento y un doloroso proceso de rehabilitación, cabía la posibilidad de que volviera a recuperar gradualmente la sensación en las piernas y, después, el movimiento. Hasta qué punto recuperaría la movilidad todavía estaba por verse.
Leyó todos los informes, todos los diagnósticos, todos los pronósticos, hasta que comprendió que no quería conocer los hechos. Lo que hizo, en cambio, fue concentrarse en las sensaciones. Se imaginó que su cuerpo se curaba, que sus músculos recuperaban la fuerza, que el hematoma subdural se reducía. Se imaginaba de pie, moviéndose, caminando. Se aferró a esa imagen día tras día hasta que tuvo la impresión de que conseguiría recuperar la movilidad por pura fuerza de voluntad.
¿Pensó mucho en Gracie durante esa época? La verdad era que no. Bloqueaba su recuerdo cada vez que su mente se centraba en ella. La única forma de conseguir algo, de recuperar la movilidad, era mediante la concentración, el optimismo y el pensamiento positivo. Tenía que rodearse de personas que creyeran en él. Y Gracie no creía en él. Como tampoco creía su familia. Todos habían guardado silencio, ya fuera por la culpa, la vergüenza o la incomodidad. Decidió que lo haría sin ellos. Lo haría por sí mismo.
Mientras trabajaba en su recuperación física, Stuart comenzó a trabajar con él en otra dirección.
—Todavía no puedes volver al campo de juego. Yo no diría que es un imposible total. Nunca digas nunca jamás. Pero puedes ver los partidos. Puedes ver cientos de partidos. Analizarlos. Profundizar en el juego. Aprender todo lo que hay que saber sobre la ciencia y la psicología del críquet.
—¿Por qué?
—Tom, un deporte no solo necesita jugadores. Necesita entrenadores, estrategas…
—Un entrenador en silla de ruedas. Qué motivador…
—Yo no he dicho que te hagas entrenador. ¿A qué me dediqué yo durante treinta años antes de que me convencieran para dejarlo?
—Eras periodista.
—Tom, eres un chico listo. Bueno, no eres un chico, eres un hombre. Eres una persona sistemática. Eres bueno con las palabras. —Se percató de la sorpresa de Tom—. Leí la carta con la que acompañaste la solicitud para tu ingreso a la academia. También vi tus notas. Sobresaliente en Lengua, Historia y Estudios Clásicos. Si no hubieras sido deportista, habrías ido a la universidad, ¿verdad? Sabes escuchar, eres un gran observador, aprendes rápido y no se te escapa una. Eras bueno en el campo y creo que serías igual de bueno fuera de él. Quiero que te plantees la posibilidad de estudiar Periodismo.
Durante los meses de estudio, de dolor constante, de terapia, de visitas al hospital, de rehabilitación y más dolor que siguieron, no solo contó con el apoyo de Stuart. Nina siempre estuvo a su lado. La semana que volvieron de Italia, dejó el apartamento de Templeton Hall y alquiló una casa muy cerca del hospital. Estuvo a su lado durante cada etapa del tratamiento y demostró tanto entusiasmo como Stuart por los estudios de Periodismo.
No hablaron sobre los Templeton. Su silencio debió de ser igual de duro para Nina, pero jamás sacó el tema de conversación. Cosa que a Tom le pareció perfecta. Una conversación sobre los Templeton los llevaría a una conversación sobre Gracie, y eso le provocaría más dolor, pero de otra clase.
Y de buenas a primeras un día Nina los mencionó. Mencionó a Gracie. Fue un día bastante duro, un día de recaídas, un día de lucha constante contra la depresión que a veces amenazaba con abrumarlo, un día de intentos por asumir el futuro que tenía por delante.
Nina estaba con él en la habitación, colocando los libros que descansaban al lado de su cama cuando habló.
—Tom, necesito preguntarte una cosa. Sobre Gracie.
Él se tensó.
Nina parecía tener problemas para encontrar las palabras adecuadas.
—Si pudieras volver a ponerte en contacto con ella, ¿lo harías?
Tom negó con la cabeza sin titubear siquiera. ¿De qué iba a servirle? ¿Con lo claros que había dejado Gracie sus sentimientos? Además, ¿qué tenía él para ofrecerle?
Esa fue la última vez que hablaron sobre ella.
Fue Stuart quien a la postre lo obligó a enfrentarse a sus sentimientos, ocho semanas después de «el Día». Dos años después del accidente. El día que por fin dio su primer paso sin ayuda alguna después de meses de esfuerzos, de obligarse a caminar centímetro a centímetro con la ayuda de las barras, de algún soporte, apoyado en dos fisioterapeutas. Había esperado que fuera un día de celebración. Y, en realidad, fue una decepción. Sí, había dado un paso y a partir de ese momento ¿qué? Tenía que aprender a dar otro paso más. Y otro. Lo único que veía era el dolor y el esfuerzo físico que requeriría un proceso que le llevaría meses y años.
Estaba sentado en la oscuridad de su sala de estar, en el apartamento donde vivía en la zona independiente de la clínica (aborrecía el término «independiente», porque él no lo era en absoluto), cuando escuchó que llamaban a la puerta. No contestó. Al oír que la puerta se abría, supo que era Stuart. Lo escuchó abrir el frigorífico. Nina había llevado champán el día que dio su primer paso. Pero todavía no había abierto la botella.
—El champán caducará si no te lo bebes, lo sabes, ¿verdad?
—¿Ah, sí?
—Te veo muy alegre.
—Rebosante de alegría, Stuart. Más feliz que nunca. La vida no podría ser mejor.
—Déjate de gilipolleces, Donovan.
Tom tiró un libro que descansaba en la mesa y gritó:
—¡Déjate tú de gilipolleces! ¿Qué pasa? ¿Esto es un juego para ti o qué? ¿Un proyecto antes de jubilarte? ¿Alentar las esperanzas del chico y ver cómo acaba estrellándose? ¿Ha sido divertido ver el proceso?
—Más gilipolleces. Empieza a decir algo sensato o me voy.
—Pues vete.
—No. No hasta que te disculpes.
—Eso no fue lo que me dijiste.
—Tengo razón. Serás un buen periodista. Sabes escuchar. —Stuart se sentó, descorchó la botella y sirvió dos vasos—. ¿Qué ha pasado, Tom?
—Nada nuevo.
—Entonces, ¿qué estás rumiando? Si no es nada nuevo, debe de ser algo viejo.
Tom se encogió de hombros. De repente, por su mente pasó un recuerdo.
Spencer encogiéndose de hombros cuando era pequeño. Spencer de adulto, en Italia con Gracie y con él. Pensó en Gracie. No solo en Italia, sino en Londres, en Escocia, en Irlanda, en Francia. Gracie en la cama con él, riéndose con él, hablando con él. En la oscuridad de su apartamento, Tom empezó a hablar mientras Stuart lo escuchaba en silencio. Le contó todo. Le habló sobre Europa, sobre Gracie, sobre el mensaje que le encargó a Nina que le pasara, sobre su negativa a volver a verlo. Sobre su incapacidad para lidiar con él en su estado actual.
Stuart guardó silencio durante un par de minutos cuando él acabó. Después, midió mucho sus palabras.
—¿Te duele porque no te lo dijo en persona o porque lo dijo?
—Las dos cosas. —Poder admitirlo delante de otra persona fue un extraño alivio—. Quiero odiarla, pero no puedo. Es que no lo entiendo. No tiene sentido. No lo tenía cuando Nina me lo dijo y sigue sin tenerlo.
—¿No le ves sentido a que una mujer sea inmune a tus encantos?
Esbozó una sonrisa fugaz.
—No le veo sentido a que Gracie reaccionara así. A que no me lo dijera en persona.
—Tom, ella también estuvo implicada en el accidente. No solo eso, era la conductora. Debió de sufrir un trauma terrible.
—Sí, al principio, pero ¿y después, cuando volvió a Londres? Nada.
—¿No has vuelto a saber de ella?
Tom negó con la cabeza.
—¿Y todavía te reconcome después de dos años?
Un asentimiento de cabeza.
—Pues escríbele. Pregúntale.
—Lo hice.
—¿Y?
—No me contestó. —No quiso admitir que le había escrito más de una carta. Que habían sido dos, y que esperó, esperó y esperó en vano—. Es obvio, ¿verdad? Si le hubiera importado, si alguno de ellos se hubiera preocupado por descubrir cómo me encontraba…
—¿Estás seguro de que no lo han hecho?
—Estoy seguro.
—En ese caso, debes olvidarla, Tom. Aceptar que cometiste un error con ella y seguir con tu vida. No eres el primero y no serás el último. A todos nos han roto el corazón en alguna ocasión.
—¿Y a mí tenían que rompérmelo junto con el resto del cuerpo?
—Eso parece.
—He sacado la pajita corta en esta vida, ¿no?
—Yo creo que todavía es demasiado pronto para saberlo. Es posible que te sientas mejor cuando veas tu nombre impreso.
—¿Cuando qué?
—Cuando veas tu nombre impreso en la sección de deportes de The Age. —Era el periódico más importante de la ciudad.
—¿Quieren que colabore con ellos?
—Una pequeña columna mensual. De momento, será en periodo de prueba. Buscan lectores jóvenes y quieren el punto de vista de un fan del críquet que sea joven. Así que les sugerí tu nombre.
—¿Publicarán también mi foto en silla de ruedas, vestido con la equipación, para dar lástima?
—Eso no se me había ocurrido. Pero sería genial. ¿Podrías llorar si te lo pide el fotógrafo?
—Que te den, Phillips. —Tom estaba sonriendo.
—Donovan, a los lectores les dará igual que redactes tu columna en la bañera o sentado en una silla de ruedas, tío. Esfuérzate. Pon toda la carne en el asador. Le echaremos un vistazo y a ver cómo sale. No te dejes llevar por tonterías del pasado. He tirado de unos cuantos hilos en el periódico para conseguirte esto, y seré yo quien quede mal si la cosa no funciona.
—Estás hablando en serio, ¿verdad?
—Muy en serio. —Hizo una pausa—. Aunque hay un problemilla.
Tom esperó.
—Tu nombre —siguió Stuart.
—¿Mi nombre? ¿Qué le pasa a mi nombre?
—Nada. Tom Donovan es un buen nombre. Pero si lo piensas, es posible que comprendas que no eres el único hombre en la ciudad con ese buen nombre. —Dejó un periódico sobre la mesa que había entre ellos.
Estaba abierto por la sección de deportes, más concretamente por la página que escribía un comentarista de radio y periodista deportivo muy controvertido y polémico que fue jugador de críquet en su juventud, pero que ya pasaba de los cincuenta: Tom Donovan. Su artículo de ese día exigía no solo que expulsaran al capitán de la selección australiana de críquet, sino a todo el equipo y a la directiva.
—Pero él lleva años dedicándose a esto. Todo el mundo conoce a ese Tom Donovan.
—Exacto. De ahí que una nueva columna de críquet escrita por otro Tom Donovan pueda crear cierta confusión. El editor de la sección de deportes de The Age sugirió que escribieras con un pseudónimo y me pareció bien. No será para siempre, solo para esta columna. Tampoco hay que darle mucha importancia. Además, ¿cuántas veces se te va a presentar la oportunidad de elegir un nuevo nombre?
—¿El que yo quiera?
Stuart asintió con la cabeza.
—¿Y si me pongo Donald Bate? Podría llamar a la columna: «El bateador bateado.»
Stuart esbozó una sonrisilla.
—Muy gracioso, Donovan. Tal vez sea mejor no alejarse mucho de la realidad. ¿Tienes un nombre compuesto, algo además de Tom?
—El de mi padre. Nicholas.
—Eso nos podría servir. Tom Nicholas. ¿Qué te parece?
Tom lo meditó. Le gustaba. Le gustaba mucho.
—Pues que sea Tom Nicholas —contestó.
La primera columna de Tom fue sobre su propia experiencia. No sobre el accidente. Escribió sobre sus recuerdos infantiles y describió cómo fue su aprendizaje, las horas que pasó lanzando la pelota contra el depósito donde recogían el agua de lluvia, el día que por fin dominó un lanzamiento concreto y después otro. El placer que le provocaba el juego. Tuvo una buena acogida. Un mes después, escribió otra columna. Y luego una tercera. Entrevistó por teléfono a un jugador la víspera de un partido importante. Se publicó fuera de la columna, como un artículo individual. Los encargos siguieron llegando. A veces, encontrar la palabra adecuada le resultaba tan difícil como la rehabilitación física a la que se sometía todos los días, pero merecía la pena porque veía su nombre impreso en el periódico. Su nombre junto con el de su padre.
Su movilidad mejoró. Dos años y ocho meses después del accidente, se trasladaba sin que lo ayudaran desde su piso, situado en la planta baja de un bloque de edificios en Richmond, a la clínica. Nina quiso ayudarlo a decorarlo. Él le dijo que lo haría solo y así fue. Estaba decidido a recuperar su independencia en todos los ámbitos posibles. Celebró la cena de Navidad en su piso con Nina, su tía Hilary, su tío Alex y su prima Lucy. Él fue quien cocinó. Se le quemó la comida, pero la sirvió de todas formas.
Empezó a pasar la noche de Fin de Año con la familia Phillips: con Stuart, su mujer, sus hijas y sus respectivas parejas. Emily, la segunda hija de la familia, tuvo un rápido noviazgo y acabó casándose con otro de los jugadores de la academia, Simon, que también era uno de los protegidos de su padre. A Tom le caía muy bien de sus días en la academia. Desde entonces, Simon había dejado el juego profesional después de sufrir la última de una larga lista de lesiones y se pasó al mundo de la publicidad deportiva. Se convirtió en el mejor amigo de Tom por detrás de Stuart.
Pasó otro año. Y otro. Acabó sus estudios de Periodismo y se licenció con matrícula de honor. Se unió a la plantilla de trabajadores fijos del periódico, y siguió escribiendo con el nombre de Tom Nicholas. Descubrió que le gustaba el anonimato, aunque todos sus amigos y su familia supieran que se trataba de él. Más o menos por aquella época, Nina comenzó a trabajar a jornada completa como maestra de Educación Artística en un colegio de Brunswick, situado en el extremo de la ciudad opuesto a Richmond. De vez en cuando, lo convencía para que les diera alguna charla a los niños sobre su trabajo como periodista o sobre críquet. Siempre se mostraban más interesados en hablar sobre el bastón que todavía necesitaba a veces.
Sus amigos comenzaron a emparejarlo cuatro años después del accidente.
Simon se lo soltó sin más.
—Todo vuelve a funcionarte bien, ¿verdad?
—No, Simon. Tuvieron que amputármela en la clínica. Me causaba problemas de equilibrio.
Simon sonrió.
—Entonces ya va siendo hora de que vuelvas a la vorágine social.
En los últimos cuatro años, Tom había salido con cinco mujeres. Y le alivió comprobar que todo volvía a funcionarle bien. Sin embargo, en cada una de esas ocasiones le faltó algo. No sentía nada por las mujeres. Sí, le caían bien, en un caso incluso hubo algo más, pero no lo suficiente. En dos ocasiones, fue él quien puso fin a la relación. Las otras tres cortaron con él. La última hacía solo seis meses. Lo hizo muy enfadada.
—Tom, eres muy hermético. No te abres con nadie, ¿verdad? Estás obsesionado con una mujer ideal, ¡pero no existe!
Su acusación hizo que los recuerdos de Gracie volvieran en tropel. Hizo todo lo posible por mantenerlos alejados de nuevo. Gracie solo había sido una etapa de su vida. A esas alturas, casi había logrado superar el accidente. Ya casi no cojeaba. Había comprado una casita en Carlton. Tenía un buen trabajo, escribía sobre un deporte que adoraba, viajaba por toda Australia y sus desplazamientos al extranjero eran cada vez más frecuentes.
La mayor sorpresa después de recibir la carta fue la reacción de su madre. La llamó desde el coche la misma tarde que la recibió para ver si estaba en casa.
—¿Va todo bien? —le preguntó Nina de inmediato.
Era su reacción habitual desde el accidente: dejarse llevar por el temor de que algo malo hubiera vuelto a pasarle.
—Perfectamente. Es que quería comentarte una cosa.
Cuando llegó, descubrió que Hilary estaba en Melbourne, algo muy habitual. Le dio un beso y saludó con la mano a Lucy, que ya tenía diez años y que estaba sentada en el sofá en el salón, viendo la tele. Ella le respondió con un gesto adormilado.
Después de tomarse un café, Hilary anunció que Lucy y ella iban a coger el tranvía para visitar el centro de la ciudad. Tom esperó hasta que se marcharon para enseñarle la carta de Hope a Nina.
Ella la leyó y después de doblarla, la dejó en el banco y colocó la mano encima.
—Tom, no quiero que vuelvas a ese lugar.
Él sonrió. Tenía veintiocho años. Podía ir e iría si decidía que necesitaba hacerlo. Sin embargo, replicó con voz serena:
—¿Y qué me harás si voy? ¿Me dejarás sin paga? ¿Me castigarás sin salir?
Su madre no sonreía.
—Tom, por favor, no le respondas. No aceptes la invitación. No está bien de la cabeza. Nunca lo ha estado.
—¿A ti también te ha escrito?
Su madre titubeó antes de asentir con la cabeza.
—¿Puedo leerla?
Nina meneó la cabeza en respuesta.
—Es parecida a la tuya. Solo dice tonterías. No hace falta que la leas.
—¿Me lo habrías dicho si no te hubiera enseñado esta?
—No lo sé. Tom, por favor, no le hagas caso. Está intentando causar problemas, estoy segura. Bebía mucho y tomaba drogas. Está muy tocada de la cabeza. A saber si se lo ha inventado todo. Es posible que hagas el viaje y te encuentres la casa vacía. Solo servirá para reabrir viejas heridas. Tom, por favor. Te lo suplico.
Tom le dijo que todavía no había decidido qué iba a hacer. Fue ya en el coche, de camino a casa, cuando se dio cuenta de que no habían mencionado a Gracie.
La noche posterior recibió una llamada de su tía Hilary.
—Nina me ha contado lo de la carta de los Templeton. De Hope.
Tom esperó.
—No vayas, por favor. Por Nina. Todo esto va a traerle muy malos recuerdos, todo lo que pasó con los Templeton, tener que dejar Templeton Hall de aquella manera. Fue una época horrible.
—¿Para ella? —Consiguió echarse a reír.
—Lo único que quieren las madres es proteger a sus hijos del dolor y del sufrimiento, y Nina siente que en cierto modo te ha fallado.
—Hilary, lo que pasó en Italia no tiene nada que ver con Nina. Ella no conducía el coche. Ni el camión.
—Es mucho más complicado que eso. Tom, por favor, no tomes una decisión apresurada. A veces es mejor olvidar el pasado, por el bien de todos.
La encontró una semana después, mientras rebuscaba en una caja que contenía su ropa vieja y las cosas que había dejado en el apartamento de Templeton Hall y que hasta ese momento ni siquiera había abierto. Encontró la llave de la mansión. La reconoció de inmediato. Tan grande y como si perteneciera a un cuento de hadas, un recuerdo de su infancia. Spencer se la dio una tarde, después de volver de la charca.
—Tenemos muchas iguales. Mis padres no notarán que falta una —le dijo—. Así podrás entrar siempre que quieras.
Tom decidió que el hallazgo fue una señal. Que el hecho de seguir conservándola significaba algo. Después del accidente, cuando se enteró de que Nina había trasladado todas sus pertenencias del apartamento de Templeton Hall en una sola tarde y que había enviado todas las cosas de los Templeton a los abogados de Castlemaine, pensó en hablarle de la llave, en pedirle que la buscara y se la mandara también a los abogados. Pero no lo hizo.
Ese día tomó su decisión. Se pondría en contacto con Hope, descubriría qué día iba a llegar Gracie y volvería a Templeton Hall. Y si a su madre le hacía daño saber que iba a aceptar, solo había una forma de eludirlo. No se lo diría. Le pediría a Hope que tampoco se lo dijera.
Su conversación telefónica con Hope duró menos de un minuto.
—¿Vendrás? —le preguntó con muchas prisas—. Bien. Te paso los datos del vuelo. Dejaremos el resto de la conversación para cuando nos veamos.
A medida que la fecha de llegada de Gracie se acercaba, las frases de despedida de una de sus novias comenzaron a reverberar en su cabeza.
«Estás obsesionado con una mujer ideal, ¡pero no existe!»
Pero sí que existía. Gracie había sido su mujer ideal cuando era un chico lleno de esperanza, de vitalidad y de optimismo. Necesitaba verla una vez más, comprobar que la había idealizado y convertido en algo que no era.
La recordaba como un chica muy dulce, muy inteligente, muy guapa, muy… de todo. Si volvía a verla, si se recordaba que había dejado muy claro cómo era en realidad al darle la espalda cuando más la necesitaba, podría seguir adelante. Solo necesitaba cierta protección. Presentarse de la mejor manera posible. Hacer todo lo posible para evitar que Gracie lo mirara con lástima.
Así que ¿por qué no había funcionado su plan? ¿Por qué ver a Gracie había sido como recibir un puñetazo en el estómago?
«Entre vosotros queda algo pendiente», le había dicho Emily. «Creo que deberías cancelar el viaje a Perth y volver ahora mismo por donde hemos venido.»
—¿Le apetece beber algo, señor?
Era la azafata de vuelo. Le pidió un zumo de naranja y cogió el portátil. No quería seguir pensando. Era hora de trabajar. Repasar una y otra vez todo lo que había sucedido ese día en Templeton Hall era absurdo, pese a lo que dijeran Emily o Simon. Iba de camino a Perth, y dentro de poco estaría organizando artículos, entrevistando a jugadores y analizando el partido. Esa era su vida. Había hecho lo que planeó: volver a verla y enfrentarse a sus fantasmas. Ya podía seguir adelante. Todo había quedado atrás. Los Templeton. Templeton Hall. Y Gracie.
Sin embargo, no logró engañarse.